martes, 24 de mayo de 2016

LECTURA POSIBLE / 211

EL MALDITO KLAUS MANN

Tal como le sucedería a una estrella del pop, al malogrado hijo de Thomas Mann no dejan de salirle estudiosos tenaces dispuestos a indagar en su vida y muerte, convertidas ambas en objeto de investigación y sobre todo en alimento de una leyenda que hace ya tiempo le puso a la cabeza de los autores malditos. Hay que admitir que la historia del personaje se presta a ello, y no sólo por las vicisitudes propias, que las hubo, sino también por su pertenencia a una familia, la de los Mann, que reunía todo lo necesario para reclamar la atención legítima de escritores honestos y curiosos pero también la de gacetilleros rapaces y sensacionalistas. No es poco lo que se ha escrito acerca de los Mann, acerca de la homosexualidad más o menos reprimida de algunos de ellos y del psicoanálisis, de los conflictos paterno-filiales y del uso y abuso de las drogas, del exilio, la guerra y los suicidios, y no en último lugar acerca de la predisposición al parecer natural de la generación anterior, la del padre Thomas y el tío Heinrich, para airear públicamente en sus escritos una hosca rivalidad fraterna que era política y literaria, sin duda, pero que también era con frecuencia más oscura y cuyas raíces se hundían en la más endiablada irracionalidad infantil. También eso fue parte del voluminoso legado que los viejos Mann dejaron a los pequeños, un legado al que nuestro Klaus no pudo sobrevivir. De ello trata Cursed Legacy. The tragic life of Klaus Mann (Yale University Press), último libro hasta la fecha de los que han tratado el complejo asunto de los Mann y del que es autor el norteamericano Frederic Spotts.

El lector de este lado del océano ya tiene noticia de Frederic Spotts, al que se debe el ensayo Hitler y el poder de la estética, importante contribución al estudio de las relaciones entre el nazismo y el arte (especialmente la música) que en España publicaron en 2011 Antonio Machado Libros y la Fundación Scherzo. Anterior a este título es Italy, a difficult democracy, que Spotts escribió en colaboración con Theodor Wieser. Como diplomático, Spotts, nacido en 1930, representó a su país en París, Bonn y Roma, y es miembro destacado de la American Civil Liberties Union, organización ya casi centenaria dedicada a preservar los derechos civiles y las libertades en Estados Unidos.

No por capricho la escritora Marianne Krüll inició ya hace años su célebre ensayo La familia Mann describiendo las circunstancias que rodearon el suicidio de Klaus en Cannes en 1949. Aquella biografía familiar era para su autora un proceso en el que se confundían el auge y la decadencia de sus protagonistas, y todo ello, por otra parte, con un período turbulento de la historia de Europa, proceso que a la manera de un círculo que se hubiera estado cerrando ya desde el principio tuvo su consumación con aquella muerte que no sorprendió a nadie, acontecida en la mayor soledad y a muchos kilómetros de la familia, pero a la vez íntima y turbadoramente vinculada a ella. Después de eso, a los Mann les quedaba muy poco por decir.

Si es cierto que, como decían los existencialistas, todos somos víctimas de lo que la familia y la historia hacen con nosotros, habrá que reconocer que el caso de nuestro Klaus Mann representa en su pequeño microcosmos, en la modestia que es propia del ejemplo individual, la terrible y desproporcionada huella de una época, de cuya masa anónima de muerte y destrucción, a la que casi siempre es difícil poner cara, nombre y apellido, destaca el episodio individual precisamente por serlo, y por ofrecer al estudioso una extensa documentación que pese a ser en apariencia inagotable estará siempre más cargada de preguntas y perplejidades que de respuestas. Klaus, segundo de los seis hijos de Thomas y Katia Mann, nació en Múnich en 1906, y, cosas de familia, ya en 1932 publicó su primer ejercicio autobiográfico, Hijo de este tiempo, donde narró su infancia y primera juventud a la manera de las novelas de formación que tan del gusto eran de su padre, y que le sirvió de paso para enemistarse con éste a causa de la confesión de homosexualidad que transitaba por sus páginas. No era una nadería salir del armario con poco más de veinticinco años, en vísperas del triunfo del nazismo y cuando se llevaba el apellido del autor más reconocido de Alemania. Llovía además sobre mojado, pues no en balde el padre venía luchando con ahínco desde hacía décadas para disfrazar su propia homosexualidad y encubrirla bajo un barniz familiar de decoro burgués. Thomas no se lo perdonó a su hijo, y el asunto fue motivo de encono entre ellos (un encono tanto mayor cuanto que se desenvolvía en silencio) hasta la muerte de Klaus.

Que estos Mann tuvieron una vida pública en la que no dejaban de ventilarse sus conflictos no debería ser quizá causa de sobresalto en estos tiempos nuestros de “Gran Hermano”, pero hay que trasladar la imaginación a aquellos años para hacerse una idea aproximada de lo que para ellos pudo significar vivir sus interioridades tan abiertamente. Refiere Klaus en su juvenil autobiografía cómo los pequeños Mann sabían de oídas de la existencia del tío Heinrich, novelista que competía con Thomas, desfavorablemente para él, por ser el autor más prestigioso y galardonado de la República de Weimar, un tío cuyos libros podían ser leídos a escondidas del padre, pero con el que no era posible tener otro contacto por culpa de una vieja desavenencia cuyas razones el pequeño Klaus tardaría décadas en esclarecer. Si es que llegó a hacerlo alguna vez. Las causas cercanas de dicha desavenencia se remontaban obstinadamente, con la cabezonería y la arrogancia propias de los viejos Mann, a los inicios de la Gran Guerra, a un ya para entonces lejano 1914 en el que Thomas cometió el mayor disparate de su vida, cuando saludó el inicio de las hostilidades en un libro titulado Pensamientos sobre la guerra, en el que entre otras cosas se lee: “Los nexos que unen el arte y la guerra son la conjunción de entusiasmo y orden, la valentía, la capacidad de soportar esfuerzos y derrotas; desprecio a todo lo que significa ‘seguridad’ en la vida burguesa; entrega hasta el final. ¡Guerra! Era la purificación, la liberación, y una inmensa esperanza”. Si puede resultar incomprensible que el autor de La montaña mágica se expresara en estos términos y en otros semejantes es porque no suele tenerse suficientemente en cuenta el grado de despiste que puede alcanzar un intelectual más naturalmente dado a lo abstracto y a la ficción que a interpretar su realidad presente. Pero no es sólo eso, ya que no hay una palabra en este obsceno y trastornado ensayo que no vaya específicamente dirigida a su hermano Heinrich, pacifista convencido y militante con el que Thomas, según parece, mantuvo una agria discusión al respecto en casa de unos amigos. Al año siguiente, en 1915, cuando ya nadie podía tener duda de lo que era en verdad la guerra moderna, Thomas se sintió obligado a escribir un segundo ensayo con el mismo título y también dirigido virulentamente contra su hermano, el cual replicó en el acto con un poderoso alegato antibelicista que para sortear la censura de guerra tuvo que tratar indirectamente de ésta por medio de Zola y de su J’accuse. Allí escribió: “En el fondo nadie cree en el Imperio por el que se ha de vencer. Un Imperio que ha consistido únicamente en violencia y no se ha basado en la libertad, la justicia y la verdad, que sólo ha dado órdenes que han sido obedecidas sumisamente, en el que sólo se han hecho beneficios, que sólo ha explotado pero nunca ha respetado al hombre, un Imperio así no puede vencer”. Thomas se sintió indignadísimo ante lo que consideraba un ataque personal, y abandonó por un tiempo la redacción de La montaña mágica para acometer el segundo gran disparate de su vida, la escritura de Consideraciones de un apolítico, nuevo eslabón de este duelo fratricida que con acierto los biógrafos de Thomas han juzgado tan insoportable como repulsivo. El propio Thomas no podía dejar de darse cuenta de la inconsistencia de su libro, de cuyo contenido además iba a tener que arrepentirse después, con la llegada del nazismo. Nada de ello ayudó a suavizar las cosas, y un posterior intento de reconciliación, auspiciado por Heinrich, no serviría de mucho. La ruptura entre los Mann era completa.

En medio de todo esto Klaus crece en la casa de la Poschingerstrasse, a la sombra de una figura paterna que está sin embargo en gran parte ausente, ocupado en sus lecturas, criado por sucesivas institutrices destinadas a ocupar el espacio de Katia, la madre, quien pensaba seguramente con razón que era demasiado joven para dedicarse a sus hijos. Klaus y su hermana mayor, Erika, fundan por entonces una complicidad que no durará siempre, se las arreglan como pueden para comer todos los días durante la guerra y son los primeros niños de su lujoso barrio que van a la escuela descalzos, lo que resulta ser un admirable acto patriótico. Juegan con muñecos con los que representan obras de teatro escritas a veces por el precoz Klaus, después abandonan los títeres y se consagran ellos mismos a la interpretación, se aficionan a disfrazarse y a cubrirse de maquillajes. Son los tiempos de las escuelas experimentales y de los campamentos juveniles. Se deshacen de Klaus enviándole a todos ellos. De todos ellos será devuelto en calidad de nociva muestra del fracaso pedagógico, pero entretanto conoce a un chico y se enamora. De Elmar, el chico, dice: “Todas las fórmulas del fervor que hasta entonces habían sido mis instrumentos literarios se llenaron de sangre y vida en el instante decisivo en que la novedad me abrumó; eran –hasta ahora sólo escritas o declamadas– las palabras que susurraba a mi almohada por las noches, antes de quedarme dormido, y por la mañana al despertar. Dulce contraerse del corazón siempre que pensaba en su nombre…, dolorosa y mágica reacción, repetirlo mil veces al día”.

Klaus escribirá extraordinarias novelas sobre la juventud, la soledad, el sexo, el alcohol y las drogas, títulos como Huida al norte, Novela de niños, El volcán, Encuentro en el infinito y aquél por el que hoy es más recordado, Mephisto, libro ambientado en la Alemania de Hitler y protagonizado por un actor sin escrúpulos que unirá la suerte de su próspera carrera a la de los nuevos amos de Alemania. El personaje protagonista remite a su cuñado Gustaf Gründgens, que se casó con Erika. El libro sólo pudo publicarse póstumamente, en 1956, y fue un escándalo. Todas estas novelas poseían una intención oculta, la de ser aprobadas por el padre, para quien sin embargo su hijo, como antes sucedió con su hermano Heinrich, no pasaba de ser un a veces conmovedor, bienintencionado y torpe diletante literario.

El libro de Frederic Spotts revisa todo el itinerario de Klaus, por la vida y por la literatura, y suministra una idea nueva acerca de su muerte, la cual bien pudo no ser producto de un intento de suicidio, sino de una sobredosis accidental y no deseada. Poco importa que fuera una cosa u otra, y de ambas existían ya precedentes no sólo en la vida de Klaus, sino también en las de otros miembros de los Mann. El padre, y esto puede considerarse también una novedad del libro que comentamos, se nos aparece aquí manifiestamente como un villano, un ejemplo dramático de que la excelente literatura puede no presentarse necesariamente junto a la piedad y la generosidad humanas. No es probable que a los biógrafos y a los historiadores les quede mucho más por desvelarnos de los Mann, y deberá ser cosa del lector guiarse en esta exasperada pugna burguesa, esta guerra sin fin entre la moral y la literatura.

2 comentarios:

  1. Muy bueno, Ramón. No he leído ningun libro del desventurado Klaus. Voy a buscarlos. Un abrazo.

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