martes, 13 de agosto de 2013

DISPARATES / 80

EN EL HUERTO

Cuando la abuela se dispuso a marcharse, le dije que prefería quedarme un rato en el huerto.

Me miró con atención por debajo del sombrero.

−¿No te dan miedo las serpientes?

−Un poco −admití−, pero me gustaría quedarme de todas formas.

−Bueno, si ves alguna, ni te acerques siquiera. Las grandes de color amarillo y marrón no hacen nada; son serpientes toro y evitan que haya demasiadas ardillas de tierra. No te asustes si ves asomar algo por el agujero de ese talud de ahí. Es la madriguera de un tejón. Es casi tan grande como una zarigüeya adulta, y tiene la cara a rayas blancas y negras. Se come una gallina de vez en cuando, pero no permito que los hombres le hagan daño. En un país nuevo las personas acaban haciéndose amigas de los animales. Me gusta que salga y me contemple mientras trabajo.

La abuela se echó el saco de patatas al hombro y se alejó por el sendero, un poco encorvada. El sendero seguía los meandros del barranco. Cuando llegó al primer recodo, me saludó con la mano y desapareció. Me quedé a solas con un sentimiento nuevo de ligereza y satisfacción.

Me senté en medio del huerto, donde las serpientes difícilmente podían acercarse sin ser vistas, y apoyé la espalda en una calabaza amarilla y caliente. A lo largo de los surcos crecían unos cuantos cerezos silvestres llenos de frutos. Di la vuelta a las vainas triangulares, de tacto semejante al papel, que protegían las cerezas, y me comí unas cuantas. Por todas partes había saltamontes gigantes, el doble de grandes de cuantos había visto hasta entonces, realizando proezas acrobáticas entre los sarmientos marchitos. Las ardillas de tierra correteaban de un lado a otro del huerto. Allí, en el fondo de la hondonada, el viento no soplaba con demasiada fuerza, pero le oía murmurar su melodía en lo alto y veía agitarse la alta hierba. Notaba caliente la tierra bajo mi cuerpo, y al dejarla caer, escurriéndose entre mis dedos. Aparecieron unos extraños bichos rojos desfilando lentamente en escuadrones en torno a mí. Tenían el dorso de un reluciente color bermellón con puntos negros. Me quedé tan quieto como me fue posible. No ocurrió nada. No esperaba que ocurriera nada. Yo era algo que yacía bajo el sol y lo sentía, igual que las calabazas, y no quería ser nada más. Era totalmente feliz. Tal vez nos sentimos así cuando morimos y nos convertimos en parte de un todo, sea el sol o el aire, la bondad o la sabiduría. En cualquier caso, eso es la felicidad: diluirse dentro de algo completo y grandioso. Cuando le sucede a uno, es un proceso tan natural como el sueño.

Willa Cather, Mi Ántonia, 1918

Mi rancho, acuarela de Frederic Remington

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