martes, 7 de julio de 2015

LECTURA POSIBLE / 188

IMÁGENES DE LA CIUDAD, DE DARÍO VILLANUEVA

El pasado mes de mayo se presentó en la Filmoteca Española el libro Imágenes de la ciudad. Poesía y cine, de Whitman a Lorca, del que es autor Darío Villanueva y que ha publicado la editorial Cátedra. Villanueva, que desde hace tiempo viene investigando las relaciones entre la gran ciudad y la literatura, ha centrado aquí su estudio en la fecunda red de influencias mutuas entre cine y poesía, como signo de una modernidad que alcanzó su punto culminante en el tiempo de las vanguardias y que, en estas páginas, se nos aparece enmarcado entre la obra de Walt Whitman y Poeta en Nueva York, el libro que Federico García Lorca redactó durante su estancia en Norteamérica y que se publicó póstumamente.

Fraguado con motivo de una conferencia pronunciada en 2007 en la City University of New York, el texto examina comparativamente los desarrollos paralelos del cine y la poesía en las primeras décadas del siglo pasado, “un momento único”, según el autor, “en que el cine parecía no necesitar estéticamente de las palabras, y la poesía era capaz de construir imágenes equiparables a las fílmicas”. Aunque dichos fenómenos tuvieron un carácter internacional, la mayor parte de esta reflexión multidisciplinar sobre la condición urbana de la cultura contemporánea se ocupa especialmente del caso español, en el que desempeñaron un papel protagonista Buñuel, Dalí y Lorca, habiendo correspondido a éste último el mérito de mostrar en su obra americana los rasgos principales de esa simbiosis fílmico-poética sobre el fondo de la ciudad de Nueva York, cerrando así un ciclo de ida y vuelta que unas décadas antes había inaugurado Walt Whitman. El libro puede leerse no menos provechosamente como una útil introducción a Poeta en Nueva York, obra singular en la producción lorquiana que el autor señala como inscrita en la corriente expresionista que en aquellos años se manifestó en el cine y en la literatura y que tuvo la virtud de fusionar a éstas en un intento de desentrañar las claves de la vida en las grandes urbes.

Libro de ideas y de realizaciones estéticas, Imágenes de la ciudad es también, como se ha sugerido más arriba, libro de viaje, cuyo trayecto se inicia con la segunda mitad del siglo XIX, cuando Whitman redacta los poemas de Hojas de hierba. Caracterizado como el gran poeta romántico de la lengua inglesa al otro lado del Atlántico, Whitman es heredero directo de las confluencias entre el Romanticismo y los principios políticos de la Revolución Francesa, que inspiraron la independencia de las colonias británicas en Norteamérica. Poeta de una joven nación que por entonces aspiraba a romper los moldes de la aristocrática Europa, Whitman tuvo la intuición de convertirse en el cantor de la democracia y del hombre nuevo, el cual, siguiendo el rumbo marcado por la modernidad, iba a ser sobre todo urbano, constructor de grandes metrópolis en las que conviviría con las máquinas y los rascacielos. El poeta americano es así el portavoz de los nuevos ideales sobre los que se fundó su país, y cuya exaltada celebración contrasta con el sentimiento no tan optimista que la modernidad despierta a este lado del océano en autores como Baudelaire y Rimbaud. Si para el americano la modernidad, encarnada en la democracia de las grandes ciudades, representa un instrumento catalizador de integración social, con vistas a la consecución de un “common ground” que al poeta le permite identificarse plenamente con la masa, con la “common people” cuya épica celebra en sus poemas, para no pocos autores europeos contemporáneos la gran ciudad es por el contrario “la sombra amenazante de la alienación del poeta y de los más desvalidos, producto colosal de la barbarie moderna”. Este escenario deshumanizado no es sólo el París de Baudelaire y Rimbaud, sino también el Londres de T.S. Eliot, “ciudad irreal” por cuyos puentes el poeta ve pasar a hombres suspirantes, con la mirada baja, de los que dice: “Jamás pensé que la muerte hubiera deshecho a tantos”.

Desde sus inicios el capitalismo industrial fue interpretado, pues, de dos maneras opuestas en el ámbito de la poesía: como fascinación y como amenaza. Y si en algunos poetas, como el propio Whitman, la reacción fue categórica, no ocurrió así en otros, en los que ambos sentimientos acertaron a convivir y a ser expresados simultáneamente, lo que por fuerza tenía que dar lugar a nuevas formas poéticas a menudo complejas, experimentales, las cuales arraigaron en el lenguaje fílmico y en el de la literatura, de cuyos logros no tardarían ambos en nutrirse mutuamente.

Señala Villanueva que en la poesía en lengua española predominó siempre, ante el auge de la gran urbe, un sentimiento apocalíptico acerca del cual el primero en escribir fue José Martí, como producto de su experiencia en Nueva York. A él seguirían Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez y Dámaso Alonso, quien al acercarse Madrid tímidamente a las proporciones de las grandes capitales europeas y americanas escribió: “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres / (según las últimas encuestas). / A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este / nicho en el que hace 45 años que me pudro, / y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, / o fluir blandamente la luz de la luna”. A esta misma vivencia del desamparo del hombre en la metrópoli pertenece Poeta en Nueva York, obra que, como señala Villanueva, es de las que más cumplidamente logra formular la descripción poética de una gran ciudad con los recursos suministrados por el cine.

Otro tramo del viaje que recorre este libro es naturalmente el que lleva al autor a considerar el modo en que el cine abordó su retrato de la ciudad moderna. Experiencia pionera en este ámbito fue la realizada en 1921 por Paul Strand y Charles Sheeler, Manhatta, film que toma su título del nombre indio de la isla de Nueva York y que está inspirado en versos de Whitman, los cuales aparecen en la película para separar sus distintas secciones. Paul Strand, de quien por cierto puede verse hasta el 23 de agosto una interesante exposición en la Fundación Mapfre de Madrid, fue uno de los fotógrafos más influyentes del siglo pasado, y para la filmación de Manhatta contó con la colaboración del pintor y también fotógrafo Charles Sheeler, miembro como él del círculo modernista que Alfred Stieglitz dirigía en Nueva York desde su galería de arte de la Quinta Avenida. Pese a que el film está adscrito al pensamiento poético de Whitman, el mismo fue rodado con técnicas no muy alejadas de las que años más tarde, en Alemania, iba a emplear la llamada “Nueva Objetividad”, movimiento que trató de superar los excesos del expresionismo y al que iban a deberse producciones como Berlín, Sinfonía de una gran ciudad, que dirigió Walter Ruttmann en 1927. A la misma intención, consistente en filmar un día completo en la vida de una gran urbe desde el amanecer hasta la noche, pertenecen películas como Rien que les heures, rodada en París un año antes por Alberto Cavalcanti; Regen, de Joris Ivens; y El hombre con la cámara, de Dziga Vertov. Estas películas, concebidas como “city poems”, tuvieron gran trascendencia en la formación de las vanguardias literarias de la época, lo que, junto a los films de los cómicos americanos Charles Chaplin y Buster Keaton, dejaría profunda huella en la poesía española.

Otra de esas películas formalmente innovadoras, aunque producida a diferencia de las anteriores con toda clase de medios técnicos, fue Metropolis, la obra de Fritz Lang que, con guión de su esposa, Thea von Harbou, se estrenó también en 1927. Convertida en el acto en un gran éxito y en un motivo de controversia entre los cinéfilos, las imágenes de la película, con sus detalladas maquetas y su arquitectura futurista, desataron la imaginación de los artistas de vanguardia, y de manera señalada, como nos recuerda Villanueva, la de los poetas y novelistas españoles, a lo que no fueron ajenos ni Buñuel ni Lorca. Metropolis acertó a reunir toda la fascinación y todo el sentimiento apocalíptico propios de la gran ciudad, si bien expuestos aquí en un contexto narrativo a años luz del lenguaje de los “city poems”, algunos de los cuales, sin el recurso de un relato ficcional, habían acertado a mostrar el aspecto sórdido del capitalismo, en un impulso de denuncia y crítica social del que mayormente carecía la superproducción de la UFA.

De las películas mencionadas, las que no llegaron a España por vía comercial, lo hicieron a través del Cine Club Español que Buñuel fundó y dirigió en sus años de la Residencia de Estudiantes. El aragonés, poeta en sus orígenes, se convirtió en París en asistente de Jean Epstein, quien era por entonces uno de los más importantes cineastas franceses y además un teórico del lenguaje cinematográfico cuyas ideas alcanzaron gran divulgación a través de su libro La Poésie d’aujourd’hui, un nouvel état d’intelligence, que publicó en 1921.

También Lorca admiraba la obra del director francés, una admiración que llevó consigo a Nueva York tras el deterioro de su amistad con Dalí y sobre todo con Buñuel. Independientemente de los motivos personales de esa separación, sobre los que tanto se ha escrito, es obvio que había razones para un desencuentro estético, del que ha quedado suficiente constancia en la correspondencia entre ellos. Lorca acababa de publicar su Romancero gitano cuando Buñuel y Dalí se embarcaron en la aventura del rodaje de Un chien andalou. Si tras el éxito del film sus autores van a ser acogidos con entusiasmo por la selecta camarilla surrealista de París, el romancero de Lorca lo sitúa virtualmente en las antípodas, es decir, en el terreno de una poesía tradicional y popular, “putrefacta”, según la expresión empleada por Buñuel. Es el momento que el granadino elige para marcharse a América con la excusa de aprender inglés, cosa que debía hacer en la Columbia University.

Las primeras cartas que envía a su familia desde Nueva York son exultantes y muestran la perplejidad del provinciano ante la ciudad de los rascacielos. En dichas cartas se informa de una excursión a Harlem y de otra a Coney Island, pero con el paso de los meses el contenido de las mismas se vuelve desesperanzado. En ese período inicia la redacción de su Poeta en Nueva York y también la de un guión que llevaba por título Viaje a la luna. Se da la paradoja de que Lorca, que por su temprano asesinato iba a ser de los pocos intelectuales de su generación que no tuvo que vivir el exilio, fue de hecho un exiliado, el primero de todos ellos, durante los meses que pasó en Nueva York. Sus poemas de entonces no son sólo producto del deseo de incorporar a su poética las imágenes de la modernidad y del cine, sino también, acaso, un serio intento de ponerse a la altura de lo que sus amigos surrealistas esperaban de él. Sin embargo, las imágenes de Poeta en Nueva York, que debería haberse publicado con dibujos del propio Lorca y con fotografías de la ciudad, no son surrealistas, pues carecen del carácter deliberadamente irracional y onírico que postulaban los miembros del movimiento. A cambio, Villanueva detecta en sus páginas los signos inconfundibles del expresionismo, los cuales se basan en la asociación de conceptos dispares, destinados a contrastar y a fortalecerse entre sí.

Además, si Poeta en Nueva York es notable por lo que hay en sus páginas, no lo es menos por lo que falta. El joven de buena familia que él era podía entrar fácilmente en contacto con la cultura popular en su Granada natal, pero no así en Nueva York, donde las diversas culturas populares entonces coexistentes poseían códigos que para Lorca eran de difícil o imposible acceso. De ahí que su libro redactado entonces sea el más intelectual de los suyos, privado como estaba del habla, la melodía y el ritmo de las gentes del pueblo. Sabemos, sin embargo, que Lorca buscó esa cultura popular entre los negros de Harlem, si bien su limitada familiaridad con la misma impidió que trascendiera poéticamente, sumándose a las poderosas imágenes, estas sí, con las que describió, en Nueva York, el dolor de la modernidad.

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