martes, 17 de mayo de 2016

DISPARATES / 155

EN DEFENSA DEL POPULISMO, DE CARLOS FERNÁNDEZ LIRIA

En un lugar de las ciudades griegas que no es cualquiera, ya que es su mismo centro, no hay un templo para los dioses ni un trono para el rey, sino un espacio vacío. “Ningún miedo tengo de hombres de los cuales es carácter poner en el centro de sus ciudades un espacio vacío al que acuden todos los días para intentar engañarse unos a otros bajo juramento”, dijo al parecer el rey Ciro al respecto de los atenienses y de su democracia. Aquel poderoso dueño de un imperio no pudo entender qué novedad era esa idea de ciudadanía por la que habían aceptado regirse los habitantes de una pequeña ciudad griega. Y, sin embargo, alguna consideración debería haber tenido el rey de los persas hacia los atenienses y su forma de gobernarse, aunque sólo fuera porque a los suyos les derrotaron dos veces y porque esa democracia que él despreciaba, simbolizada por un espacio vacío, sigue habitando el imaginario colectivo de los hombres dos mil quinientos años después.

Dicho espacio vacío, el ágora, es la asamblea, el parlamento, pero también, lo que no dejará de tener consecuencias que llegan hasta hoy, el mercado. Los hombres, que no son iguales en su vida privada, lo son en este lugar público y de encuentro en el que se discute, se alcanzan consensos y finalmente se legisla. Este espacio que no entendió Ciro fue a menudo, aunque por otras razones, objeto de la crítica de Sócrates, quien no lo veía en absoluto vacío, sino desdichadamente lleno de minúsculos dioses personales, de acomplejados reyezuelos mundanos y de calladas servidumbres, lleno de “casta”, por decirlo de una vez y con el lenguaje moderno. Ya se supo entonces que la práctica cotidiana de la democracia era imperfecta, y que si valía la pena que persistiera en la mente y en los hábitos de las personas era en su condición de guía que, mientras se ejercitaba, debía a la vez perfeccionarse. Han pasado los siglos y los filósofos han pensado mucho (demasiado, dirán algunos), pero no se ha inventado nada mejor.

Algunas de las ideas anteriores, y otras, fueron recogidas en un libro admirable del que fueron autores Carlos Fernández Liria, Pedro Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, además del ilustrador Miguel Brieva: Educación para la ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de Derecho, que publicó Akal en 2007. Al mismo tema ha vuelto el primero de ellos con En defensa del populismo, ensayo que está separado del anterior por dos acontecimientos que han servido para poner aún más de actualidad todo lo allí dicho: el 15 M y la fundación de Podemos, y que ha publicado recientemente Libros de la Catarata.

Hablar de populismo, no como de un hecho acontecido en la Historia, sino como de una propuesta practicable en nuestros días, no es sencillo, lo que muy bien puede comprobar el espectador de un recomendable debate televisivo que tuvo lugar hace unos días (con la participación del autor que aquí comentamos, dicho sea de paso), y no lo es, en primer lugar, porque como se dijo allí el populismo no es un régimen, sino un “momento”, y porque éste, por ser precisamente “un momento”, adquiere donde se presenta formas diversas. Ocurre además, en segundo lugar, que si a ese populismo se le añade un apellido, ya sea “de izquierdas”, ya sea “democrático”, la cosa se complica. Vale decir que el debate está abierto y que su necesidad salta a la vista, y que a la elaboración de su teoría desde que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe se acercaron al tema allá por los años ochenta se han ido sumando no pocos virtuosi intelectuales, como ha dicho un crítico, los cuales se han expresado al respecto por medio de una obra académica que hoy ya es respetable y también mediante la prensa. El populismo puede abordarse desde diferentes perspectivas, y el filósofo Carlos Fernández Liria, que es profesor de la Universidad Complutense y lleva años reflexionando sobre la materia, lo ha hecho obviamente desde la filosofía.

No tan obviamente, habría que añadir. Pues resulta en efecto que la trayectoria del pensamiento de Fernández Liria le ha llevado a desviarse hacia la antropología y hacia el psicoanálisis, lo que explica que su libro apunte en múltiples direcciones y que en el mismo encontremos un capítulo titulado Razón y cristianismo y otro que ha nombrado Razón y sexo. ¿Qué tienen que ver el cristianismo y el sexo con el populismo? Y lo que es peor: ¿Qué tiene que ver la razón?

Fernández Liria nos informa de cómo ese espacio vacío que en la Grecia clásica era el espacio de la vida ciudadana recibió una ordenación sumamente precisa en el siglo en el que se ordenaron todas las cosas, es decir, en el de la Ilustración. O al menos eso se pretendió. Aplicar una normativa a lo político en un momento en el que alrededor ruedan cabezas no es tarea sencilla, en especial cuando las cabezas que ruedan son las propias. El momento de la Revolución Francesa fue fundacional para dos órdenes de ideas y costumbres que hoy conservan plena vigencia: el de la democracia moderna, en el que se asentaron los valores republicanos, y el del capitalismo. La consecución de aquélla no fue completa en parte a causa de éste, pero nos dejó no pocos principios normativos que hoy siguen siendo parte del consenso político, un consenso que nadie pone en duda teóricamente y que por ello atañe a “lo que debe ser”. Uno de esos principios es la separación de poderes que rige el Estado moderno. Entre otros artilugios ideados por los filósofos ilustrados, éste debía ser de los que garantizaran que el espacio vacío que vislumbró Ciro estuviera habitado, no por personas, sino por el producto de la discusión y el consenso de las mismas: las leyes. En efecto, según este principio el gobernante no puede legislar ni juzgar, ni el que legisla puede gobernar o juzgar, ni el que juzga está autorizado a gobernar o legislar. Se verifica así que la dirección de lo público no es monopolio de nadie, y que todo el sistema se sostiene mediante un delicado equilibrio en el que lo único que ocupa un lugar central, aunque revisable, es el Derecho. A éste, y además de la separación de poderes, corresponden el sufragio universal, la libertad civil, la democracia, la libertad de pensamiento, de prensa y de culto, la separación del Estado y la Iglesia, el derecho de los ciudadanos a ocupar puestos en la administración del Estado, la soberanía nacional, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, etc. La plasmación de estos principios en el desenvolvimiento natural de los Estados es lo que durante algo más de dos siglos ha recibido el nombre de “progreso”, o el de “civilización”.

Se pregunta con motivo nuestro autor cómo es posible que tales valiosos principios hayan sido despreciados tradicionalmente por una parte de la izquierda, precisamente la que aspiraba a transformar la sociedad, convirtiéndolos así en armas del enemigo. El Marx que en el Manifiesto Comunista se refirió al Estado como “el Estado burgués” aludía al Estado como instrumento de opresión, pero ello no constituye una teoría del Estado, que nunca escribió. Esa carencia ha atravesado toda la historia del pensamiento revolucionario, con lo que la izquierda que dejó al capitalismo los filósofos de la Ilustración, a Voltaire, a Diderot, a Montesquieu y a Robespierre, tuvo que apañárselas con los escritos de Stalin y Mao. Con resultados previsibles. Si el Estado ha podido percibirse sólo como Estado opresor ha sido en no pequeña medida a causa de ese abandono del mismo por la izquierda, que históricamente no supo ver en él un espacio por el que valía la pena contender y que en consecuencia puso sus energías en la creación de “algo mejor”: un hombre nuevo, una dictadura del proletariado, un edénico futuro situado más allá del horizonte. La actual y casi unánimemente reconocida derrota del socialismo, sugiere nuestro autor, estaba ya inscrita en ese error de lectura, en esa confusión entre lo que correspondía al proyecto ilustrado y el uso interesado que el capitalismo, tras doblegarlo, hizo de él.

Ciertamente el capitalismo que se ha apropiado del Estado para sus fines, adaptando a los mismos el lenguaje y las apariencias de la Ilustración, ha querido desde el principio vaciar al Estado, despojarlo de las leyes aprobadas por consenso y establecer su monopolio en el ágora. Éste, como se decía más arriba, era asamblea y mercado, y si pueden adscribirse a la primera todos los valores republicanos, el segundo, como proclaman abiertamente los seguidores del agorismo y del anarcocapitalismo, no aspira en nombre de su propia libertad sino a la abolición de aquélla. Ahora bien, la asamblea es propiamente la ley, es la democracia.

A diferencia de lo que sucedía con las grandes construcciones políticas del pasado, que pretendían ser de aplicación universal y que por ello devenían fácilmente en doctrinas, el populismo debe esperar su “momento”. Éste, que no es decidido por el populismo, se produce en situaciones de crisis política, cuando se rompe el consenso y la disparidad entre lo que “debe ser” y lo que “es” se convierte en evidencia que causa una amplia desafección ciudadana. El 15 M, cuyo quinto aniversario se conmemoró el pasado domingo, señaló la apertura de un proceso que podía adquirir la forma del populismo, que por la propia naturaleza del movimiento él mismo no podía realizar pero al que sí dio una dirección. La célebre ventana de oportunidad que se abrió entonces tenía que servir para que un nuevo actor asumiera su condición de sujeto político y accediera a las instituciones del Estado, no tanto con el propósito de transformarlas como con el de rescatarlas, es decir, con el de otorgarles el contenido que normativamente deberían tener. Si el populismo que ha surgido de ello es “de izquierdas” o “democrático” no es porque sea hijo legítimo de la Ilustración, sino porque, a diferencia de lo que ha sucedido en Francia, donde una crisis semejante ha dado lugar a un populismo de derechas, el 15 M acertó a señalar en España el corazón de la anomalía que atraviesa a la democracia, que no es otra que su convivencia en el mismo espacio con el mercado, con el capitalismo. Esta reacción popular contra “los de arriba”, contra los que mandan sin haberse presentado nunca a unas elecciones, indicó el camino a Podemos, cierto, pero también puso a esta formación política en la difícil e inédita posición de tener que ser “antisistema para salvar el sistema”, enfrentándose al verdadero poder, el del dinero, “el del salvajismo neoliberal y los teóricos del mínimo Estado”, como los llama Fernández Liria.

Pero enfrentarse al poder económico no es tarea que pueda recaer sobre un grupo de politólogos ni sobre un partido: para que la alternativa populista sea viable requiere de un pueblo, el cual como tal no es preexistente. De este proceso en el que las personas abandonan sus espacios privados para incorporarse al ágora y constituirse en ciudadanos surge en efecto aquello que llamamos pueblo, y es al convocar a éste cuando se requiere observar con atención aquellas facetas irracionales de la humanidad de las que se ocupan la antropología y el psicoanálisis, entre ellas la oscura religión y la aún más oscura psique. Sucede que quienes forman el pueblo llevan consigo un no pequeño equipaje, con el cual se puede viajar hacia la democracia o hacia el fascismo. La decisión entre una y otro depende del uso que se haga de la razón, lo que permite a Fernández Liria afirmar que sólo si se adoptan como norte los valores del republicanismo el proyecto populista será de izquierdas y democrático o no será.

De los abundantes libros escritos acerca del populismo, el de Fernández Liria es de los primeros (con seguridad no será el último) que está pensado desde los adentros del caso español. Lo que se propone aquí es un cambio que no puede prescindir del pueblo, y que como señala el autor recoge el viejo dilema platónico sobre el que se instituyó el Estado moderno: “O se convence a las leyes o se las obedece”, pues “la vara de medir si una ley es una ley es comprobar si funcionan las instituciones para su reforma (para convencerlas de que cambien)”. Así, habiéndose demostrado ya que no es posible pretender que las leyes sean sin más racionales, viene a ser tarea del sentido común que se aproximen a la verdad y la justicia.

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