miércoles, 1 de octubre de 2014

DISPARATES / 117

CATALUÑA: EL RUIDO Y LAS NUECES

No se me ocurre nada sobre Cataluña. Sencillamente: no tengo opinión. Todas las informaciones al respecto a las que puede accederse desde aquí, la áspera meseta a la que cantaba Elisa Serna, no pasan de lo monótono y de lo previsible. Es, como se suele decir, un sota, caballo y rey, sobre todo rey, lo que nos llega obstinadamente desde los dos partidos dominantes y los medios de comunicación, todos ellos (partidos y medios) propiedad de los bancos y transnacionales que ya conocemos. A ellos, por lo visto, no les gusta lo que sucede en Cataluña. Por otra parte, el vocerío, la amenaza con el Dios vengador del Antiguo Testamento y las plagas de Egipto que resuenan por aquí contrastan abiertamente con la tranquila indiferencia con que los actuales acontecimientos son contemplados por la mayoría de los catalanes, los cuales tienen otros problemas y cuya opinión, según me cuentan, oscila entre el “¿por qué no?” y el “a lo mejor”.

Es difícil, para los que sólo somos ciudadanos, formarse una opinión en un país en el que todo lo relativo a la política se esconde bajo un ruido tan estruendoso como turbio. Esa poca claridad, esa opacidad que son propias de una política que tiene algo más que déficits democráticos, ya es tradicional y no sorprende a nadie. Hace unos meses, por ejemplo, han cambiado a nuestro Jefe del Estado, no sabemos por qué, y seguramente nunca lo sabremos, cosa inconcebible en la mayoría de los países civilizados, y que aquí sólo fue tema de conversación durante un par de días. Igualmente, es muy posible que nuestro próximo gobierno sea una coalición de los dos partidos mayoritarios y hasta ahora irreconciliables, y tampoco sabremos por qué. Y sin embargo la gente opina, o cree que lo hace, fundando sus raquíticos argumentos en lo que ofrecen los tebeos que venden en los quioscos y a los que llaman “periódicos”, o en los humorísticos monólogos que tienen a bien soltar los comunicadores estrella de la televisión en horario de prime time.

Estas cosas me recuerdan al personaje de un relato que escribió Henry James hace más de cien años. Una señora de Estados Unidos, país donde nació esta epidemia de la libre opinión, afirmaba sin recato que había muchos temas, una infinidad de ellos, sobre los que no tenía el menor criterio, a pesar de lo cual dormía bien. Era una excéntrica esta señora, un anacronismo, una mujer que no comulgaba con la masa, y que antes de opinar sobre algo se molestaba en informarse, lo que, como muchos ya sabían entonces, no podía hacerse por medio de los periódicos. Para quienes la rodeaban, esta pobre señora no estaba al día, la conversación con ella resultaba difícil y fastidiosa, y siempre era de temer que le castigara a uno con su ironía o su sarcasmo. La epidemia de la que no se contagió el personaje de James presenta hoy rasgos catastróficos, y a los espacios físicos –sobre todo los bares– en los que antes se mostraban los infectados ha venido a añadirse ese nuevo espacio virtual que pomposamente recibe el nombre de “redes sociales”, donde todos –yo mismo– opinamos alegremente sobre la liga de piragüismo de Nueva Zelanda, sobre las probabilidades de que haya vida inteligente en la galaxia de Andrómeda, el porvenir de la física cuántica y las motivaciones e intenciones de nuestro Tribunal Constitucional. Uno, aun sirviéndose modestamente de ellos, no puede evitar pensar que estos tebeos, estos programas de máxima audiencia y estas redes son como los juguetes que los mayores dan a los niños para que les dejen en paz.

“Los estadounidenses son los seres mejor entretenidos del planeta”, escribió Neil Postman, “y también los peor informados”. Hoy, los que somos estadounidenses de segunda –sin derecho a voto– recibimos la diaria dosis de entretenimiento en nuestros propios países, sin necesidad de viajar al extranjero, y cuando por las mañanas nos miramos en el espejo mágico la bruja nos dice que somos los más guapos del lugar, los más demócratas y los mejor informados. Y nos gusta.

A falta de una opinión propia, por carecer de conocimientos acerca de lo que realmente sucede en los entresijos del poder, sobre todo económico, me atreveré a recordar aquí algunos hechos que quizá sirvan a alguien, junto a una información que merezca tal nombre, para formarse una opinión con respecto a Cataluña.

En primer lugar, hace tiempo que España se está separando de Cataluña, y no a la inversa. La cooficialidad del catalán –y de otras lenguas– que fue consagrada por la Constitución nunca ha tenido la menor repercusión práctica fuera de las provincias catalanas. Dicha cooficialidad aparece registrada entre nosotros con las mismas palabras que en las Cartas Magnas de Suiza y Canadá, por poner dos ejemplos, pero su aplicación difiere por completo. El catalán no se les aparece a los españoles como una lengua oficial del Estado –lo que es–, sino como “una cosa de ellos”, una jerga antiespañola y además imperialista. El absurdo de la política lingüística española se manifestó ya hace décadas cuando se envió a Bruselas una copia de nuestra Constitución, la cual, según las leyes vigentes, debía ir acompañada de ejemplares traducidos a todas las lenguas oficiales del Estado. Así, junto a la Constitución en catalán se envió una en valenciano y otra en mallorquín, todas iguales, lo que dejó perplejos a los funcionarios europeos. No han creído nuestros sucesivos gobiernos en el carácter plurilingüe del Estado, dejando estas lenguas en manos de unas minorías que han hecho un uso provechoso –para ellas– de las mismas. No se ha querido presentar el catalán, o el euskera, como una riqueza común de todos los ciudadanos. Esta politización del habla y la escritura, en particular en el ámbito educativo, ha constituido la piedra angular sobre la que los movimientos secesionistas, no sólo el catalán, han levantado una alternativa que resulta atractiva para muchos. A ello se suma la también aberrante política económica que los gobiernos centrales han aplicado a las comunidades autónomas. A la valenciana, que en tiempos fue mayormente de izquierdas, la conquistó el gobierno de Aznar por medio de un aumento continuado del presupuesto, lo que equivale a decir que se la compró con dinero, un dinero fácil que circuló masivamente, con los resultados que hoy son de todos conocidos. Del mismo modo, en los presupuestos generales para el 2015 a Cataluña se la castiga ahora con sólo un 9,5%, la mitad de la parte que corresponde a esta comunidad por su aportación al PIB. Hoy mismo la prensa española hace una lectura totalmente surrealista de este dato estadístico, presentándolo exactamente como lo contrario de lo que es. Ese 9,5 es el porcentaje más bajo de inversión estatal en Cataluña en los últimos diecisiete años.

Habría que hacer, en segundo lugar, una reflexión acerca de la manera en que el derecho a la autodeterminación es considerado desde el gobierno y los partidos mayoritarios. El procedimiento legal según el cual el parlamento de una región aprueba hacer una consulta que después debe ser refrendada por el propio parlamento ha sido válido en las últimas décadas para el gobierno español, que yo recuerde, en los casos de Lituania, Letonia, Estonia, Ucrania, Bielorrusia, Moldavia, Georgia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Macedonia, Kosovo, Eslovenia, Eslovaquia y diversos países asiáticos de la antigua URSS, entre ellos Uzbekistán y Kazajistán. Ninguna de estas naciones tuvo antes de ahora Estado propio, sus procesos de segregación obtuvieron el respaldo de nuestro gobierno y en todos ellos existen hoy representantes diplomáticos españoles. Si estos procesos de autodeterminación han sido dados por buenos, ¿por qué ahora el de Cataluña no lo es? ¿Sólo porque se trata de una región española? ¿Puede considerarse ésta una forma justa de aplicar las leyes?

En tercer lugar, España, como víctima de su propia historia y del consenso internacional que fue necesario para que el régimen anterior se perpetuase, sigue siendo hoy un país sin soberanía nacional y carente por completo de un proyecto de Estado que se pueda llamar propio. El margen de maniobra de nuestros gobernantes es mínimo y en muchas materias inexistente –hasta Pablo Iglesias ha reconocido ante un entrevistador que el objetivo de Podemos es construir un país “un poquito” mejor–, despojado como está de política monetaria y con un Banco de España que sólo trabaja para los especuladores, sin política exterior, ocupado por bases estadounidenses que dictan las necesidades de la defensa según sus intereses, sin política de inmigración, etc. No es para sorprenderse que la cosa pública en España se reduzca a la enumeración de los casos de corrupción y al “y tú más”: es que realmente ahí acaba todo. Así, ¿puede parecer anómalo que una región decida independizarse? Otra cuestión muy diferente es que los catalanes pudieran, llegado el caso, determinar y poner en práctica un proyecto nacional propio. La cuestión, más bien, es si ellos creen que tal cosa es posible. Si lo creen –y yo no dispongo de información suficiente para negar nada– deben al menos hacer uso del derecho a intentarlo.

A lo anterior cabría añadir un par de reflexiones mínimas. Nos han enseñado que todos los nacionalismos son por definición malos, contrarios a las libertades y a los derechos de los individuos y al progreso de los pueblos. Una mayoría de la así llamada izquierda española, y no digamos de la derecha, coincide en expresarse en estos términos, con independencia de que no se haya oído a ninguno quejarse cuando el gobierno español reconoció los procesos de autodeterminación de las naciones enumeradas más arriba. Sólo se quejan ahora. Resulta que para unos y otros es muy cómoda la actitud de declararse antinacionalista mientras guardan con celo su carnet de identidad, un carnet que les confiere derechos y libertades que otros no tienen, y lo que es más: que les negamos a muchos, por ejemplo a los africanos que tratan de pasar la frontera y se dejan la vida en las vallas de Ceuta y Melilla, o en las playas de Andalucía y Canarias. Muy poco nos acordamos de ellos cuando rechazamos que otros tengan derecho a un Estado, mientras nos beneficiamos de los privilegios que nos da el nuestro. Entre las hipocresías de nuestro tiempo, que merecerían la pluma de un Maupassant o un Zola, no es ésta la menor.

Cuando Cristina Fernández, presidenta de Argentina, comprobó que su Banco Central transmitía información confidencial a los especuladores financieros, destituyó al director, quien debía trabajar en beneficio de la nación y en realidad estaba realizando funciones de sabotaje contra el Estado. La destitución fue ampliamente divulgada por nuestros medios, acompañada de numerosos aspavientos y de las habituales calumnias. Sin embargo, aquél fue un envidiable acto de reivindicación nacional, necesario en estos tiempos en que un poder económico global extiende sus eficaces ramificaciones hasta el centro mismo de las instituciones. ¿Cómo frenar a ese poder global, si no es mediante gobiernos nacionales democráticos e independientes, es decir, soberanos? Si algo enseña el actual mapa del mundo, y las relaciones políticas y económicas que predominan en él, es que hay que revisar de arriba abajo el concepto de lo nacional, así como los valores que se le atribuyen. A esto, ni más ni menos, es a lo que ahora llaman “populismo”.

Con toda probabilidad Cataluña no va a ser independiente, aunque sigo sin escuchar un razonamiento plausible que lo impida. Lo que se oye, más bien, no pasa del barullo visceral y del ladrido. ¿A qué viene, pues, tanto jaleo? La dimensión de nuestra vieja España ha mermado mucho desde los tiempos de Felipe II, pero no hay que irse tan lejos. Cuando me enseñaron las provincias españolas, éstas incluían el Sahara, Ifni, Fernando Poo y Rio Muni. De esto da fe mi colección de sellos, que debe andar por alguna parte. Ahora son raros de encontrar, pero no creo que tengan ningún valor. Y duermo bien.

No hay comentarios:

Publicar un comentario