martes, 30 de septiembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 162

STEFAN ZWEIG O EL SUEÑO DE LA CULTURA EUROPEA

A la memoria de Jaume Vallcorba

“Algunas personas, poco a poco, vislumbraron que había aparecido algo completamente distinto, algo que nos afectaba a todos, una obra europea, una obra que no tenía que ver con los italianos o los franceses ni con una determinada literatura, sino con nuestra nación común, con nuestro destino europeo”. Estas palabras las escribió en 1926 Stefan Zweig a propósito de la novela Jean Christophe, obra monumental en diez volúmenes que se publicó entre 1904 y 1912. Las fechas referidas son importantes, ya que el significado que esta novela francesa con protagonista alemán pudo tener en el momento de su publicación ya era otro cuando Zweig escribió su ensayo sobre el autor de la misma, Romain Rolland, después de la Gran Guerra y en un período caracterizado por el militarismo de un lado y de otro y por el auge del nazismo.

En este ensayo el autor vienés describió, casi a la manera de una conversión bíblica, el momento en que a Rolland se le reveló la naturaleza de su misión intelectual y moral como miembro de una generación de europeos atenazados entre dos guerras. Cuenta Zweig cómo en Francia se extendía el sentimiento de revancha por la derrota sufrida en 1871, un sentimiento que no era compartido por el estudiante de la École Normale que era entonces Rolland, quien a diferencia de muchos de sus compatriotas soñaba con una Europa unida por el cultivo del arte y del espíritu. En esos años aparece un libro de Tolstói, “el hombre más auténtico y noble de su tiempo”, en el que condenaba a Beethoven, y de paso a Shakespeare, como malos educadores del pueblo, inductores de la sensualidad y del individualismo. Dolido por estos juicios, los cuales entraban en contradicción directa con sus ideas acerca del papel unificador de la cultura, el joven y desconocido Rolland escribió a Tolstói una carta polémica, apasionada, en la que por primera vez manifestó sus opiniones acerca de la función del arte y de los intelectuales. Sorprendentemente, tras unas semanas de espera, la carta obtuvo respuesta, casi cuarenta páginas escritas en francés y encabezadas con las palabras: “Querido hermano”.

El episodio aquí descrito nos ilustra acerca de dos aspectos esenciales de la vida y la obra de Zweig. Pues si ciertamente desde la lectura de esa carta Rolland comprendió la necesidad de una alianza de la cultura europea contra la barbarie, y el papel que él mismo debía desempeñar en la misma, Zweig no tardó en sentirse llamado a ser el continuador de lo emprendido por aquél, autodesignado como guía intelectual de un europeísmo al que iba a tocarle enfrentarse a unos tiempos difíciles de los que el propio Zweig no saldría indemne, ni siquiera vivo. Por otra parte, lo escrito por el vienés acerca de la relación epistolar entre Rolland y Tolstói es significativo de un rasgo notable de su carácter: su mitomanía, su gusto por lo que llamaba “los momentos estelares de la humanidad”, una afición que le llevó a coleccionar gran cantidad de manuscritos de músicos y escritores, del pasado y del presente, y en los que buscó denodadamente la magia, el milagro de la inspiración que había hecho posible que sobre un papel en blanco hubiera surgido una sonata de Mozart o un poema de Goethe. Gran parte de lo escrito por Zweig iba a referirse a esos “momentos estelares”, casi siempre con una fruición teñida de romanticismo, a menudo olvidándose de la precisión histórica, pues su fin no era el rigor, sino más bien el estímulo del espíritu, la contribución al despertar de las conciencias, todo ello de un modo ameno que pudiera atraer a los públicos más amplios, descubridores así del valor y del modo en que opera la creación artística. De ahí proceden muchas de sus biografías noveladas, las cuales le dieron más celebridad que sus relatos y novelas y acabaron por convertirse en un género literario que le era propio.

Entre los textos que, con mayor o menor extensión, dedicó Zweig a estos personajes de la cultura europea, hubo algunos acerca de héroes de su educación sentimental de los que sólo se atrevió a escribir algo después de su muerte: son los casos de Gustav Mahler y Joseph Roth, habitantes como él de aquella geografía vienesa que no tardaría en formar parte del “mundo de ayer”, y muy pocos (de hecho sólo dos) que aún vivían cuando se refirió a ellos: el ya mencionado Rolland y Sigmund Freud, “dos personas a las que debo mucho”, según escribió, y a las que aún podría añadirse una tercera: Albert Einstein, al que dedicó su libro La curación por el espíritu y con el que se encontró en Berlín en 1930, en una época en que el físico estaba comprometido, junto a otros intelectuales, en la construcción de un frente común de socialdemócratas y comunistas contra el fascismo. Si no escribió acerca de él fue seguramente porque el campo de sus investigaciones le resultaba del todo impenetrable.

Esta Europa que se perfila en el conjunto de la obra de Zweig carece de fronteras y de políticos profesionales, así como de reyes, ministros y presidentes de repúblicas, y con más razón de las gentes del reino del dinero. Lo que une a Europa es el “respeto estremecido que sentimos por el genio”, promesa de un mundo humanizado que él tuvo que ver, según escribió alguna vez, “cómo se desvanecía en el horizonte como una eterna quimera”. Ese mundo lo creyó Zweig posible hasta un episodio que habría podido incluir en un hipotético volumen sobre los momentos nefastos de la humanidad, cuando en febrero de 1934 su casa de Salzburgo sufrió un registro policial “en busca de armas”. Inmediatamente emigró a Inglaterra, dejando atrás muchos de sus papeles, su valiosa colección de manuscritos, sus amigos y sus libros ya editados, los cuales, prohibidos, se consumían en almacenes de Viena y Berlín. Nunca recuperaría nada de lo que abandonó entonces, siendo éste uno de los motivos de la gran nostalgia que le acompañó en su accidentado exilio, primero en Londres y después en Brasil, en Petrópolis.

A que ese exilio fuera accidentado contribuyó la malicia del nacional-socialismo. En octubre de 1933 se publicó una “Declaración del departamento del Reich para el fomento de la literatura alemana” que incluía una carta privada de Zweig a su editor, en la cual se quejaba de que la revista Die Sammlung, que publicaba en el exilio Klaus Mann, excluyera de su contenido el material literario, dando preferencia a los artículos de carácter político. La publicación de esta carta fue interpretada por los exiliados como un intento de Zweig de congraciarse con las autoridades, lo que fue causa de la desconfianza de la que se le rodeó cuando él mismo debió marchar al exilio. Un exilio, pues, que este hombre, para quien la patria eran sus amigos y colegas escritores, debió sufrir doblemente.

En Petrópolis Zweig redactó un bello libro sobre el país que le acogió: Brasil, un país de futuro; su autobiografía, que tituló El mundo de ayer; y el último de sus textos biográficos, Montaigne, el cual incluye las habituales inexactitudes de las biografías escritas por Zweig a la vez que constituye uno de los testimonios más sinceros debidos a su pluma acerca del modo en que se veía a sí mismo y de cuál debía ser la naturaleza de los intelectuales en una Europa entonces dominada por el odio y la guerra. A propósito de Montaigne, y de sí mismo, escribe: “Sólo quien en su propia alma agitada haya vivido una época donde, por la guerra, la violencia y las ideologías tiránicas, haya visto amenazada su vida y, dentro de esa vida, la sustancia más preciosa, que es su libertad individual, sólo alguien así sabe todo el coraje, toda la honradez y decisión que se requiere para permanecer fiel a su ‘yo’ más íntimo en tales tiempos de estolidez de rebaño”. Este Montaigne que ahora sirve de modelo a nuestro autor es el sucesor de otros que han manifestado a lo largo del tiempo su rebeldía y firmeza de convicciones en un entorno hostil: Paracelso, Castellio, Erasmo, personajes respecto a los cuales escribió para poner en evidencia ese “yo” en conflicto consagrado “a la custodia, a la defensa de la trinchera más íntima, que Goethe llamaba ‘ciudadela’, y a la que nadie permite el acceso. Pues sólo quien se mantiene libre frente a todo y contra todos aumenta y preserva la libertad del mundo”.

Y también Montaigne, como el propio Zweig, se vio atraído al final de su vida por la política, cosa a la que ambos accedieron de mala gana y que dio pie a éste a enumerar, a modo de tabla de la ley, las libertades que debían ser preservadas a toda costa en la ciudadela del yo, que servirían para excluir todo “cuanto estorba, molesta y limita al individuo”: estar libres de vanidad y orgullo (“quizá lo más difícil”, anota Zweig); libres de temor y esperanza, de fe y superstición; libres de las costumbres, “pues ellas nos ocultan el verdadero rostro de las cosas”; libres de ambiciones y codicia; libres de la familia y del entorno, “ya que somos nosotros los señores de nuestro destino, los que damos a las cosas color y rostro”; y, por último, libres para la muerte, “porque si la vida depende de la voluntad de otros, la muerte en cambio depende sólo de la nuestra”, frase propia a la que añade otra de su biografiado: “La plus volontaire mort est la plus belle”. Frases ambas que bien pueden leerse como la despedida de este hombre que se suicidó pocas semanas después, en febrero de 1942.

La abundante obra ensayística de Zweig compone un cuadro fascinante de su época y del sueño de la cultura europea, “que no es cosa de hoy ni de mañana”, cuadro al que tras muchos años de olvido tiene acceso hoy el lector en castellano gracias a la atención que le viene prestando la editorial Acantilado, a cuyo fundador, recientemente fallecido, está dedicado este artículo.

Zweig supo ver la disensión y las bajas envidias que amenazaban a dicha cultura, las cuales desembocaron en esa “verdadera guerra del Peloponeso” que fue el fascismo y la guerra, responsables de una decadencia de la que, como él anunció, se beneficiarían otros. Hoy este legado de Europa, repartido en toda la obra de Zweig, incluyendo su narrativa, sigue en plena vigencia, como anticipo de un humanismo que se nos antoja todavía tan lejano como deseable.

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