martes, 14 de octubre de 2014

LECTURA POSIBLE / 163

LOS VIAJES DE ÉRIC FAYE

En mayo de 2008 los periódicos japoneses informaron de un episodio acontecido en una vivienda de las afueras de Nagasaki, propiedad de un hombre soltero, cercano a los sesenta años de edad y de profesión meteorólogo. Este hombre había tenido la sensación de que alguien ocupaba la casa en su ausencia. Tras comprobar que algún objeto había cambiado de lugar y que se esfumaban los yogures de la nevera, el hombre adoptó la costumbre de cerrar con llave la puerta de la vivienda antes de ir al trabajo, cosa que no había hecho antes. Al persistir, e incluso acentuarse, la convicción de que una persona desconocida (pues el meteorólogo no creía en fantasmas) seguía cambiando las cosas de lugar y vaciando su nevera, adquirió e instaló en la cocina una webcam a la que accedería desde el ordenador de su trabajo. Desde allí, en efecto, en los ratos libres que le dejaban las altas y bajas presiones, pudo observar su cocina como si fuera el escenario de un reality show. Allí estaban sus inmóviles objetos familiares, vistos ahora de otra forma, de pronto víctimas inconscientes de un arduo fisgoneo, como sucede en los morbosos programas de telerrealidad. El hombre ya empezaba a sentirse ridículo y a dudar de su salud mental cuando un día, en la pantalla de su ordenador, vio que en la cocina aparecía una sombra. Alguien abría la nevera, escogía un yogur y se sentaba a comérselo mirando hacia la ventana. Era una mujer.

La historia es de las que sólo pueden ocurrir en la realidad, pues a la ficción se le exigen una lógica y una verosimilitud que aquélla, casi siempre, ignora. La mujer llevaba un año viviendo en un armario de la casa del meteorólogo, durmiendo acuclillada y saliendo de su habitáculo sólo cuando el propietario estaba ausente. Era una desempleada que un día había recibido una orden de desahucio; con sus cincuenta y ocho años, le resultaba imposible encontrar trabajo. La suya no era sólo una historia de miseria, sino también de soledad, soledad de esa gente mayor a la que se refería no hace mucho la directora del Fondo Monetario Internacional, quien afirmó que los viejos de hoy viven demasiado. Paradójicamente los hombres y mujeres de los países desarrollados son ahora viejos inservibles y desechables a una edad cada vez más temprana, al mismo tiempo que, sobre todo en Japón, el límite de la existencia por el otro extremo se amplía hasta alcanzar edades bíblicas. En ese país el número de centenarios se acerca, en efecto, a los cuarenta mil, habiendo sido poco más de cien hace medio siglo. La vejez dura ya toda una vida.

Dos años después de que los periódicos aireasen la noticia, el autor francés (nacido en Limoges en 1963) Éric Faye narró la historia del meteorólogo y la mujer del armario, y le puso por título Nagasaki. La novela recibió el premio de ese año de la Academia Francesa y es por el momento el único de sus libros traducido al castellano. Titulada La intrusa, fue publicada por la editorial Salamandra el año pasado. Faye, autor prolífico de novelas, relatos y ensayos, además de fotógrafo, ha escrito entretanto algunos nuevos libros, entre ellos Somnambule dans Istanbul (Editions Stock, 2013) y Malgré Fukushima (Corti, 2014).

La historia de La intrusa está narrada por uno de sus protagonistas, el meteorólogo, en cuya crónica se insertan algunos artículos tomados de la prensa y una carta que le envía la mujer del armario, con la que se cierra el relato. ¿Podría ser acaso esa extraña mujer que él observa a través de la pantalla del ordenador, que vive en su casa, que usa su tetera, que se come sus yogures y se bebe sus zumos, la compañera que él no ha sabido guardar y con la que compartiría sus últimos y tal vez muchos años? ¿Y él, lo sería para ella? “La crisis deja a la gente un poco más sola”, escribe el narrador. “¿Qué significa ya ese ‘nosotros’ que surge en las conversaciones cada dos por tres? El ‘nosotros’ se muere”. Y añade: “En lugar de agruparse alrededor de un fuego, los yoes se aíslan, se espían. Cada cual cree que saldrá mejor librado que el vecino, y puede que eso también sea el final del ser humano”. Y la mujer del armario escribe en su carta: “¿Qué me faltaba? Por la noche, cuando me iba a dormir, siempre me venía a la cabeza la misma idea: todo esto es una broma. Una gran farsa. Tarde o temprano me darán explicaciones, me pedirán disculpas y sabré. Todos sabremos. Está previsto, pero ignoramos cuándo”.

Del mismo modo que la mujer del armario de La intrusa es invisible para el meteorólogo y también, hasta que aparece al final del relato, para el lector, igualmente invisibles son muchos de los episodios que este viajero que es Faye ha registrado en sus libros, desde Albania hasta el Océano Ártico y desde Estambul a Japón. Otros dos títulos, por su parte, nos muestran un trecho del camino literario, que es a la vez político, seguido por Faye: Dans les laboratoires du pire (1993) es un ensayo sobre las contrautopías del siglo XX, desde Orwell y Huxley hasta Ray Bradbury; mientras que en Le Sanatorium des malades du temps (1996) confronta a diversos personajes de Thomas Mann, Dino Buzzati y Julien Gracq en lo que viene a ser una pesquisa de los males morales de nuestro tiempo. Una relación especial es la que nuestro autor mantuvo en sus inicios con el escritor albanés Ismail Kadaré, protagonista de dos de sus libros, un ensayo y una colección de entrevistas, y del que ha vuelto a ocuparse recientemente en Nous aurons toujours Paris (2009).

La variada actividad literaria de Faye incluye además narraciones de carácter fantástico y de anticipación, las cuales participan de una personal e irónica visión de lo absurdo cotidiano, una mirada que tiene su origen en Kafka, acerca del cual dirigió un número monográfico de la revista Autrement, y de lo que acaso su más cumplida muestra sea la novela Un clown s'est échappé du cirque (2005). En esta jocosa crítica del mundo del trabajo y del neoliberalismo se lee: “¿Habrá descubierto finalmente nuestro hombre el secreto de la enorme máquina de lucro que lo ha convertido en un mamífero rentable, eficiente y dócil? Aun así, este mamífero no tiene más que un sueño: escapar del circo”. Sucede que, más allá de sus frecuentes aproximaciones a Oriente, la Mitteleuropa de Kafka, Rilke, Márai, Kundera y el propio Kadaré es la madre nutricia de la obra de nuestro autor, la tarjeta de identidad genética que le permite abordar lo que se oculta bajo la asepsia de la apariencia y a la cual se incorporan imágenes, paisajes humanos entrevistos aquí y allá, reveladores de significados a menudo sorprendentes que nos ilustran acerca de nosotros mismos.

A ello está dedicada la mayor parte de su ya extensa colección de libros de viajes. Son libros atípicos en los que no se encontrará nada parecido a una guía turística, a pesar de lo cual (o por eso) contienen mucho de lo propio de un lugar y de su gente, visto transversalmente por este viajero cuyo propósito es “capturar un poco de lo efímero y tratar de retenerlo”. El rasgo principal de estos libros, la mirada, está presente también en el resto de su obra. Es una mirada fotográfica, lo que no debe resultar extraño en quien ha ilustrado algunos de sus libros con fotografías propias, una sucesión de instantáneas cuyo valor no reside en aquello que se reproduce, sino en su calidad de objeto interiorizado, emotivo.

Buen ejemplo de ello es Somnambule dans Istanbul. Faye escribe: “Siendo niño, a veces era sonámbulo y me levantaba en plena noche para dar unos pasos en estado de trance. El sonámbulo tiene miedo de sí mismo, al menos así lo recuerdo. Él está solo, vive unos momentos entre los hombres sin saberlo. Así puede ser el infierno, o una de sus filiales: despertarse con el turbio recuerdo de actos que no se quería realizar. Uno reanuda el contacto consigo mismo en un taxi, y en el contador hay algunos kilómetros de los que no se puede responder. Quizá sea ésta simplemente la definición de la vida: un largo trayecto por Estambul que, al día siguiente, no deja el menor rastro”.

Durante su trayecto el sonámbulo existe entre otros sin saberlo, y a la vez sin que los otros lo sepan, como le sucedía al personaje de La intrusa. Para escapar de su sonambulismo, el autor se interroga acerca de lo que define una identidad. “¿Los lugares?, ¿una lengua?, ¿o puede que más bien una época?” El Estambul imaginario que cartografía el viajero es aquí producto de los antagonismos entre Oriente y Occidente, pero también de la contemplación de espacios desolados que parecen haberse desprendido tanto de la Historia como de un presente “que se retira, de manera gradual, a los márgenes del mundo”.

Semejante a la anterior es la mirada que protagoniza Malgré Fukushima, Journal japonais. “De Wakkanai, el norte nevado”, escribe Faye, “hasta el extremo austral de Iriomote, no lejos de Taiwan, durante cuatro meses he intentado comprender esta coma gigantesca entre Eurasia y el Pacífico”. Al igual que en Estambul, gran parte de la experiencia de la que se alimenta el viajero es sensorial y principalmente se manifiesta a través del olfato. “Podríamos someter a los visitantes a una prueba a ciegas, los ojos y los oídos vendados. Apuesto a que adivinarían que se encuentran en Japón. Esto no quiere decir que un olor particular sea la firma del país, pues se trata de una confluencia de exhalaciones, ninguna de las cuales es desagradable”. A ello se añade el placer de descubrir la infinita gama de verdes del paisaje japonés, ya que “sin duda todos conocemos verdes en Europa, pero no al mismo tiempo”.

También estos libros de viajes son crónica de nuestra época, una época habitada, a despecho de la andrajosa telerrealidad, por una humanidad afirmativa, curiosa, enérgica y creativa. Este esplendor del mundo, que en el pasado ha sido celebrado por tantos autores, y que resulta ser hoy un tema en apariencia ajeno a nuestra modernidad, es uno de los componentes mayores de la obra de este autor, romántico tardío y artesano literario cuyos libros, como los lugares e historias que describe, esconden secretos para deleite de los que vengan después.

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