jueves, 28 de febrero de 2013

DISPARATES / 61


ANDRÉ GORZ, EL TRAIDOR (y II)

ESCRIBIR PARA ENCONTRARSE

La renovada atención prestada por las letras francesas a la obra “juvenil” de Gorz, que incluye la reedición de El Traidor y el volumen colectivo André Gorz, un penseur pour le XXIème siècle, que, publicado en 2009, ha aparecido en edición de bolsillo hace unos meses, ha vuelto a poner en evidencia la originalidad de este autor que en España sólo es conocido (y apenas) por sus textos redactados ya en plena madurez y que contribuyeron a definir lo que el propio Gorz llamó “la ecología política”, un eficaz compendio de reflexiones y propuestas acerca de la crisis del capitalismo. A esta ecología política puede introducirse el lector en castellano a través del volumen Ecológica que recientemente ha editado entre nosotros Clave Intelectual, o bien por medio de obras ya clásicas como Adiós al proletariado (1980) y Miserias del presente, riqueza de lo posible (1997). Más difícil es que el mismo lector pueda acercarse a la llamada obra “juvenil” y en especial a El traidor, obra que habiendo sido editada en castellano en 1990 se encuentra en la actualidad descatalogada. Y eso a pesar de que El traidor es esencial para comprender al Gorz de los años ’80 y ’90, además de constituir por sí misma una de las obras más notables e influyentes de la literatura francesa del siglo XX.

La génesis de la misma la ha explicado Christophe Fourel en el prólogo a la edición de 2009: su adolescente autor (que aún no había adoptado el pseudónimo por el que ahora le conocemos) sufrió en su calidad de “medio-judío” el antisemitismo reinante en Austria en la época inmediatamente anterior a la Anexión al Reich, lo que le hizo experimentar su propia condición de manera conflictiva y en verdad desgarrada, y esto no sólo en la escuela en su relación con profesores y alumnos, sino también en el seno de su propia e igualmente desgarrada familia. Es en Suiza, país supuestamente neutral al que había sido enviado por su madre, donde Gorz empieza a redactar un texto que le llevaría escribir casi una década y que nace con la voluntad de hallar una explicación a su propio sentimiento de exilio y de extrañamiento, no sólo con respecto a su país y sus padres, sino también hacia el mundo y hacia sí mismo. En la confusa mente del joven, no está claro si lo que escribe es un ensayo o una novela, y solamente parece tener conciencia, en su calidad de autodidacta aprendiz de filósofo, de que es preciso “ponerse en claro a sí mismo antes que al hombre en general”. Las herramientas teóricas con las que Gorz se pone manos a la obra son dispares y se van enriqueciendo (y complicando) a medida que escribe, en particular porque en esos años devora con avidez cantidades ingentes de literatura y filosofía francesa, lo que le permitirá familiarizarse con autores contemporáneos que en esa época y en la postguerra marcarían la orientación del pensamiento europeo: Jean-Paul Sartre y Merleau-Ponty, a los que hay que añadir lo poco o lo mucho que el autor había retenido de sus iniciales lecturas de las obras de Marx y Freud. Con el tiempo, el trabajo literario se convierte en un auto-análisis cuyo objeto, como dice Fourel, no es otro que el de que su autor pueda permitirse decir “yo”. La obra adquiere así un sentido crítico en el que lo criticado es el propio autor, junto a todo su entorno. Ensayo o novela, la trama de El traidor es, pues, la (re) construcción de una personalidad propia a partir de los escombros y las cenizas del adolescente, una construcción que haga posible su estancia en el mundo y la comprensión del mismo: una filosofía, pero también una moral y, en suma, una razón de ser.

“Descubrió”, escribe Gorz, “que cuando un hombre es incapaz de vivir, o cuando la vida no tiene sentido para él, se inventa este recurso: escribir acerca del sinsentido de la vida, buscar el porqué, las causas, demostrar que no hay salidas, salvo una: la demostración de ello y de los recursos que ofrece contra la experiencia que desmiente”. Un valioso descubrimiento efectuado por Gorz en su exilio suizo es que él ya había sido antes un exiliado, que la contingencia de la historia ya había hecho de él un extraño antes de que los demás, por el procedimiento de señalar su condición medio-judía, le colocaran en la categoría de extraño. “No era ni judío, ni ario, ni austríaco, ni alemán, ni suizo: nada, en una palabra; esa nada que era. Pero también es verdad que antes de saber que era esa nada, había sido Nada para sí”. De este modo, no podía dejar de verse a sí mismo como “un hombre incomprensible, decididamente separado de la realidad, incluida la propia, convertido en el cirujano de la conciencia de toda realidad; un hombre ausente”. En esos años, concluido el bachillerato, Gorz emprende unos estudios de química que no le interesan lo más mínimo y no tarda en convertirse en colaborador de algunas publicaciones suizas y más tarde en periodista. En su nuevo oficio, Gorz empieza a prestar atención a algunos de los temas que le caracterizarían ya en la madurez, cuando elaborase los fundamentos de su ética y de su ecología política: los problemas demográficos, los recursos globales, todo ello, según escribe, “a fin de eludir al máximo los conflictos, las contradicciones, las angustias que le provoca la menor fisura en su caparazón de rutinas. Heme aquí en posesión de un diagnóstico sumario que rinde homenaje al psicoanálisis. He definido la intención profunda que organiza sus actos, he mostrado que se trata de conductas de fuga, que él es profundamente una conducta global de huida. ¿De qué huye, es decir, cuál es la causa de su huida?”

Gorz, que a lo largo del libro se refiere a sí mismo en tercera persona, descubre que “para ser mejor, tenía que convertirse en Otro y regir su conducta por criterios ajenos. Pero cuanto más se esforzaba, más mediocre se sentía, descubriendo que nunca igualaría a aquellos que imponían los criterios y de los cuales sólo podía ser el humilde imitador”. Y es que Gorz no se siente dueño de sus actos, lo que más adelante constituirá una de las generalizaciones, basadas en la experiencia y en su comprensión de la alineación del individuo a la que ya se refirió Marx, de su crítica del capitalismo: “Lo más tranquilizador que puede ocurrirle a un hombre es que la conducta a través de la cual enfrenta racionalmente los hechos no admita más que una sola significación y que su libertad se consiga a través de la valorización de esta conducta significativa; ser el hombre de una sola significación y de una sola tarea es algo de lo que todos tenemos nostalgia porque esta condición nos es negada. Intelectuales o no, vivimos en la contradicción, incapaces de unificar nuestra existencia en una acción clara, positiva, eficaz, corroídos por la mala conciencia o culpables de mala fe si pretendemos hacerlo, a pesar de la evidencia”. Frente a esa inanidad de la existencia, y a falta de los instrumentos teóricos que elaboraría más tarde, Gorz sólo encuentra significación en una escritura que no es sólo consoladora, sino también terapéutica, en la medida en que debe reconciliarle consigo mismo y convertirle en individuo social. “No escribía lo que pensaba o sentía, pues estaba convencido de que era tonto y falso; escribía para asir la sustancia lingüística de la Verdad de los otros, con la esperanza de que al fin de este aprendizaje, y a fuerza de hablar como ellos, también él tuviera pensamientos y sentimientos verdaderos: los suyos. Pacientemente, con su cuaderno azul y su gramática amarilla, se fabricaba un alma según normas ajenas que creía absolutas y eternas. Escribía para transformarse en Otro, para terminar consigo mismo. No sería verdadero para sí mismo más que transportándose por la escritura. Es posible que no terminara nunca de escribir, de fabricarse una verdad”.

La creación de la conciencia de sí es inseparable de la creación de la conciencia del mundo, el cual es preciso sufrirlo en su plenitud para alcanzar una socialización verdadera: “No habiendo tomado parte en ninguna lucha histórica, no había nada en nombre de lo cual entablar proceso al orden que lo rodeaba; no tenía nada que reprocharle, salvo su existencia”.

En medio de esta indagación de sí mismo se producen diversos acontecimientos que requieren otras tantas reacciones por parte del autor: su trabajo periodístico, su encuentro con Sartre en Ginebra y su relación con Dorine, a la que estaría unido durante casi sesenta años y a quien dedicaría la última de sus obras. Aquí Dorine aparece como “Kay”, y el autor no nos oculta las reticencias que suscitaba en su compañera, al inicio de su relación, la naturaleza de ese hombre atormentado y en conflicto con el mundo. “«Si estaremos juntos sólo por un momento –dijo Kay–, me gustaría más partir ahora y conservar el recuerdo de nuestro amor intacto.» Él había argumentado largamente. Después, esa noche, tuvo la revelación de que si dejaba partir a Kay, si debía acordarse toda su vida de que ella arrastraba a algún sitio, entre Roma y Bucarest, el recuerdo de él, buscando refugio en las enfermedades o en el deber hacia su familia, él no podría mirarse en un espejo. Si en tanto ‘filósofo’ rechazaba el ‘compromiso’, en tanto hombre él sería un traidor y un cobarde. Y por lo demás, si no estaba seguro de que sabría vivir con ella, sí lo estaba de que no quería perderla. Abrazó a Kay contra sí y le dijo, en una especie de iluminación: «Si te vas, te seguiré. No podría soportar haberte dejado partir.»
Y agregó, al cabo de un momento:
 –Nunca.
Hoy, sé que Kay era una de las instancias de la contradicción que existe para un hombre que no puede aceptar el mundo tal como es (sea porque ese mundo lo aplasta, sea porque le resulta ajeno) pero lo acepta y lo aprovecha en el detalle, aunque lo rechace en su conjunto. Lo acepta no por espíritu de compromiso, sino ‘porque no hay nada mejor que hacer’; porque lo poco que puede hacerse es, en el detalle, vivible aunque el todo no lo sea; y porque la aceptación del detalle permite actuar un poco en el sentido de la transformación del todo, aunque no lo bastante, sin embargo, para estar justificado. Esta contradicción creo que todos debemos vivirla”.

Y Gorz concluye: “Ya no creo que un hombre pueda cambiar radicalmente y ‘liquidar’ su elección original. Pero ahora estoy seguro, en cambio, de que a través de un análisis atento de su situación empírica puede descubrir que su elección original tiene significaciones potenciales que le permiten extraer de ella un partido positivo. En lugar de tener el mundo a distancia, como un enemigo al que no hay que enfrentarse, aprendí a ceder; a verlo, en principio; a gustar su densidad, mi presencia en él, a escuchar, hasta el fondo de su palabra, al hombre que había (en lugar de escuchar sólo superficialmente las palabras que dice). Aprendí a no sentirme muy mal en mi piel; a decir lo que se piensa, con la convicción de que se está tan poco seguro de la justicia de sus ideas como el interlocutor de la justicia de las suyas; a ser capaz de gozar de un momento que pasa, de una luz, de un olor, de una mirada y del rumor circundante; a vincularme a la vida, a quererla llena de todo aquello que hay para vivir, incluidas las contradicciones y los riesgos a los que no se puede escapar. No dejaría que nadie la viviera en mi lugar”.

Gorz y Dorine pasaron los últimos años de su vida en su casa de Vosnon, cerca de Troyes, en la que se suicidaron en 2007. En su último libro, Cartas a D. (2006), Gorz escribió: “Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca”. A la pregunta que se hizo en El traidor de si “hay necesidad de los intelectuales, verdaderamente los hombres menos importantes del mundo, unos saltimbanquis, aunque ellos mismos se crean importantes”, el propio Gorz respondió con una original obra de plena vigencia en nuestros días y que sin duda seguirá desempeñando un papel en la transformación del mundo en el siglo XXI, y no porque en nuestra sociedad la escritura sea la única realización posible para algunos hombres, como escribió, sino porque sin la reflexión intelectual el hombre no puede “reconocerse en la realidad de la figura que sus actos dibujan”. También por ello es necesario este libro, ensayo o novela, que como ensayo es un modelo de coherencia y como novela tiene la virtud de mostrar honestamente los entresijos, morales y personales, que, aun sustraídos por lo general al lector, son propios de toda invención literaria. Pues como Gorz escribió, “sé, sin embargo, que como muchos otros debo inventar los medios singulares de manifestar al hombre y que la mayor recompensa que puedo esperar reside en esta actividad de creación”.

miércoles, 27 de febrero de 2013

DISPARATES / 60

ANDRÉ GORZ, EL TRAIDOR (I)

EL CASO GORZ

Christophe Fourel
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Algunos libros pueden tener varias vidas. El traidor, de André Gorz, es uno de ellos. Este ensayo autobiográfico, escrito en gran parte en la tercera persona del singular y publicado por primera vez en 1958, es un libro sorprendente no sólo por su estilo, sino también por su génesis.

En 1939, poco después de la anexión de Austria por la Alemania nazi, el adolescente (veinte años después, André Gorz) es enviado a Suiza. De padre judío, su madre católica decidió alojarlo en una casa de huéspedes cerca de Zurich, donde pasó el bachillerato antes de estudiar química en Lausana. Esta separación la sufre el adolescente en una “soledad irremediable” como una sentencia de exilio. Más específicamente, el alejamiento de su país de origen y su reacción al mismo crearon en él un sentimiento de exilio interior del que hasta ahora en gran parte no había hecho una evaluación precisa: “Por tanto, no creo poder afirmar que en 1938, con quince años, él estuviera listo para integrarse, y de hecho el Anschluss fue un nuevo rechazo dentro del exilio”, escribió. “Lo cierto es que aquellos acontecimientos le hicieron tomar conciencia de un exilio del que, de hecho, nunca había salido, lo que le llevó a reconocer que los puentes entre él y los otros estaban rotos, a asumir completamente esta ruptura que él se esforzó en remontar heroicamente”. Su condición de “mestizo inauténtico” le coloca entonces en una frenética búsqueda del significado de su existencia. Intenta evadirse por medio de una reflexión abstracta sobre su propia condición. La lectura en 1943 de El ser y la nada de Sartre actúa en consecuencia como desencadenante de su “conversión moral”. Comenzó a escribir a finales de 1945 un tratado filosófico con el objetivo de ampliar el pensamiento de Sartre, que consideraba incompleto e insuficientemente operativo. “Había querido encontrar una teoría de la alienación y una moral, es decir, entre otras cosas, explicar por qué (...) la gente puede ser paralizada en sus capacidades y apoyar su propia mutilación”. Su iniciativa literaria coincide con otros acontecimientos de gran importancia para él: su primera experiencia en el periodismo (se unirá al equipo que más tarde fundó el Nouvel Observateur bajo el pseudónimo de Michel Bosquet), su relación con su esposa (a quien llamó “Kay” en El Traidor) y finalmente su encuentro con Jean-Paul Sartre (que él llamó “Morel”), el cual había ido a dar una conferencia en Ginebra en 1946. Durante este primer encuentro Sartre le reprocha su desprecio de lo concreto y su esencialismo, lo que el joven admite tímidamente antes de volver a la redacción de su tratado. Ocho años y mil quinientas páginas más tarde, tras establecerse (con “Kay”) en París, Francia se convierte en su país de adopción, y presenta a “Morel” el fruto de su trabajo. Sartre, absorto por entonces en la escritura de su Crítica de la razón dialéctica, no está listo para prestar atención a la obra de este autodidacta. “Así que todo terminó como él no había dejado de predecir. Durante ocho o nueve años trabajó en una cosa seguro de que nadie la leería, de que se reirían de él en su cara y de que tratarían de castigarlo por su presunción. Vivió en previsión de este fracaso (...) y es por eso que ni siquiera trató de luchar”. Y puesto que él había previsto ese fracaso, luego lo invierte en la escritura de su ensayo autobiográfico: “Cuál es la mejor manera de deshacerse de la cosa.”

¿Qué busca ahora este joven aprendiz de filósofo a través de este escrito existencial de auto-análisis? Pues se trata de “inventar una actividad que recoja su diáspora singular y sus miembros dispersos en un nuevo hogar, el hogar necesariamente conquistado y sobre el que sus derechos siguen siendo precarios”. Su objetivo es permitirse a sí mismo decir “yo”. Para ello se forjó a tientas un método: yendo y viniendo de su pasado a su condición presente, deja que se desarrolle su pensamiento, a continuación hace nacer y progresar una síntesis teórica construida a partir de los escritos de Sartre y Merleau-Ponty, de sus nociones de psicoanálisis y de sus lecturas críticas de la obra de Marx. Y el resultado se convierte en El traidor, este libro inclasificable, a veces difícil, pero siempre fascinante. Los primeros extractos de este trabajo aparecieron en dos números sucesivos de Les Temps Modernes. A continuación, el texto completo será publicado con un prólogo laudatorio de cuarenta páginas (¡nada menos!) de Jean-Paul Sartre, a la altura de su prestigio intelectual. André Gorz había nacido, y su “maestro” anuncia: “La inteligencia de Gorz choca a primera vista: es una de las más ágiles y afiladas que conozco. Él debe de haber sentido una gran necesidad de esta herramienta para ser tan exigente”, escribe el autor de La náusea. “El traidor no pretende contar la historia de un converso, es la propia conversión”. Nombrado caballero por quien él consideraba como su “dios” de unos años antes, cuando, abrumado por la desesperación y amenazado por el caos psíquico, luchó con su pluma contra su “complejo de nulidad”, Gorz se encuentra de pronto cara a cara con su destino de escritor. ¿Lo sabe? ¿Lo entiende realmente? Por supuesto. Y con la agudeza que le caracteriza: “Me enteré de que no podría terminar nunca de recomenzar, de que mi tierra es esta hoja en blanco, que esta actividad es la tapadera de mi vida. Había creído una vez que la vida sería posible cuando lo hubiera dicho todo; y ahora me percataba de que la vida es para mí escribir; empezar cada vez para decirlo todo y recomenzar una y otra vez con lo que queda por decir”. El éxito de El traidor es inmenso, y el éxito cambia la vida de este “besogneux minable”. El prólogo de Sartre, “al alabar sus méritos, le otorga una parte de su prestigio. Gana casi tres millones en un año”, anota Gorz en un largo artículo escrito sobre el envejecimiento en 1961 y que se incluye en la presente edición de El traidor.* Gorz sigue luchando para reconocer sus propios méritos. El reconocimiento por parte del público y de los intelectuales de la época, sin embargo, ya lo había adquirido. El artículo de 1961 también coincide con su entrada en el comité ejecutivo de Le Temps Modernes. Gorz en este texto demuestra que el envejecimiento de un hombre es en primer lugar un envejecimiento “social”. Nos hacemos mayores, dice en sustancia, ya que nuestro recomenzar es cada vez menos posible y nuestro pasado es cada vez más presagio de nuestro futuro. Esta reflexión se hace eco de otro escrito diez años anterior e incluido en su tratado filosófico: “Si yo fuera inmortal, la edad en la que eligiera un camino no importaría: tengo toda la eternidad para cambiar, es incluso muy probable que cambie mi elección y no tendría este deber de compromiso (en el sentido de apuesta) por el que tengo que arriesgar toda mi vida, o una parte importante de ella, en el éxito de un negocio, sino que aún tendría la posibilidad de alcanzar el éxito en otro asunto después de un fracaso”. Instructivo, cuando se sabe el resultado y el alcance del trabajo por venir...

Gorz, entretanto, ha publicado La moral de la historia, cuyo argumento se encontraba ya en el famoso manuscrito de mil quinientas páginas que entregó a Sartre. En este nuevo libro desarrolla una crítica del marxismo y prosigue su teoría de la alienación iniciada en Fundamentos para una moral y El traidor. Estos tres libros son una especie de trilogía. Este es el más filosófico de la obra del “joven Gorz” (como se suele decir “el joven Marx” cuando se habla de los escritos del filósofo alemán anteriores a El capital). Finn Bowring, el mejor especialista anglosajón en la obra de Gorz, considera que “estos primeros textos representan la formulación más sistemática y completa de la fenomenología existencial de Gorz”. ¿Verdaderamente, también se puede comprender la originalidad del universo de Gorz, incluyendo sus obras más recientes, como L’Immatériel, si en un momento u otro no nos hemos “rozado” con estos tres libros? Dicha obra inmensa ha sido traducida a más de veinte idiomas, en un trayecto de casi cincuenta años. Esta nueva edición de El Traidor, dos generaciones después de su primera publicación, es una gran oportunidad para hacer frente (o para “reabordar”) el trabajo de Gorz y, en particular, reflejar el testimonio dirigido a cada uno de nosotros en su trabajo pionero. Ya en el prólogo de 1958, Jean-Paul Sartre instó a sus lectores: “Gorz, inventando, no ha cumplido con el deber de inventar. Pero demostró que la totalización de la invención era posible y necesaria. Al cerrar el libro, cada lector encontrará su propio arbusto, los árboles venenosos de su selva: a él le toca abrir los caminos, solo, roturarlos, quitar de ellos los vampiros, hacer astillas los viejos corsés de hierro, los viejos actos que el agotamiento, la resignación, el miedo o la duda han bloqueado”.

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* El presente texto fue escrito como introducción a la reedición de Le Traître, que se completa con el artículo Le vieillissement (Folio Essais, 2003).

Christophe Fourel es economista y director de la Mission Analyse Stratégique, Synthèses et Prospective. Junto a otros, es autor de André Gorz, un penseur pour le XXIème siècle (La Découverte, 2009 y nueva edición 2012).

martes, 26 de febrero de 2013

DISPARATES / 59


ECOLÓGICA. LOS LÍMITES DEL CAPITALISMO Y UNA HETERODOXIA. UNA SELECCIÓN DE ARTÍCULOS DE ANDRÉ GORZ

Jean-Paul Sartre, en su prólogo a El traidor, la única novela de André Gorz, escribió que éste era “uno de esos tipos que tienen la cabeza llena de palabras, que lo analizan todo, que siempre quieren saber el cómo y el por qué, un espíritu crítico y destructivo; un asqueroso intelectual, en una palabra”. En dicha novela, de carácter autobiográfico, y que por cierto fue traducida al español por Cristina Peri Rossi (Editorial Montesinos, 1990), el autor se refería a su infancia en Viena, una infancia marcada por su origen “medio-judío” y por el antisemitismo de la época, y a esa París que él creía el centro del mundo, un centro del que estuvo exiliado hasta 1949. Y París fue, en efecto, el centro del mundo para este vienés nacido como Gerhart Hirsch que tras la guerra se negó a pronunciar una sola palabra en alemán, que fue colaborador de Le Temps Modernes y fundador de Le Nouvel Observateur, y que, además del de André Gorz, utilizó el pseudónimo de Michel Bosquet, con el que firmó ensayos que habrían de ser muy influyentes en el naciente movimiento ecologista de los años ’70.

Además de Sartre, “sin el que probablemente no habría encontrado los instrumentos para pensar y superar lo que mi familia y la historia habían hecho de mí”, en la particular carrera de Gorz ocuparon un lugar relevante el filósofo austríaco Ivan Illich, Jean-Marie Vincent (creador con Toni Negri de Futur Antérieur) y Stefen Meretz, hacker cofundador de Öekonux (contracción de Ökonomie y de Linux), de quien Gorz escribió que “explora con honestidad admirable la dificultad que existe para salir del capitalismo por la práctica, la manera de vivir, de desear, de pensar”. A ellos habría que añadir, desde 1947, a Dorine, su compañera, “sin la cual nada sería posible”, y con la que, ya gravemente aquejada de una enfermedad degenerativa, se suicidó en 2007, pues, como alguna vez dijo, “nos gustaría no sobrevivir a la muerte del otro”. De André Gorz se ha publicado en español este volumen, Ecológica (Clave Intelectual, 2012), que reúne siete textos escritos entre 1973 y 2007 y que componen un interesante muestrario del pensamiento del autor, un pensamiento centrado en la crisis del capitalismo, en sus límites y sus previsibles salidas.

El primero de los textos, que sirve de introducción a otros trabajos de Gorz, reproduce una entrevista concedida a EcoRev en 2005. En ella nuestro autor define la ecología política como “una ética de la liberación” enfrentada a los papeles y funciones que la sociedad capitalista nos ordena cumplir. En efecto, “nos dispensan o incluso nos prohíben existir por nosotros mismos, plantearnos preguntas acerca del sentido de nuestros actos y asumirlos. Quien actúa así no es yo, sino la lógica automatizada de las disposiciones sociales que actúa a través de mí en tanto que Otro, que me obliga a contribuir a la producción y a la reproducción de la megamáquina social”. Gorz propone la ecología política como instrumento abarcador más allá de la crítica marxista del orden impuesto por el capital, pues “el hecho de que estemos dominados en nuestro trabajo es una evidencia desde hace ciento setenta años, pero no lo es todavía que estemos igualmente dominados en nuestras necesidades y nuestros deseos, nuestros pensamientos y en la imagen que tenemos de nosotros mismos”. Tema éste que constituye una de las raíces de su heterodoxia con respecto al marxismo clásico y al que ya se refirió en Adiós al proletariado (1980) y Miserias del presente, riqueza de lo posible (1997). Pero Gorz ya había aludido a esa dictadura de las necesidades, o “socialización antisocial”, en el lejano 1954, cuando se constató que la valorización de las capacidades productivas del capitalismo americano, y por tanto de sus beneficios, exigía que el consumo creciera por lo menos un 50% en los siguientes ocho años, sin que la gente “tuviera ningún modo de definir de qué estaría hecho su 50% de consumo adicional”. Así, “a los expertos en publicidad y en marketing les correspondía generar nuevas necesidades, y cargar las mercancías, hasta las más triviales, con símbolos que harían aumentar la demanda”.

De lo anterior es buen ejemplo el automóvil, bien de lujo convertido en necesidad obligatoria sin la cual parece imposible que pueda pensarse la vida y que de hecho representa una violenta injerencia en nuestra intimidad a la vez que una drástica reducción de nuestra autonomía. A ello se refiere en un artículo recogido en este libro, originariamente publicado en 1973 y que lleva por título La ideología social del automóvil. Según Gorz, “el capitalismo necesita que la gente tenga necesidades mayores. Mejor todavía: debe poder moldear y desarrollar esas necesidades del modo más rentable para él, incorporando un máximo de superfluo en lo necesario, reduciendo la durabilidad de los productos, obligando a satisfacer las más pequeñas necesidades con el mayor consumo posible, eliminando los consumos y los servicios colectivos para sustituirlos por consumos individuales. Para poder seguir sometido a los intereses del capital, es necesario que el consumo esté individualizado y sea privado”.

Gorz explica que una parte del consumo está escapándose ya de hecho de las manos del capital, el cual tiene dos limitaciones insuperables. Por una parte “el sistema evoluciona hacia un límite interno en el que la producción y la inversión en la producción dejan de ser suficientemente rentables”, lo que da lugar a una industria financiera que acumula el capital que ya no está destinado a ser invertido, y que en cambio se dedica a transacciones azarosas e improductivas llamadas a hacer, incluso por medio de la deuda, más capital. De este modo, “el dinero mismo es la única mercancía que la industria financiera produce”, un valor puramente ficticio que durante años ha permitido a Estados Unidos un “crecimiento económico que, fundado en el endeudamiento interno y externo, constituye de lejos el motor principal del crecimiento mundial”. A lo que Gorz, de un modo que nos resulta familiar en estos tiempos, añade: “La economía real se convierte así en un apéndice de las burbujas especulativas sostenidas por la industria financiera. Hasta que llega el momento, inevitable, en que las burbujas estallan, acarreando quiebras en cadena de los bancos, amenazando con el desplome del sistema mundial de crédito y con una depresión severa y prolongada de la economía real”.

Al otro límite observado por Gorz en el desarrollo del capitalismo dedicó su último libro, L’immatériel (2003), que está pendiente de traducción y cuyas líneas maestras resume en el que ahora comentamos: “Para evitar que esta reducción de los costos en la economía capitalista [causada por la robotización y la informática] provocara una baja correspondiente en los precios de las mercancías, era necesario a toda costa sustraer a éstas últimas de las leyes del mercado”, sustracción que consiste en atribuir a las mercancías “cualidades incomparables e inmateriales” relativas a la marca, el diseño, el marketing, etc., subterfugios que no añaden valor objetivo a la mercancía y que están destinados exclusivamente a obtener un sobreprecio, un aumento de la renta. “Ahora bien”, escribe Gorz, “la renta no posee la misma naturaleza que el beneficio: no corresponde a la creación de un incremento del valor, de una plusvalía. La renta redistribuye la masa total del valor en provecho de las empresas rentistas y en detrimento de las demás”. El producto cuyo atractivo se basa en lo inmaterial no crea riqueza, sino que se limita a redistribuir (e incluso a reducir) la ya existente. De este modo las grandes corporaciones que pueden ofrecer mercancía inmaterial terminan por eliminar a las empresas de la competencia que no están en condiciones de ofrecer más atractivo que el propio producto, por lo que su actividad destruye empleos y riqueza. “La renta del monopolio”, afirma, “consume valor creado en otra parte y se lo apropia”.

André Gorz, en los últimos años de su vida, consideraba que el fin del capitalismo ya había comenzado. “La dictadura de las necesidades pierde fuerza. La influencia que las empresas ejercen sobre los consumidores se vuelve más frágil a pesar de los gastos en marketing y publicidad. La tendencia a la autoproducción vuelve a ganar terreno. Poco a poco, el monopolio de la oferta escapa al capital”. Por ejemplo la llamada economía del conocimiento tiene una aptitud para ser una economía de la puesta en común y de la gratuidad, es decir, lo contrario de una economía. Los conocimientos compartidos en el ámbito científico constituyen una forma de protocomunismo que también se encuentra en la informática, donde, como anticipó Marx, “el trabajo ya no aparece como trabajo, sino como pleno desarrollo de la actividad personal misma”. Esta antieconomía es perceptible en el uso de los softwares libres, en la capacidad de las redes para compartir información y en lo que el autor llama “la ética del hacker”, es decir, en la apropiación de tecnologías que en no pocos lugares del mundo hoy son aprovechadas en actividades productivas no capitalistas, a veces por medio de talleres comunales de autoproducción que pueden interconectarse a escala global. Buena prueba de ello son los programas del gobierno brasileño dirigidos a la autoproducción en las favelas mediante componentes y materiales de desecho. En 2004, tres cuartas partes de los ordenadores producidos en Brasil tenían ese origen. Esta actividad no se refleja en la tasa de crecimiento ni en el PIB, pero es probable, concluye Gorz, que aquellos que marquen hoy la pauta de la producción futura, y de la salida del capitalismo, sean “quienes recrean los talleres de autoproducción de su favela o de su township en los suburbios desheredados de las ciudades europeas”.

El decrecimiento es para Gorz “un imperativo de supervivencia”, y esto por razones obvias, pues el crecimiento de la productividad sólo puede subsistir con un crecimiento paralelo del consumo, y por tanto de la creación artificial de necesidades nuevas. Así, crecimiento y pleno empleo son mistificaciones del capitalismo, “y el socialismo no valdría más que éste si no es capaz de concebir nuevas herramientas”. Esto lo expresaba ya el autor en Adiós al proletariado, obra en la que empezó a reclamar una desvalorización de la noción de empleo tal como la entiende el capital. Pero este decrecimiento que traerá el fin del capitalismo supone “otra economía, otro estilo de vida, otra civilización, otras relaciones sociales. En su ausencia, el desplome sólo podrá evitarse a fuerza de restricciones, racionamientos y subsidios autoritarios de recursos característicos de una economía de guerra”. 

Civilizada o bárbara, afirma Gorz, la salida del capitalismo ocurrirá de una u otra manera, y a día de hoy tenemos señales suficientes de que ambas están en curso. La primera mediante una economía arraigada en la cultura de lo cotidiano y en una defensa del “mundo vivido”, en el que el resultado de las actividades humanas es consecuencia de que los individuos sociales ven, comprenden y dominan el cumplimiento de sus actos. La segunda mediante masacres y tráficos de seres humanos, sobre un trasfondo de hambre en numerosas regiones, dominadas por señores de la guerra y por el asalto a las ruinas de la modernidad. A todo ello se refería concisamente también Sartre, ya en 1957, en el prólogo a la novela de Gorz que comentábamos más arriba: “O reventamos, o reinventamos al hombre”.

martes, 19 de febrero de 2013

LECTURA POSIBLE / 89


EL PALACIO DE LAS MOSCAS, DE WALTER KAPPACHER

En el trío final de El caballero de la rosa la Mariscala sale de escena al comprender que está de más, que su tiempo ha pasado, y que Octavian y Sophie deben amarse, pues “los jóvenes son así”. Hugo von Hofmannsthal, el libretista, había escrito casi diez años antes, en plena juventud, su Carta de Lord Chandos, en la que un hombre de letras se despedía para siempre de la escritura porque “las palabras abstractas que usa la lengua de modo natural para sacar a la luz cualquier tipo de juicio se me deshacían en la boca como hongos podridos”. En ambas obras el autor se anticipó a su futuro, y de ese futuro de un Hofmannsthal de cincuenta años trata esta novela, El palacio de las moscas, que se publicó en Austria en 2009 y que ha editado entre nosotros Pre-Textos.

Su autor, Walter Kappacher, nació en Salzburgo en 1938. Allí inició su carrera como mecánico de motos, y, al contrario que Hofmannsthal, se dedicó tardíamente a la literatura, habiendo recibido, ya en este siglo, los premios más importantes en lengua alemana, el Lenz y el Büchner. Además de la novela que comentamos, de su extensa obra sólo se ha traducido al castellano Selina o la otra vida (Adriana Hidalgo Editora, 2011).

El libro contiene un pasaje que sirve de ilustración del carácter y de las dotes creativas del joven Hofmannsthal, y que también ilustra lo conseguido por Kappacher en su obra. El protagonista recuerda cómo ya a sus dieciocho años escribió la pieza en verso La muerte de Tiziano, que, mostrada a su padre, a éste le conmovió a la vez que le resultó inquietante. ¿De dónde sacaba esas cosas? “Su padre”, dice el narrador, “no había comprendido cómo él había sido capaz de internarse en los pensamientos y la sensibilidad de un pintor anciano”. La misma pregunta, de dónde saca esas cosas, es la que podemos hacernos tras la lectura de este relato en el que Kappacher consigue introducirnos plenamente en la conciencia del maduro Hofmannsthal, y esto sin duda porque posee un profundo conocimiento de la vida y la obra de éste, pero también porque gran parte de las dudas y de las reminiscencias que aquí nos muestra el autor a través de su personaje son las propias de todo escritor, en especial del que por los motivos que sean, sin duda no deseados, no escribe.

Para seguir la trama del libro, una trama interior, autorreflexiva, ya que carece de grandes acontecimientos, hay que comprender por difícil que nos resulte que Hofmannsthal era ya un autor totalmente consagrado, sujeto de una admiración unánime por parte de los círculos literarios en lengua alemana, en la época en que preparaba su examen final de bachillerato, cuando ya tenía a sus espaldas una notable obra lírica, que más tarde abandonaría para consagrarse al teatro. ¿Quién podía imaginar que este joven talento iba a quedarse sin palabras? Pues bien, él mismo lo hizo, como manifestó en la mencionada Carta de Lord Chandos que escribió a la edad de veintiséis años. De esa búsqueda de la palabra, y también de la situación de la vida de un escritor y de un hombre que han llegado al ocaso trata este libro en cuyas condensadas ciento y pico páginas su autor nos muestra uno de los retratos psicológicos más logrados de los últimos años.

El argumento es sencillo. Hofmannsthal, en el verano de 1924, pasa unos días en el Grandhotel (antes Hotel Weilguni) de Bad Fusch, “aldea de curas climáticas” en los Alpes austríacos. Un lugar bien conocido por el protagonista, ya que hace tiempo en él solía pasar su familia algunas semanas cada verano, en especial porque el aire y el clima resultaban favorables para la delicada salud de su madre. Hofmannsthal ha viajado a Bad Fusch solo, pues tiene la idea de adelantar la obra que está escribiendo y en la que no consigue concentrarse, por lo que dedicará la mayor parte de su tiempo a pasear, a huir de la gente (porque con el tiempo se ha vuelto huraño) y a contestar la correspondencia. Un día, en medio de uno de sus paseos, sufre un desmayo, y es auxiliado por el doctor Krakauer, que se encuentra en Bad Fusch como acompañante de una pintoresca dama, una baronesa que, además del doctor, lleva en su séquito a su sobrina, la joven Elisabeth, que es cantante de ópera. El doctor y Elisabeth albergan planes de una vida en común, pero sus relaciones se ven dificultadas por el carácter aprensivo de la baronesa.

Hofmannsthal no puede evitar hacer comparaciones entre la gente y el lugar como eran antes, cuando venía a pasar los veranos con sus padres, y como son ahora. Sucede que entre una época y otra ha habido una guerra mundial, el Imperio Austro-Húngaro ha caído, y él mismo, que fue el escritor que en cierto modo encarnó dicho imperio, parece haber sido olvidado. Inútilmente, en efecto, pide al conserje del hotel que no mencione su apellido a fin de mantener el anonimato, y, con excepción de sus encuentros con el doctor Krakauer, que ha pasado algunos años en Estados Unidos y ahora se presta a leer alguno de sus libros, su voluntario aislamiento apenas se ve amenazado. Solamente por medio de la correspondencia, y de los periódicos que encuentra, si tiene suerte, en el salón del hotel, mantiene un ligero contacto con el mundo exterior. Así conocemos sus pensamientos acerca de amigos como Carl Jacob Burckhardt, Arthur Schnitzler, Robert Walser, Max Reinhardt y el joven Walter Benjamin. En cambio, se abstiene de participar en las conversaciones del balneario, ya que cada vez “soportaba menos la palabrería, la conversación de salón, el parloteo, pero también las monsergas de la llamada gente culta”. Por eso mismo buscará la compañía del doctor Krakauer, con quien sin embargo, a causa de las obligaciones de éste para con su baronesa, podrá mantener sólo un par de conversaciones, más breves de lo que quisiera. Esto, y el hecho de que no avance con su obra, le hacen pensar a menudo en abandonar el lugar para reunirse con su esposa, Gerdy.

Son tiempos difíciles para Austria a causa de la devaluación de la moneda, la escasez de alimentos, la falta de vivienda y el desempleo. Uno de los periódicos que alcanza a hojear en el salón trae la noticia de que se ha conmutado la pena de prisión a un tal Adolf Hitler, el cual hace años intentaba vender sus pinturas en las tabernas de Munich, otro hombre producto de la Gran Guerra y la disolución del imperio, como los lisiados que con sus prótesis veranean en Bad Fusch. De los siniestros pensamientos que despierta en Hofmannsthal esa “época tardía, sin alma”, sólo le ayudan a salir los libros de Henry James y de Joseph Conrad, la noticia de cuya muerte también trae esos días el periódico.

“Hay momentos en la vida, señor doctor, que son como hitos, instantes en que vemos con claridad que nada volverá a ser como fue”, escribe al doctor Krakauer. “Se sabe que, a partir de ahí, la vida estará dividida en dos tramos: el tiempo antes y el tiempo después. Confío en que pronto podamos dialogar sobre ello. Es como si de repente uno franqueara un umbral y entrara en un espacio todavía fantasmal, y entonces sólo queda un último umbral que traspasar…” Un último umbral que Hofmannsthal traspasaría en 1929, víctima de un infarto sólo dos días después del suicidio de uno de sus hijos.

El palacio de las moscas es una obra escrita con un rigor raro en nuestros días. A través de ella podemos acceder a un personaje y a una época tan estimulante desde la perspectiva de la literatura y el arte como difícil en lo político, una época de la que somos hijos y en cuya crisis podemos advertir semejanzas con la que hoy vivimos. E inserto en ella se encuentra este Hofmannsthal alejado de sus amigos y del mundo y que no ha podido sobreponerse al desmembramiento del imperio, “que significaba para él la disolución de todo lo existente”. Su parálisis creativa, así, no es sólo signo de su crisis personal, sino también del fin de aquel mundo de ayer al que se refirió Stefan Zweig en sus memorias. En medio de esa conciencia en descomposición, y a la vez todavía brillante, queda la nostalgia de los tiempos que se prestaban con facilidad a la creación literaria, de “la seguridad de sonámbulo de los años tempranos”, esa adolescencia lírica que la mayoría de los hombres abandona al hacerse adulto. A esa añoranza, que es de sí mismo y de la vida, se refiere Hofmannsthal cuando escribe: “Mi propio mundo interior se extiende ante mí como ese bosquecillo, como el mundo mismo: cual terreno vedado…”, un terreno que invita a explorar esta excelente novela.

miércoles, 13 de febrero de 2013

DISPARATES / 58


ADIÓS AL COCHE

Pocos inventos ha habido en la historia que hayan alcanzado un éxito tan fulgurante, hasta el punto de revolucionar por completo la forma de vida, y que a la vez estén llamados a disfrutar de un dominio tan breve como el automóvil. En efecto, a juzgar por las reservas petroleras todavía existentes, y por el estado en que se encuentra la aplicación a éste de otras fuentes de energía, podemos tener la seguridad de que al automóvil, como lo hemos conocido hasta ahora, le quedan como mucho dos generaciones, y la de que la humanidad de dentro de cien años se desplazará mayormente de otro modo (si es que para entonces existe humanidad y si es que deba desplazarse), muy probablemente por medio de vehículos de tracción animal. Esto, como debería ser obvio, supondrá el fin de nuestra sociedad y de nuestra civilización, lo que puede entenderse fácilmente si nos detenemos a observar la historia del coche, de su inesperado triunfo y de su predecible caída.

El automóvil fue concebido como un bien de lujo destinado a alegrar el ocio de una minoría de afortunados, los cuales podían servirse del mismo en sus desplazamientos por la ciudad, por ejemplo para ir a la ópera, y sobre todo para escaparse a sus casas de recreo los fines de semana. El funcionamiento del coche presentaba desde sus inicios tal grado de complejidad y exigía unos conocimientos mecánicos tan especializados que aquella élite automovilística, dispuesta a hacer frente a sus elevados costes de mantenimiento, tenía que depender necesariamente de un chófer, el cual a la vez era mecánico y como es natural formaba parte de la servidumbre de la casa, siendo en la jerarquía de la misma un privilegiado que disfrutaba de un buen sueldo y una envidiable libertad de movimiento, movimiento físico que a veces podía ser también social, si por ejemplo el chófer decidía emanciparse y poner sus conocimientos a su propio servicio, estableciendo por su cuenta un taller mecánico. Así, en un principio el automóvil pudo ser saludado por el proletariado urbano como una herramienta benéfica, en tanto que podía ser útil a su ascenso social.

Henry Ford vino a cambiar todo esto. Los coches dejaron de fabricarse artesanalmente, y la cadena de montaje requirió ejércitos de trabajadores no cualificados a los que el fordismo –la fabricación en serie– exigía una actividad monótona y de hecho robotizada. El trabajador ya no poseía ni conocimiento ni control sobre el producto, razón por la cual tuvo que resignarse a ver cómo se alejaba el horizonte de una mejora de su condición social. A cambio, se beneficiaba de un sueldo que era superior al de quienes habían quedado atrapados en la servidumbre doméstica, sueldo destinado a convertir al productor también en consumidor. Si el trabajo en la Ford Motor Company tenía en sí poco o ningún prestigio, en cambio el operario podía aspirar a igualarse a los señores convirtiéndose en propietario de un Ford, el cual le serviría para ir al trabajo y para organizar sus excursiones de fin de semana. Convertido el coche en un bien común, éste ya no podía ofrecerse al eventual comprador como la certificación de un alto nivel de estatus, pero sí (y esto es lo que promocionó la industria automovilística) como una garantía de independencia.

¿Era (y es) real esa independencia? Para empezar, el proletario que es dueño de un automóvil se encuentra ante la imperiosa exigencia, como el señor, de llenar periódicamente el depósito, lo que lo hace dependiente de las compañías petroleras; en segundo lugar, su desconocimiento de la mecánica del vehículo hace de él un cliente de los talleres mecánicos y de los suministradores de accesorios y piezas de repuesto, lo que, por la vía de los llamados “concesionarios oficiales”, sirve para incrementar los beneficios del fabricante, beneficios ahora galopantes en virtud de la súbita ampliación del mercado. Pero dicha ampliación tuvo otras consecuencias, entre ellas la de rediseñar por completo el paisaje urbano y el mismo concepto de ciudad vigente hasta la aparición del coche.

Un lujo deja de serlo cuando está al alcance de todos. El lujo del veloz desplazamiento por las calles de la ciudad termina abruptamente cuando éstas se encuentran colapsadas por infinidad de automóviles. Así, los posibles destinos de los mismos deben ser expulsados a la periferia, con lo cual la ciudad se vacía y deja de ser el espacio comunitario que fue durante milenios. Las escuelas, los hospitales, los cines, las fábricas, los centros de ocio, de negocios y comerciales, todo debe trasladarse al exterior, convirtiendo el uso del coche en obligatorio y aumentando una vez más las ganancias de las compañías automovilísticas y petroleras, todo ello con el resultado previsible de que el colapso de la ciudad se traslada también a las carreteras. Así lo explicó André Gorz en su artículo La ideología social del automóvil: “Cuando todo el mundo pretende avanzar a la velocidad privilegiada de los burgueses, el resultado es que ya nadie avanza, que la velocidad de circulación urbana –en Boston como en París, en Roma o Londres– cae por debajo de la del ómnibus a tracción, y que la velocidad media en carreteras de salida durante los fines de semana es inferior a la de un ciclista”.* El proceso de descentralización se convierte con el tiempo en una verdadera supresión de la ciudad, como sucede en Estados Unidos, donde éstas se extienden cientos de kilómetros a los lados de interminables carreteras. Esto ya lo vio el filósofo austríaco Ivan Illich, quien escribió que “el norteamericano tipo dedica más de mil quinientas horas al año a su coche; esto incluye las horas que pasa al volante, en marcha o parado; las horas de trabajo necesarias para pagar la gasolina, los neumáticos, el peaje, el seguro, las multas y los impuestos… Este americano precisa mil quinientas horas para recorrer (al año) 10.000 km. Seis kilómetros le llevan una hora”. O sea, concluye Illich, “la gente trabaja una buena parte de la jornada para pagar los desplazamientos que necesita realizar para ir al trabajo”.**

En la actualidad, al no ser ya un lujo, y al no ser tampoco útil para desplazarse por la ciudad, los fabricantes de automóviles vuelven a los tiempos anteriores al fordismo para producir vehículos artesanales susceptibles de devolver a la élite el estatus perdido. A la entrada y a la salida de urbanizaciones privilegiadas, y en las autopistas de acceso a los lugares más selectos de veraneo, pueden verse automóviles “exclusivos” de ochenta mil euros, capaces de alcanzar los 350 km por hora, parados en uno de los seis carriles de acceso o desplazándose a la misma velocidad que un peatón. Gorz escribe: “La industria capitalista ganó la jugada: lo superfluo se ha vuelto necesario. Ni siquiera es preciso persuadir a la gente para que desee tener un auto: su necesidad está inscrita en las cosas. ¿Qué queda, entonces, de las ventajas del auto? ¿Qué ocurre cuando, inevitablemente, la velocidad máxima en carretera se establece en relación con la que el vehículo más lento está en condiciones de alcanzar? Justa vuelta de tuerca: después de haber matado a la ciudad, el coche mata al coche.”

Ese agente del capitalismo infiltrado en nuestras vidas que es el coche ha creado los problemas de inhabitabilidad de las ciudades, de pérdida de tiempo en los desplazamientos y de contaminación del aire, pero ha tenido también la maquiavélica previsión de hacer imposible toda alternativa. Pues en efecto ciudades como Los Ángeles, Detroit, Houston, e incluso algunas europeas, como Bruselas, han dictaminado la irreversibilidad del coche. Ese alineamiento de viviendas en los bordes de la carretera, esas zonas residenciales vacías, desperdigadas, deshabitadas, significan que “estas calles están pensadas para circular tan rápido como sea posible, desde el lugar de trabajo al domicilio y viceversa. Son calles para pasar, no para estar. Una vez concluido su trabajo, las personas no tienen más que quedarse en su casa, y cualquiera que se encuentre de noche por la calle debe ser considerado sospechoso… En ciertas ciudades norteamericanas se considera un delito el hecho de vagar a pie por la calle de noche”.

La automatización, mientras tanto, ha modificado completamente el proceso de fabricación del coche, de forma que las factorías han reducido su tamaño y ya no son el vivero de actividad sindical que fueron en su día. El hombre-robot ha sido eximido de su embrutecedor trabajo, que ha asumido directamente el robot auténtico, y con ello el hombre ha sido enviado a la oficina de empleo. En la actualidad, muchos ex trabajadores ahora desclasados, a los que en el Reino Unido llaman peyorativamente “chavs”, no pueden ni soñar con ser propietarios de un automóvil, y pasarán (si no lo han hecho ya) a engrosar las crecientes listas de alguna sub-categoría social. El espectacular proceso de democratización del automóvil ha llegado a su fin, y si sus fabricantes todavía logran sostenerse es gracias a las ayudas del estado y a los bajos costes de producción del Tercer Mundo, donde todavía subsisten trabajadores industriales sobreexplotados tal como los creó el capitalismo hace más de un siglo.
  
El hombre no se librará del automóvil por voluntad propia, sino sólo por necesidad, cuando se agoten los combustibles fósiles. La alternativa a esto, por ejemplo el coche eléctrico, tendría al menos la virtud de no contaminar, pero hoy por hoy nadie considera que esta tecnología vaya a sustituir al coche con motor de gasolina, por una parte porque las petroleras se niegan en redondo, y por otra porque la industria automovilística no la considera rentable. Previsiblemente, a medida que se agote el petróleo, veremos cómo el automóvil, esta vez eléctrico o movido por alguna otra fuente de energía (limpia pero cara), se convierte de nuevo en un lujo al alcance de muy pocos, situación a la que las poblaciones de los países desarrollados tendrán que adaptarse… como puedan. En ese momento algunas grandes ciudades concebidas para el coche deberán ser abandonadas; otras, liberadas del colapso automovilístico, tendrán que volver a ejercer su función de ciudades, es decir, de comunidades capaces de subvenir a la totalidad o a la mayor parte de las necesidades de sus habitantes, o lo que es lo mismo: podrá prescindirse por completo del transporte privado. Para ello el territorio, la ciudad, el barrio, deberá ser sentido como propio, no ya como espacio circulable, sino habitable.

Gorz contaba en su artículo lo siguiente: en una ocasión, cuando le preguntaron qué iba a hacer la gente con su tiempo después de la revolución, una vez suprimido el derroche capitalista, Herbert Marcuse respondió: “Vamos a destruir las grandes ciudades y a construir otras nuevas. Eso ya nos llevará un buen tiempo”.
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*André Gorz, La ideología social del automóvil, Le Sauvage, 1973. Puedes leer el artículo completo en la revista Ecopolítica 
**Ivan Illich, Energía y equidad, Le Seuil, 1985 [Obras reunidas I, Fondo de Cultura Económica, 2006]

martes, 12 de febrero de 2013

LECTURA POSIBLE / 88


LA SIESTA DE M. ANDESMAS, DE MARGUERITE DURAS: UN EJERCICIO DE ESTILO DESDE EL ABISMO

Ya existió hace años una traducción de este libro, inferior a la presente, con el título de Una tarde de M. Andesmas. Conviene saber que el original, publicado en su día por Gallimard, se llama L’après-midi de Monsieur Andesmas, y que la traductora, Amelia Gamoneda, justifica el título elegido por aquello de La siesta de un fauno, nombre que la tradición ha consagrado entre nosotros para el poema de Mallarmé y para el así llamado “preludio” de Debussy, en origen también un après-midi. No estorba al libro que comentamos este guiño musical e impresionista, pues musical, y acaso impresionista, si es que tal adjetivo puede atribuirse a una obra literaria, es esta nouvelle que en sus escasas cien páginas de pura delicia constituye una obra maestra de este género de tan acreditado linaje en las letras francesas.

No está de más recordar que la autora de Un dique contra el Pacífico y Los caballitos de Tarquinia fue también una excelsa cultivadora de la nouvelle, de la que hay abundantes muestras en su extensa obra. Novelas cortas son Moderato cantabile, El vicecónsul, La amante inglesa, El arrebato de Lol von Stein y El amante; y en realidad casi toda su obra, incluyendo la que más o menos conscientemente fue creada para el cine, se inscribe en la narración breve. La razón de esto se encuentra en el propio estilo, en su preferencia por novelar escenas, momentos, preferencia que dominó por largo tiempo en su carrera, en especial cuando se sintió atraída por una rigurosa objetividad que algunos han llamado “behaviorismo”, y cuando sus exactas y con frecuencia minuciosas descripciones dieron pie a considerar a Duras parte integrante de la Nouveau Roman. A esta fecunda época pertenece el libro que comentamos.

Aparecida en 1960, La siesta de M. Andesmas (Demipage, 2011) narra unas pocas horas de una tarde veraniega, horas que el protagonista, cuyo apellido evoca a Antelme, Des Fôrets y Mascolo, amantes los dos primeros y amigo el último de la propia Duras, dedica a la espera. M. Andesmas es un rico hombre de negocios ya jubilado. Hace un año ha comprado tierras y una casa en algún lugar de provincias, ya que su hija quería vivir cerca del mar. Y junto a esta casa solitaria, situada al borde de un abismo desde el que se contempla, a sus pies, una pequeña población es donde le encontramos, sentado en un sillón de mimbre y aguardando a Michel Arc, el contratista con el que se ha citado para discutir el emplazamiento de una futura terraza. Al impuntual contratista no llegaremos a verle, pero sí visitarán al anciano una de sus hijas y, más tarde, su esposa. Antes ha pasado frente a M. Andesmas un perro rojizo, y poco más o menos esto, junto al lejano eco de una música de baile que procede del pueblo, es todo el movimiento, la acción, que compone el relato. Eventualmente el personaje cambia de posición, se incorpora, vuelve a sentarse, da una cabezada. Es al volver en sí después de una de esas cabezadas cuando ve ante la casa a la hija del contratista, una niña, aparentemente, aunque después sabremos que tiene casi diecisiete años. Ella presenta algún indefinido trastorno psíquico en virtud del cual carece totalmente de memoria inmediata, o al menos esto deduce M. Andesmas a juzgar por su conducta. A la muchacha le regala en efecto una moneda de cien francos, que ella deja caer y de la que se olvida completamente, aunque sólo para “encontrarla” poco después y de nuevo dejarla caer. Intercambian algunas palabras referidas a la tardanza del padre de la joven, y después ésta se marcha para no volver. De hecho, la única verdadera conversación del relato es la que mantendrá M. Andesmas con la madre de la muchacha.

Por esta conversación, y por algunos pensamientos captados aquí y allá en la mente de M. Andesmas, advertiremos el que viene a ser el tema de la novela, que es también, más allá de la espera del informal contratista, la principal preocupación del personaje. Y es que Valérie, pues así se llama la hija, tiene ya dieciocho años, y su padre, que ha puesto en ella todo su afecto y virtualmente todo el sentido de su vejez, ve muy contra su voluntad llegado el momento en que ella, por así decirlo, le abandonará “por otro hombre”. Así pues, la soledad física en que encontramos a M. Andesmas, literalmente “al borde del abismo”, es metáfora de su enorme soledad existencial, también ella al borde de un abismo desde el que para más pesar del hombre procede el sonido de la música de baile, un baile del que verosímilmente participa Valérie, y, encima, con el detestable Michel Arc. Cuando las lilas florezcan, amor mío / Cuando las lilas florezcan para siempre es la cantinela que, a modo de leitmotiv, procede una y otra vez de la plaza en la que la gente baila. Así, la espera del contratista se convierte en la mente y en el corazón del viejo M. Andesmas en la espera de su hija, devuelta imaginariamente a la infancia y por tanto al amor exclusivo de su padre. Devuelta a la infancia: exactamente igual que la niña-muchacha del contratista. Además, de la conversación con la esposa de éste, madre según parece de cinco hijos, se deduce que tampoco ella ha pasado por alto la posible relación entre su esposo y la bella y deseable Valérie. Cosa curiosa y sorprendente: una de las pocas narraciones de Duras (¡quizá la única!) que carece por completo de una perceptible y manifiesta carga erótica, apela a una relación presumiblemente erótica que aquí queda sin embargo fuera de la escena, insinuada, lo que al fin y al cabo, pues el erotismo es sobre todo insinuación, viene a hacer también de éste un relato erótico, aunque por vía indirecta, en elipsis.

Pues sucede, claro está, que M. Andesmas no puede amar sensualmente a Valérie, lo que le asemeja a otros personajes de carácter pasivo que aparecen a menudo en la obra de Duras, y sobre todo al protagonista de ese relato también magistral que es El mal de la muerte, cuyo héroe, que ha alquilado a una jovencita para pasar con ella algunas noches de placer, resulta que está enfermo, pero enfermo “porque no sabe amar”, lo que hace que la prostituta exclame: “Qué raro, un muerto”.

Y esa es la tragedia de M. Andesmas, que no puede amar; y sin embargo ama, pero de un modo imposible. Ciertamente él sabe que la casa, la futura terraza, el estanque que también proyecta comprar, que el mismo lugar en el que se encuentra, y hasta el mismo sillón, que todo eso no podrá disfrutarlo él con Valérie, sino que lo disfrutará, como a la propia Valérie, otro. De este modo el relato incorpora uno de los temas, junto al del erotismo, típicos de Duras: el dolor, un dolor callado cuya intensidad nos es dado conocer sin necesidad de que el narrador nos lo detalle y sin recurrir tampoco al socorrido monólogo interior, un dolor del que participamos, con el que nos identificamos y del que somos solidarios. Como también participa de él la esposa de Michel Arc. “Valérie me tiene muy preocupada”, dice. Y también: “Necesité un año entero para aclarar el enorme problema que suponía el deslumbrante esplendor rubio de su hija. Un año para, simplemente, aceptar su existencia, admitir tal acontecimiento: la existencia de Valérie, y para sobreponerme al pavor que me daba la idea de que aún había de ofrecerse sin reserva alguna a alguien, pero ¿a quién? ¿a quién?” Y todavía añade: “Poco a poco, día tras día, empecé a pensar en Valérie Andesmas, que enseguida iba a estar en edad de dejarle”. De este modo, es la mujer la que pone palabras al sufrimiento del protagonista.

Mientras hablan, el coche negro de Valérie asciende por la carretera, seguramente ocupado, además de por la propia Valérie, por el inefable contratista, y en efecto, poco después se oye en la cercanía el coche, que se detiene, y a continuación unas risas. De nuevo indirectamente, por medio primero de la música de baile, y después del movimiento de su coche y de las risas que se oyen fuera de la escena, tenemos localizada a Valérie en todo momento; localizada, pero inalcanzable. Y sin embargo, aún invisible para nosotros, alcanzamos a comprender también el preciso estado de su conciencia, la expectativa que entretanto se abre a su espíritu. A ello alude la esposa de Michel Arc refiriéndose al trastorno mental de su hija: “Mientras está buscando, no se siente desgraciada. Es si encuentra algo cuando se inquieta, es si encuentra lo que busca cuando se acuerda por completo de haber olvidado”. Buscar, encontrar, olvidar: buscar la vida adulta, encontrarla, olvidar la infancia. Encontrar es perder, nos dice Duras sin decirnos directamente nada en esta obra excepcional cuyo protagonista es el tiempo que fluye y cuyas apenas cien páginas, además de un prodigioso ejercicio de estilo, nos transmiten una visión completa de la decadencia, de la vida que continúa a pesar de todo, pero lejos de nosotros; y una emocionada, pese a la aparente frialdad de la que se sirve, visión del mundo. Páginas inolvidables de esta mujer que es uno de los pocos verdaderos clásicos del siglo XX.

martes, 5 de febrero de 2013

DISPARATES / 57

FRUTO VIVAS: ÁRBOLES PARA VIVIR

“Las personas tienen que soñar; si no, las cosas simplemente no suceden”, escribió una vez el arquitecto Oscar Niemeyer, que a edad bíblica falleció el pasado diciembre en su natal Río de Janeiro. Como el brasileño, Fruto Vivas es un arquitecto que trasciende el espacio propio de su oficio, uno de esos hombres que, al igual que otros hacen literatura o filosofía, consigue con su arquitectura explicar también al hombre y su historia. Así, la obra se convierte, incluso a pesar del propio autor, en justificación de una forma de ver el mundo: un testimonio personal.

Fruto Vivas nació en el estado Táchira (Venezuela) en 1928. De origen sefardita, se graduó en la Universidad Central de Venezuela, y durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez colaboró con el mencionado Niemeyer en la construcción del Museo de Arte Moderno de Caracas, y con el ingeniero madrileño Eduardo Torroja en el Club Táchira, en cuya bóveda éste último pudo poner en práctica sus ideas acerca del uso de grandes estructuras de hormigón alabeado. Tras la caída del dictador se inicia en Venezuela una tímida democracia, Vivas ingresa en el Partido Comunista y en las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, y para la guerrilla construye diversos refugios y una fábrica de armas. Por entonces Vivas ya era un arquitecto unánimemente reconocido, y a esos difíciles años pertenecen algunas de las obras que le dieron fama: el Hotel Moruco en Santo Domingo, y la iglesia del Divino Redentor en San Cristóbal. Tras un tiempo en el exilio, en los años ’70 reemprende su actividad profesional, recibe el Premio Nacional de Arquitectura y construye el “Árbol para vivir”, conjunto de apartamentos ubicado en Puerto La Cruz. Se trata de una vivienda multifamiliar realizada en volúmenes horizontales sobre columnas. Más tarde recibe el encargo de diseñar el pabellón de su país para la Expo 2000 de Hannover. De tal encargo es producto “La Flor”, construcción vanguardista que reproduce la estructura de una orquídea y que recientemente ha sido de nuevo construida en Barquisimeto. En torno a un mástil central de dieciocho metros de altura, el edificio consta de dieciséis pétalos gigantes y movibles, los cuales pueden abrirse o cerrarse de acuerdo a las condiciones climáticas para favorecer la ventilación interior.

Vivas ha desarrollado sus ideas en textos como El Manteco y el futuro de la ciudad (1980), Crisis para la acción, la reflexión y el porvenir (1985), Crónicas de la rebeldía y el saber popular (2008) y Las casas más sencillas (2011), que fue presentado en la última Feria del Libro de Venezuela. Esta obra, editada por la editorial El Perro y la Rana, constituye un compendio de las ideas de Fruto Vivas acerca de la bioarquitectura y de lo que en pleno siglo XXI, en materia de sostenibilidad, podemos aprender de la arquitectura tradicional.

Los libros de Vivas, como sus edificios, se inscriben en la hoy apremiante reflexión acerca de la vivienda y el urbanismo, entendidos como hábitat para la vida del hombre en un entorno de recursos cada vez más limitados, en el que es preciso entenderse con la naturaleza. Todo ello ya estaba presente en las investigaciones de Vivas de mediados de los años ’50, cuando se convirtió en pionero del uso en la construcción de materiales naturales. Por entonces ya eran características sus casas de techos inclinados cubiertos con teja criolla, sus espacios internos fluidos y con cambios de niveles abiertos al exterior por medio de rejillas de madera para filtrar la luz, sus muros blancos y sus suelos de arcilla y piedra bruta o pulida. En gran parte estas técnicas constructivas, y los materiales empleados, respondían a la necesidad de paliar en el interior de las viviendas las altas temperaturas exteriores, así como a favorecer la circulación del aire. En conjunto, sus proyectos de aquella época se inspiraban en pautas ya definidas por una arquitectura popular que llevaba siglos adaptándose al entorno, en condiciones que reclamaban el máximo aprovechamiento de recursos como la energía y el agua. De ahí procede un modelo de vivienda social basado en un sistema modular de prefabricación que aún se emplea hoy en día.

Las casas más sencillas es hasta ahora el último de sus libros y también el título de un programa televisivo del que está a cargo el propio Vivas y que se emite con mucho éxito en la televisión pública venezolana. El libro, según sus palabras, es “un manual para el pueblo en el que se muestran métodos de construcción sencillos y económicos”, y en el que se reúne todo el aprendizaje de una vida dedicada al ejercicio y a la investigación del arte de hacer viviendas. Un arte que su autor aplica naturalmente a Venezuela y a Latinoamérica, pero que en la medida en que aspira a dar solución a problemas generales, también puede guiar a quienes en cualquier lugar se animen a construir su propia vivienda por sí mismos.


“En la naturaleza”, escribe Vivas, “encontramos el manejo de las corrientes convectivas de aire. Los árboles son el mejor ejemplo. Cuando se evapora el agua en las hojas por la acción del calor solar, hay una baja de temperatura que genera corrientes ascendentes, así se renueva permanentemente el aire interior de los árboles. Esta cualidad es la que en el desarrollo de mi trabajo he aplicado a las edificaciones, por lo cual las bauticé Árboles para vivir”. En la primera parte, el autor aborda el tema de los constructores de la naturaleza, en el que describe ejemplos de diversos insectos y aves y del uso que hacen de los materiales naturales para obtener el mayor aprovechamiento del espacio, del calor y del aire. Modelos semejantes son los que se encuentran en las primitivas formas humanas de construcción, que Vivas desglosa en tres tipos: las casas de hielo y de viento y la casa solar. La última estaba muy extendida en numerosas culturas, desde el norte de Europa hasta Ecuador, y consistía en un tejado de palma apoyado sobre dos horquetas verticales que permitían su inclinación, a fin de proteger a los moradores de los rayos del sol. Entre las viviendas aborígenes estudiadas por Vivas figuran las de la América precolombina y las de Indonesia y Mongolia. “Mi convicción”, explica, “es que las casas aborígenes son árboles para vivir pues poseen un bioclima extraordinario, lo que sirve de lección en la adecuación al medio y en la lógica estructural de las edificaciones”.

El mismo procedimiento del tejado de palma abatible inspira la construcción de bóvedas y cúpulas, cuya tecnología, pasando por el barro y el ladrillo, habría de llevar al uso del hormigón y a los innovadores materiales empleados por el propio autor en el pabellón de la Expo de Hannover. Siguiendo la técnica empleada durante miles de años en el sur de la India, Vivas propone la cúpula y la bóveda “como alternativa para resolver el problema más difícil en la construcción de la vivienda, que es el techo”, y esto mediante la confección de un molde curvo en el que en lugar de barro se vierte yeso, con el que es posible construir cubiertas de grandes luces y mínimo peso.

Toda una parte del libro está dedicada a la bioarquitectura, que Vivas divide en tres capítulos según el material empleado: biobarro, bambú y madera. “De la explotación racional de ésta”, escribe Vivas, “depende el futuro de bosques y ríos, como bien se ve hoy en las regiones tropicales, por lo que debe ir acompañada de eficientes políticas de reforestación”. El autor describe los distintos tratamientos de la madera y sus aplicaciones a la construcción de edificios, inspirándose en las enseñanzas de pueblos, como el de la Amazonía, que han vivido desde tiempos remotos en armonía con su entorno.

Las tecnologías aplicadas a la vivienda ocupan algunos de los capítulos más interesantes del libro, en los que Vivas hace toda una enumeración de técnicas asequibles que permiten aprovechar al máximo los recursos y una mejora de las condiciones de habitabilidad. Las de raíz popular son producto de una larga experiencia y de un lento perfeccionamiento, lo que no impide que hayan sido arrinconadas en beneficio de procedimientos industriales, a menudo menos eficientes y perjudiciales para el entorno. Herencia del conocimiento y la tradición popular son el taladro doble, la plomada inercial, el calentador solar pasivo, el nodo hidráulico, la lavadora basculante y el biodigestor, invenciones muchas de ellas que en nuestros días, y precisamente por su sencillez, sirven de estímulo a arquitectos e ingenieros para proponer soluciones innovadoras a problemas como la autogeneración de energía y el reciclaje de residuos. Muchas de estas propuestas son fruto de lo que el autor llama “la tecnología de la necesidad”, procesos que tienen lugar dentro de la categoría de la máxima eficiencia y al alcance del pueblo. Esta tecnología “está realizada con la mínima y óptima calidad de materiales, diferenciándose de las tecnologías del despilfarro donde hay exceso de material y, en consecuencia, altos costos”.

El libro concluye con un capítulo dedicado a la obra del propio Vivas, una obra orientada hacia la consecución de lo que llama la “vivienda integral”. Ésta no es otra cosa sino el árbol para vivir, el cual debe reunir tres requisitos: el abastecimiento de oxígeno, el abastecimiento alimenticio reciclable “y el confort del clima, la frescura, el aroma y el lecho de todos los demás seres vivos”. Para completar esta vivienda integral el autor sugiere la incorporación de instrumentos productores de energía limpia, la horticultura y la hidroponía. El libro, como se decía al principio, ha sido concebido como un manual, está escrito de manera amena y didáctica y cuenta con abundantes ilustraciones del autor. Igualmente, por contenido y formato es a la vez apto para la lectura y para servir de guía práctica, paso a paso, en la construcción de una vivienda. Tal vez sería mucho pedir que esta publicación se distribuyese en España, donde de nuevo la vida rural es para muchos una opción a tener en cuenta. Como decía Niemeyer, es preciso soñar para que las cosas sucedan. Y el propio Vivas, que pone fin a su libro con un Manifiesto Verde, escribe: “Es mi convicción el que se promocione una cultura de la inventiva. Que el hombre del pueblo no se encuentre tan alienado frente al consumo, sino que sea capaz de poner su imaginación al servicio de su autonomía. Ese sería el paso más decisivo hacia la autogestión. Los árboles para vivir se pueden definir como la bioarquitectura de los hombres libres”.

lunes, 4 de febrero de 2013

DISPARATES / 56


POBREZA Y PROGRESO. LOS CASOS DE ESTADOS UNIDOS Y VENEZUELA

Eric Draitser

¿A qué llamamos “Tercer Mundo” en 2013? Si tomamos la definición clásica del término, el Tercer Mundo comprende a los países (no blancos) que luchan por alcanzar altos niveles de desarrollo económico y que, generalmente, permanecen en la periferia de la economía mundial. Sin embargo, desde el comienzo de la crisis en 2007-2008, muchos de estos problemas tradicionalmente exclusivos de los países pobres a veces aparecen de un modo aún más flagrante en el llamado mundo desarrollado. Males socio-económicos como la pobreza, el hambre y el desempleo se han agravado terriblemente en los países capitalistas desarrollados, como Estados Unidos, donde los políticos y los medios de comunicación siguen seducidos por el brillante espejismo de la recuperación económica. Tiene sentido, pues, preguntarse a quién beneficia la recuperación económica, ¿a los pobres o a Wall Street? En todo caso, el mundo debería reconsiderar la naturaleza de este progreso. Es interesante al respecto comparar por ejemplo las estadísticas estadounidenses con las de Venezuela, en tanto que se trata de dos países que se guían por políticas económicas bien diferentes. Al hacerlo, empezamos a tener una idea más clara, más allá de lo que cuentan los medios de comunicación sometidos a distorsiones políticas, de los avances logrados por la Revolución Bolivariana, mientras que la situación de los pobres y los trabajadores estadounidenses continúa deteriorándose.

¿Qué es la pobreza?

Antes de definir la pobreza en Estados Unidos y Venezuela, es preciso analizar las diferencias existentes entre los dos países en la forma de medir la misma. En Estados Unidos, la pobreza se mide sólo por los ingresos del hogar, utilizando un valor denominado “umbral de pobreza” que es determinado por la Oficina del Censo. Esta medida, basada en un límite puramente arbitrario entre lo que es pobreza y lo que no lo es, rige la mayoría de los análisis y las decisiones sobre los estadounidenses pobres. Como debería ser obvio, el sistema ignora el simple hecho de que las personas que están justo por encima del umbral de la pobreza no tienen la vida mucho más fácil que los que se encuentran por debajo. En ambos casos, la privación es la norma. Por otra parte, la creciente inflación, la caída de los salarios y otros factores siguen afectando el poder adquisitivo y las vidas de los pobres, lo que hace su situación más problemática.

Venezuela, por su parte, utiliza una serie de valores muy diferentes para determinar la pobreza, tales como el acceso a la educación, agua potable, vivienda, etc. Por tanto, la pobreza en Venezuela no es una cuestión de ingresos, sino de calidad de vida. Midiendo la pobreza de esta manera, el gobierno venezolano tiene una visión mucho más completa de la situación socio-económica del país. Cabe señalar que, a diferencia de Estados Unidos, las estadísticas sobre la pobreza constituyen una de las referencias principales sobre las que el gobierno venezolano se apoya para tomar sus decisiones. Si bien la misma palabra “pobreza” ha llegado a convertirse en Estados Unidos en una palabra sucia (como lo demuestra la total ausencia de la misma en los debates presidenciales del año pasado), Chávez y la Revolución Bolivariana la han convertido en el elemento central de sus políticas públicas en todas las áreas.

¿Qué dicen los números?

Cuando examinamos los datos recogidos por la Oficina del Censo de Estados Unidos, hay muchos hechos perturbadores. Ante todo hay que señalar que para el 2012 el umbral de la pobreza para una familia típica de cuatro personas estaba fijado en 23.050 dólares brutos anuales (17.000 euros). Téngase en cuenta que esta cantidad es bruta y que de ella hay que descontar los impuestos, por lo que ni siquiera refleja la verdadera gravedad de la situación sufrida por estas familias. Quienes conocen el coste de la vida en Estados Unidos se dan cuenta inmediatamente de que la “pobreza”, así considerada, es una broma cruel. En la práctica, este nivel de ingresos es sinónimo de pobreza extrema, lo que significa falta de lo necesario para la vida humana. Así que, en realidad, no estamos hablando de los “pobres”, sino de los que están en peligro de muerte debido a la desnutrición, las enfermedades graves que podrían curarse, y un sinnúmero de otros problemas. Además, cabe señalar que el ingreso promedio de una familia (de todas las familias, no sólo los pobres) sigue disminuyendo drásticamente: se redujo un 8,1% desde 2007. Por tanto, es evidente que la pobreza no sólo es alta, sino también que aumenta.

California, que ha sido durante mucho tiempo el buque insignia de la economía, tiene ahora, además de Silicon Valley y su hermosa costa, la tasa de pobreza más alta en los Estados Unidos. Medida de acuerdo con la Oficina del Censo, California puede presumir de tener una tasa de pobreza del 23,5%, y si sumamos a los que no cumplen con los requisitos técnicos que se incluyen en esta figura pero viven al margen de la economía, podemos decir que la pobreza se está extendiendo como una epidemia en California. Como explicó Timohty Smeeding, economista de la Universidad de Wisconsin Madison, “en general, la red de seguridad permite a muchas personas mantenerse a flote, pero es relativamente más difícil obtener cupones de alimentos y otros tipos de asistencia.” Vemos, pues, que en el estado más poblado de la nación, y supuestamente el primero en el plano económico, la situación de los pobres es devastadora y cada vez más personas sobreviven sólo con la ayuda del gobierno. Todo esto, por supuesto, con el telón de fondo de la austeridad en forma de la “entitlement reform” (“reforma de las prestaciones”) que quieren imponer tanto demócratas como republicanos y que efectivamente recortará estos programas de asistencia que son absolutamente esenciales para la supervivencia de millones de estadounidenses.

Los ingresos no pueden ni deben ser el único indicador de la pobreza y la situación económica. En realidad, hay muchos otros factores a tener en cuenta, tales como el acceso a una alimentación adecuada, algo crucial para los niños cuyos padres son pobres. De hecho, los datos más recientes del USDA muestran que, ya en 2011, al menos 18 millones de familias estadounidenses estaban en situación de “inseguridad alimentaria”. Y esto es sólo la punta del iceberg si pensamos en los millones de hogares que no fueron incluidos en esta estadística, pero que hasta ahora no pueden pagarse una comida de calidad, así como las muchas familias que escapan de la inseguridad alimentaria sólo a través de los programas de asistencia del gobierno, tales como el Programa de Asistencia de Nutrición Suplementaria (SNAP), conocido popularmente como “tickets de alimentos”. La falta de acceso a alimentos de buena calidad es una situación ampliamente generalizada en los barrios urbanos pobres, donde los negros en particular tienen dificultades para proveer a sus hijos con otra cosa que comidas preparadas y productos de gama baja.

Lo que constatamos al examinar esta información es que la inseguridad alimentaria y la pobreza no son sólo indicadores de dificultades económicas, sino que también definen las clases sociales. EE.UU. es el hogar de una sub-clase cada vez más grande que incluye a los trabajadores de más edad y los negros, pero aún afecta a más personas de otras comunidades de color. En todas las ciudades importantes y cada vez más en los barrios blancos que una vez fueron prósperos, la pobreza se ha convertido en una realidad cotidiana, una realidad apenas oculta por la ilusión colectiva de la “recuperación económica”.

El modelo venezolano

A diferencia de Estados Unidos, Venezuela está avanzando rápidamente en la erradicación de la pobreza, y esto en un país que durante décadas ha sido uno de los más pobres y más explotados del continente americano. En efecto, a pesar de su riqueza petrolera y sus vastos recursos, la pobreza se impuso en Venezuela, especialmente en las comunidades indígenas y campesinas. Este fue el resultado de un sistema colonial y post-colonial que permitió a una pequeña élite de piel blanca dominar el país, al tiempo que mantenía al resto de la población en condiciones de pobreza extrema. La situación comenzó a cambiar con Hugo Chávez y la Revolución Bolivariana. Chávez, quien ha llegado a convertirse en un héroe a los ojos de los venezolanos pobres, comenzó inmediatamente a trabajar para realizar su modelo socialista con la lucha contra la pobreza en el centro de su proyecto político. Y continúa el mismo proyecto desde que llegó al poder hace catorce años.

Como he dicho antes, Venezuela utiliza varios criterios para medir la pobreza: el acceso a la educación, al agua potable y a una vivienda adecuada, la ocupación de una sola habitación por familias de más de tres personas, y los hogares cuyo cabeza de familia tiene menos de tres años de estudios. Estas estadísticas, conocidas como el sistema de cálculo de las Necesidades Elementales No Satisfechas, dan resultados sorprendentes. En los últimos diez años, el número de venezolanos que viven en la pobreza (los que reúnen al menos dos de los mencionados síntomas de pobreza) cayó del 11,36% a 6,97%, una reducción de casi la mitad. Al mismo tiempo, la esperanza de vida y la población han aumentado significativamente, lo que muestra la mejora de los servicios de salud. Un dato importante para la población nativa indígena, el grupo más marginado históricamente. Durante los últimos diez años, su número ha aumentado constantemente y ahora son el 3% del total de la población. Esto demuestra que los servicios sanitarios no sólo son mejores, sino que se han vuelto accesibles a los segmentos más pobres.

Cabe señalar que una de las piedras angulares de los programas de lucha contra la pobreza del gobierno bolivariano ha sido el aumento exponencial de la vivienda pública. El presidente Chávez anunció la Gran Misión Vivienda en 2011 para combatir la pobreza que enfrentan muchas familias venezolanas que viven en viviendas precarias y peligrosas. En septiembre de 2012, más de 250.000 casas habían sido construidas y entregadas a familias pobres de Venezuela. Esta cifra debería aumentar aún más en los próximos años, en cumplimiento de los planes vigentes de construcción de viviendas asequibles.

A pesar de la crisis económica mundial, el gobierno de Chávez continúa desarrollando sus programas contra la pobreza, como la vivienda y la salud, mientras que la mayor parte del llamado mundo desarrollado se ha dejado ganar por la histeria de la austeridad. La Revolución Bolivariana ha dado prioridad a la tarea de reducir y erradicar la pobreza, finalmente, en un país donde la pobreza era una tradición histórica y una realidad supuestamente ineludible. En la Venezuela post-colonial se experimentó la opresión y la dominación de Estados Unidos y del reino de las multinacionales, mientras que los pobres y la clase trabajadora vivían en la miseria. Esto es lo que el gobierno de Chávez se esfuerza en corregir, y lo que le hace tan caro al corazón de los venezolanos.

Las economías capitalistas desarrolladas de América del Norte y Europa están tratando desesperadamente de mantener su hegemonía y la supervivencia a través de los programas de austeridad económica que están diseñados para transferir el peso de la depresión causada por los financieros y los especuladores a los pobres y la clase trabajadora. Los recortes draconianos en los servicios sociales de los que dependen millones de estadounidenses son una evidencia de este proceso. A diferencia de Venezuela, las potencias imperialistas occidentales quieren destruir la red de seguridad social y aumentar la miseria y la desesperación de la población.

De hecho, la crisis permanente del capitalismo post-industrial avanzado es un sistema económico que ensancha la brecha entre ricos y pobres, crea enormes fortunas y pobreza extrema y mantiene reducida a la pobreza a las clases más bajas. Es por ello que republicanos y demócratas, Obama y Boehner, el presidente de la Asamblea, son igualmente responsables del sufrimiento de los estadounidenses pobres, los cuales pueden todavía mirar a Venezuela y a la Revolución Bolivariana para encontrar el modelo de una visión verdaderamente progresista del futuro.

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Eric Draitser es el fundador de Draitser StopImperialism.com. Es un analista geopolítico independiente que vive en Nueva York.

Fuente: Le Grand Soir