martes, 13 de octubre de 2015

DISPARATES / 140

LAS CARTAS DE MUCHACHAS DE MARGA BERCK

Entre 1893 y 1896 una joven de Bremen envió a una amiga unas cartas que trataban, entre otras cosas, de sus desesperantes problemas amorosos y de su próxima boda. La joven, que había nacido en 1875, se llamaba Magdalene Carlotta Melchers y era hija de un acaudalado comerciante hanseático.

Magdalene tuvo la infancia que era propia de una señorita de su clase y cursó estudios en una escuela privada. En verano la familia se trasladaba a la Casa Lesmona, finca que su tío había adquirido en St. Magnus, en la orilla del río Lesum. Allí, en el verano de 1894 conoció a Gustav Rösing, un muchacho que tras la muerte de sus padres había sido adoptado por una rama familiar de los Melchers residente en Londres. Magda y el “londinense” Gustav vivieron ese verano un inocente romance que acabó por convertirse en el tema central y casi único de la correspondencia que ella mantenía con su amiga Bertha, quien por su parte acababa de casarse. Las cartas concluyen abruptamente con la muerte de la amiga, tras dar a luz a su primer hijo, acontecimiento que coincidió con la boda de Magda. Ésta, sin embargo, no se casó con su joven y enamorado “londinense”, sino con un hombre diez años mayor que ella, Gustav Pauli, historiador del arte que con el tiempo habría de desempeñar importantes cargos en museos de Bremen y Hamburgo.

En 1951 las “cartas de muchachas” que Magda envió a su amiga, junto a algunas de ésta, fueron publicadas en Alemania en forma de novela epistolar, bajo el pseudónimo de Marga Berck y con el título de Sommer in Lesmona (Verano en Lesmona, de ella existe traducción en castellano), habiendo sido reeditadas desde entonces con frecuencia. Parte de la fama de las mismas es consecuencia del interés que Thomas Mann, residente por entonces en California, se tomó por ellas. En 1985 el libro fue adaptado para la televisión por Peter Beauvais, habiendo sido interpretado el papel de la propia Magda por Katja Riemann. Desde 1994 se celebra en el Knoops Park de Bremen un festival que lleva por nombre “Verano en Lesmona”, y en el mismo parque se erigió en 2001 un busto de bronce que representa a Magda, de joven, leyendo una partitura. La Casa Lesmona, tras varias vicisitudes, es hoy monumento protegido. ¿Qué tienen estas cartas para haber recibido tanta atención y haber escapado del olvido?

Las cartas en sí apenas contienen algo más que todo el repertorio de tópicos que es previsible en la correspondencia de una adolescente de buena familia en aquella época: los bailes, los vestidos, los viajes a Florencia y a Londres con la obligada (y terriblemente fastidiosa para nuestra heroína) visita a los museos, y, claro está, los devaneos con sus muchos pretendientes, pues Magda, además de hija única y heredera de una no pequeña fortuna, era muy guapa. Si podemos decir algo a favor de nuestra adolescente es que era una apasionada de la música, sobre todo del lied y la ópera, y que no tocaba muy mal el piano. Sus inclinaciones literarias no eran muy extensas, y se limitaban como es natural a la poesía romántica. El drama amoroso de Magda tampoco iba más allá de una prosaica cuestión económica, pues como es sabido hablar de matrimonio significa ante todo hablar de dinero. Gustav, “el londinense”, carece en efecto de fortuna, y en Londres no es más que un modesto empleado. Todo eso se expresa, se resume, y se oculta bajo la fórmula que contra él adopta la condena paterna: es “demasiado joven”. El otro Gustav, en cambio, es todo un caballero que ya posee una posición y unas muy buenas relaciones en su campo, el del arte. De hecho, sólo hay en su contra una leve afección pulmonar de la que pronto se restablece en un balneario. Pero Gustav Pauli no ama a Magda, o no lo hace de la manera apasionada y romántica en que sí la ama el otro. Entre “el londinense” y nuestra heroína hay objetos perdidos y reencontrados, enseguida convertidos en reliquias de su amor; hay poemas y canciones, cartas encendidas, unas “fiebres nerviosas” que ponen en peligro por unas semanas la vida de Magda, éxtasis y desfallecimientos, promesas renovadas y planes de fuga, y casi, casi, un escándalo. Al final éste se evita decorosamente, yendo Gustav a su Londres y casándose ella con el otro.

En torno a las cartas enviadas desde la Casa Lesmona y a su autora se ha creado con el tiempo un aura de sentimentalismo ramplón que sin embargo no es suficiente para distraer al lector de los motivos de su éxito, que no son otros que los derivados de su capacidad, precisamente a causa de su carácter ingenuo, para poner en evidencia los aspectos esenciales, no pocas veces sutiles, de la condición femenina en el fin de siècle. Se trata aquí, pues, de un asunto enjundioso que ha dado lugar a una amplísima literatura, referida propiamente a la crítica literaria y a la historia del arte, pero también al estado de cosas en que se encontraba “lo femenino” y al cuadro general en materia de roles de género que afectaba a las mujeres en los inicios de su emancipación.

¿Cómo eran, o más bien cómo debían ser las mujeres del fin de siglo? Fue Mario Praz el primero que, en su libro La carne, la morte e il diavolo nella letteratura romantica, ubicó a la mujer de la época en lo que llamó “el oscuro romanticismo”, exhibiendo a su protagonista principal en su calidad de rompedora de corazones, como si la figura simbólica de la mujer fatal fuese en esos tiempos la única digna de tenerse en cuenta. El de esta mujer fatal, perversa en su inocencia, es sin duda el papel que habrían atribuido a Magda sus muchos admiradores, todos ellos rechazados por un motivo u otro. Sin embargo, en una obra posterior, Ariane Thomalla añadió un segundo arquetipo al retrato de la mujer del fin de siglo: el de la “mujer frágil”, a la que asignó unos antecedentes que procedían del mundo del arte. “La ‘mujer frágil’ es ciertamente de origen prerrafaelita”, escribió; “pero el fin de siglo supo asimilarla en forma que correspondiese a sus ideas y deseos secretos, dotándola así de una fuerza de irradiación y de una fisonomía, en parte, nuevas”. Dicha fisonomía es entendida como manifestación del decadente culto a la belleza propio del fin de siècle. Y Thomalla añade: “No hay gran diferencia entre un frágil verso lírico, una sutil acuarela, un raro y descolorido tapiz o un finísimo vaso de Tiffany o de Gallet y esta delicada criatura femenina”.* Tal decorativa mujer, espiritualizada, transparente y de aspecto enfermizo era la requerida para recibir en los salones burgueses y presidir bailes, pero también para producir vástagos, operación en la que a menudo, como la amiga de Magda, fallecía.

Aún Wolfdietrich Rasch concibió a la mujer fatal y a la mujer frágil como manifestaciones dialécticas del pathos vital de la época: “La predilección de que gozó el tipo de mujer en extremo delicada alrededor del año 1900 fue debida a que dicho tipo representaba la turbulenta voluntad de vivir (que triunfa especialmente en los seres débiles) y la relativización de la propia esfera vital en beneficio de una conciencia supraindividual más amplia”.** La síntesis de fatalidad y fragilidad femeninas remite a un contexto artístico en el que ese tipo de mujer ya había sido configurado previamente: la mujer guarda silencio, aunque se trate siempre de un silencio tumultuoso, y resulta por ello misteriosa y fatal; pero a la vez exige atenciones que sólo puede administrarle su protector padre y después su marido. El objetivo es en consecuencia doblegar a esta mujer dual, arrebatándole el misterio y la fatalidad y sometiéndola. Así, en el libro que nos ocupa, lo afirma la amiga y confidente de Magda, la ya casada y por entonces embarazada Bertha, quien en sus cartas aconseja a aquélla renunciar a su enamorado “londinense” y plegarse a la frialdad de quien va a ser su marido, ya que, como asegura por dos veces, el dominio y el poder que éste manifiesta “son también formas de amor”.

Por último, Hans Hinterhäuser, profesor de filología románica que también encontró ejemplos de mujeres fatales y frágiles en la obra de Galdós, contribuyó en uno de sus ensayos a establecer lo que el fin de siglo esperaba de ellas. Y es que la época venía cargada de ideas y sentimientos que él resumía así: “Su angustia existencial, su protesta contra un desarrollo históricamente objetivo que no era posible detener ni anular, su conciencia de exilio, sus fantasías de autodestrucción, sus vanos intentos de escapar del materialismo y traspasar la dimensión superficial de la ‘realidad’ para alcanzar un estrato profundo de orden mítico-religioso”. El fin de siglo es, en efecto, tiempo de creencias irracionales que oscilan entre el espiritismo y la propiedad atribuida a los objetos de representar al amado ausente: se trata de despertar a los dioses de su sueño e introducirlos en la vida cotidiana. Y Hinterhäuser concluye: “La magnitud de este esfuerzo fue considerable, abarcando desde los resucitados centauros paganos hasta la revitalizada figura de Cristo y su correspondiente femenino, la mujer angelical de los prerrafaelitas. Es decir, un sincretismo cristiano-pagano entendido como oposición a una civilización sin alma”.***

A la luz de todo lo anterior el texto aparentemente banal de la adolescente Magdalene Melchers, o de su heterónimo Marga Berck, cobra nuevos significados. Fueron estos los que atrajeron a Thomas Mann, quien conoció la edición alemana del libro a través de su esposa y su hija Erika y sugirió a su editor americano que lo publicase. En una carta al consejero de cultura de Hamburgo, Hans Biermann-Ratjen, quien había animado a Magda a publicar su correspondencia “de muchachas”, Mann calificó el libro de “verdadera y conmovedora obra de arte”. Y como quiera que el éxito de las cartas había escandalizado a muchos en Alemania, él escribió: “De lo que sí cabe escandalizarse es de ese mundo, esos padres, esa vida de riquezas, banquetes y viajes de placer, con su zafia crueldad, que la autora no pretende cuestionar, pero sobre la que va dejando caer en sus anotaciones, de manera objetiva, grandes dosis de crítica social”.

Más tarde Mann sostuvo correspondencia con Magda e incluso llegó a conocerla durante una visita a Hamburgo con motivo de una lectura de sus Confesiones del estafador Felix Krull. Entonces él y su esposa Katia pudieron felicitar a Magda por su noventa cumpleaños, y a las observaciones de Mann acerca de sus padecimientos juveniles, ella, quitando importancia al asunto, replicó: “Eran cosas de la época”. También entonces Mann pudo ver satisfecha su curiosidad respecto al matrimonio de Magda y a su vida posterior a lo referido en las cartas. Su marido, Gustav Pauli, fue apartado de sus cargos tras la llegada de los nazis al poder y murió en 1938. Su hija Liselotte perdió una pierna en un accidente de tranvía y se suicidó a la edad de veintinueve años. Su hijo mayor, Alfred, acusado de hacer comentarios contra Hitler, fue detenido y torturado, y poco después se suicidó. El hijo menor, Carl-Theodor, era oficial de marina cuando su avión fue derribado en el Canal de la Mancha en 1944.

La propia Magda iba a vivir hasta 1970. A pesar de su existencia casi centenaria, no llegó a ver el busto que la erigieron en el Knoops Park de su ciudad. La partitura que sostiene el busto ostenta una inscripción, la cual hace referencia a una canción que cantaba con su enamorado Gustav (llamado Percy en el libro Un verano en Lesmona). “Daisy”, a cuenta de esta canción que por entonces estaba de moda, era el nombre que él le daba durante aquel verano de 1894. Y dice: “Hay una flor en mi corazón: Daisy, Daisy / plantada un día por un veloz dardo / plantada por Daisy Bell. / Me quiere, no me quiere, a veces resulta difícil de decir, / pero no pienso compartir el premio / ¡oh, mi hermosa Daisy! / Daisy, Daisy, dame una respuesta, por favor, / estoy medio loco por tu amor. / No tendremos un matrimonio elegante / pues no puedo permitirme un carruaje / pero estás preciosa / sobre el sillín / de una bicicleta para dos”.
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* Ariane Thomalla, Die «femme fragile», Düsseldorf, 1972
** Wolfdietrich Rasch, Jugendstil, Darmstadt, 1971
*** Hans Hinterhäuser, Fin de siglo. Figuras y mitos, Madrid, 1998

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