martes, 28 de abril de 2015

LECTURA POSIBLE / 179

LAS MEMORIAS DE GIACOMO CASANOVA

Dos ciudades, como amantes celosas que reclamaran cada una para sí el recuerdo convertido en reliquia del amado ausente, se disputan hoy la propiedad de Giacomo Casanova: su natal Venecia, a cuyos carnavales contribuye aquél con un variado merchandising, y Duchcov, antigua Dux, en la República Checa, donde a principios de junio se celebran “las Fiestas de Casanova”, que se componen de exhibiciones de esgrima, hípica y cetrería, todo ello en torno al palacio de la ciudad, donde, ejerciendo de bibliotecario, pasó el seductor sus últimos años. No parece que al anciano Casanova le gustara mucho el clima de Bohemia, y es a esto, a sus por entonces ya perdidas facultades amatorias, y a lo mucho que se aburría en la biblioteca en la que había sido empleado por el conde de Waldstein, a lo que debemos las extensas memorias, así y todo incompletas, que nos ha dejado.

En el Carnaval veneciano, sin embargo, no es fácil encontrarse con Casanova, ya que si acaso anda por allí debe ir bajo una máscara y un dominó. El que aparece en Duchcov es un señor gordo que se apea de una carroza a la puerta del palacio. El hombre hace reverencias, besa las manos de las damas, dice cuatro cosas que nadie entiende, ya que habla en una lengua de su invención (el checo-italiano), sube las escaleras y ya no se le vuelve a ver hasta el día siguiente, cuando saluda desde el balcón. Uno habría querido no ver al maestro del amor cortés en la época de su decadencia y decrepitud, y habría sido preferible encontrársele, si no de joven, al menos ya maduro, cuando pasó por Madrid y aprendió a bailar el fandango con el que concluían los festejos en el Teatro de los Caños del Peral, si el conde de Aranda daba su permiso. Entonces, a causa de la edad, como él decía, “la fortuna había empezado a darle la espalda”, lo que no le impidió conquistar a la joven doña Ignacia, hija mayor del zapatero remendón de la calle del Desengaño.

La Historia de mi vida, el libro de memorias que escribió Casanova, es de esos libros que le hacen sentir a uno la nostalgia de una época que no ha vivido, al menos en la vida presente. El mundo que ahí queda registrado es el anterior a la Revolución Francesa. Ya se ha dicho que está inconcluso: Casanova no tuvo tiempo de acabarlo, y por eso no contó sus andanzas en los años revolucionarios y en los posteriores. Sabemos, sin embargo, que estaba triste, no por la revolución, sino porque en esos años iban muriendo sus escasos amigos. “Miradme”, escribe al conde de Waldstein en la carta que redactó para aceptar el cargo de bibliotecario en Duchcov, “he recorrido los países del mundo, las cárceles del mundo, los lechos, los jardines, los mares, los conventos… Fui abad entre los muros de Roma y era hermoso ser soldado en las noches ardientes de Corfú. A veces he tocado un poco el violín, y vos sabéis, señor, cómo tiembla Venecia con la música y arden las islas y las cúpulas… Escuchadme, señor, de Madrid a Moscú he viajado en vano, me persiguen los lobos del Santo Oficio, llevo un huracán de lenguas detrás de mi persona, de lenguas venenosas. Y yo sólo deseo salvar mi claridad, sonreír a la luz de cada nuevo día, mostrar mi firme horror a todo lo que muere. Señor, aquí me quedo, en vuestra biblioteca. Traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces, sueño con los serrallos azules de Estambul”.

Podría intentarse resumir los centenares de páginas de esta autobiografía que su autor redactó en francés, ya que pasaba por ser la lengua más extendida del momento, con una sola palabra, la cual debería ser también el compendio de toda la época: lo galante. Como otras muchas, es palabra que hoy ha perdido la mayor parte de su significado, el cual resulta tan difícil de precisar en abstracto como fácil de comprender cuando el lector se sumerge en estas páginas. Lo galante es una combinación de la que forma parte lo que hoy todavía se llama galantería, que tiene que ver con la educación y con el flirteo; pero que incluye una desenvoltura cortesana, que no es sólo artificio, mucho más amplia. Ésta debía reflejarse en el trato con las personas, y no sólo con los ministros y diplomáticos, sino también con la gente común, ya que la vida galante es anuncio de una incipiente democracia. Casanova, que había hecho sus conquistas entre las clases sociales más elevadas, eligió a la hija de un zapatero como objeto de seducción durante su estancia en Madrid, y no porque hubieran dejado de requerirle las damas de noble cuna, de las que algunas le hicieron algo más que insinuaciones en esos mismos meses, sino porque aquella joven y bella doña Ignacia poseía de natural otra especie más saludable de nobleza. A Casanova le hacían gracia los prejuicios clasistas que conoció en España, que se referían al uso generalizado y arbitrario del “don”, y en particular le asombraban las ínfulas del padre de la joven, el cual se consideraba por encima de los zapateros vulgares e incapaz por tanto de tocar el pie a su clientela. Lo galante es un protocolo social, una etiqueta, pero también tiene un sentido más profundo que sirve para medir el valor de un ser humano, aunque sea analfabeto: es el signo de la Ilustración.

En tiempos de Casanova la vida galante tropezaba ya con dificultades casi insuperables que a menudo a él le hicieron pasar como por arte de magia del palacio a la cárcel. Esos obstáculos eran de diferente índole, e incluían la Inquisición, la burocracia y las deudas. Había otros: las enfermedades sexuales, las intrigas, las envidias, las malas lenguas. El hombre galante es además por naturaleza hombre de letras, lo que añade a todo lo anterior los reveses propios del oficio. El don de gentes del que presume el galán no le exime de los accidentes que son propios de quien socialmente se encuentra en terreno de nadie, que carece de profesión y de domicilio y vive al día, al albur de su ingenio y de sus relaciones mundanas. Casanova, siendo por naturaleza el hombre de su tiempo, es un adelantado, ya que precisamente el suyo era un tiempo que auguraba cambios. La libertad de su existencia es de las que deben esquivar de continuo toda clase de amenazas, empezando por el rigor kafkiano y la obstinación de los inquisidores, y siguiendo por el papeleo indispensable (el cúmulo de pasaportes, salvoconductos y otros documentos) que ya entonces era indispensable para moverse por el mundo. La variable fortuna, para Casanova, es como el capricho de un niño que juega con una bola de billar, empujándola de un lado a otro para procurarse diversión. Se comprende que la suerte no juegue con la bola de marfil como lo haría un jugador experto, el cual calcula la fuerza, la velocidad y la distancia, pero a pesar de este razonamiento, confiesa, “lo que observo me asombra”.

La pasión sexual en la que es diestro Casanova y que literalmente, con perdón, pone patas arriba a las mujeres de los nobles, adornando las frentes de éstos con respetables cornamentas, es indicio del antagonismo social que, al mismo tiempo que él, estaban señalando Goldoni, Beaumarchais y Lorenzo da Ponte. A la aristocracia le dice nuestro autor: “Desgraciados condes y marqueses, que os complacéis en rebajar el amor propio de un hombre que mediante hermosas acciones quiere convencernos de que es tan noble como vosotros. Guardaos frente a él si es que conseguís rebajar su pretensión y degradarle: embargado por un justo desdén, os desgarrará a dentelladas, y con razón”. Pues sucede que la nobleza ha sido definida de un modo nuevo, según el cual “el hidalgo es un hombre que quiere ser respetado, y que cree que para serlo no hay otra manera que la de respetar a los demás, vivir decentemente, no engañar a nadie, y no mentir nunca cuando quien le escucha debe creer que dice la verdad”. Este programa burgués y revolucionario, proclamado por un hombre que se sentía menospreciado por la fortuna, juguete de los antojos de un viejo régimen que no terminaba de morir, es en última instancia el que le enfrentó a las instituciones allá donde fue: en su Venecia natal, que le condenó a la prisión de Los Plomos, en París y más tarde en Madrid, capital de un reino asfixiado por la Inquisición, “con la cual España nunca será feliz”.

El anciano Casanova que escribe sus memorias lo hace con la conciencia de que la suya ha sido una existencia que merece quedar registrada, para lo cual a veces debe desfigurar la realidad a fin de presentarse a sí mismo de un modo favorable; pero también escribe llevado por el afán de revivir idealmente las aventuras, no sólo amorosas, de las que ahora está privado. Al someterlas a examen, sin embargo, hace el melancólico descubrimiento de que “el dolor parece infinitamente mayor que el placer que ya se ha experimentado. El placer ya no existe, sólo se es sensible al dolor”.

Capítulo importante entre nosotros, como es natural, es el que el autor dedica a su viaje por España, de la que conoció muy bien Madrid, y de su paso por Toledo, Zaragoza, Sagunto, Valencia, y Barcelona. El libertino se relacionó en ésta última con la amante del capitán general de Cataluña, bailarina de veintidós años que a él le hizo tomar conciencia de sus canas, ya que resultó ser una buena pieza mucho más disoluta que él mismo. “Me contó”, escribe, “gran cantidad de historias de jodienda, de las que ella era el principal personaje, que le habían sucedido en su vida”. Y no deja de ser curioso que su juicio al respecto de España sea semejante al que todavía hoy muchos foráneos tienen del país: “¡Pobres españoles! La belleza de su tierra, la fertilidad y la riqueza son la causa de su pereza, y las minas del Perú y del Potosí lo son de su pobreza, de su orgullo y de todos sus prejuicios. Es paradójico, pero el lector sabe que lo que digo es verdad. Para convertirse en el más floreciente de todos los reinos, España tendría necesidad de ser conquistada, cambiada de arriba abajo y casi destruida; renacería apta para ser la morada de los dichosos”.

Puede consignarse aquí, por si acaso no se ha deducido de todo lo anterior, que las memorias de Casanova son una fuente inagotable de bellezas, de celebración de la vida y de noticias acerca de la Europa de su siglo, desde la aristocracia hasta los bajos fondos, de las artes, de la política, de las costumbres y de aquel general conflicto dieciochesco que afectó a todos los estamentos, que está lejos de haberse resuelto y del que somos hijos. El manuscrito fue vendido a un editor alemán en 1820, más de dos décadas después de la muerte de su autor. Revisado entonces por Jean Laforgue, apareció corregido y censurado, y sólo en 1960 las editoriales Brockhaus y Plon rescataron y publicaron el manuscrito original, habiendo permanecido éste inédito en castellano hasta que recientemente lo publicó la editorial Atalanta. El año pasado la misma editorial reunió en un estuche los dos volúmenes de las memorias junto al ensayo Los últimos años de Casanova, que nos informa de la parte de su vida que el autor no tuvo tiempo de describir y del que son autores Joseph Le Gras y Raoul Vèze. Un libro que hace realidad el ideal ilustrado: aprender y disfrutar.

martes, 21 de abril de 2015

LECTURA POSIBLE / 178

GRASS, GALEANO, MASPERO: LO QUE HAY QUE DECIR

Decía Aleksandr Solzhenitsyn que hasta que no llegó a Occidente y pasó dos años observando a su alrededor, no pudo nunca imaginar “cómo una extrema degradación ha producido un mundo sin voluntad, un mundo cada vez más petrificado frente al peligro que tiene que afrontar. Hoy todos estamos al borde de un cataclismo histórico, una inundación que se tragará la civilización y cambiará las épocas”.

Los últimos días han presenciado la desaparición de tres hombres que, cada uno en su campo, o más bien en los múltiples que cultivaron, han sido modelos de resistencia ante esa petrificación de la que advertía el autor ruso, y de una forma de entender la literatura, en sus variantes de creación y edición, que con ellos da sus últimas bocanadas, cercada como está por imperativos económicos, autocensuras y connivencias interesadas. Las muertes de Günter Grass, Eduardo Galeano y François Maspero son un signo de los tiempos, signo que carece del canto de una sibila bíblica y que nos anuncia el fin de un modo de concebir el papel del intelectual en la sociedad: el del novelista y dibujante que nunca dejó de ser niño y que no perdió, por ello, la memoria; el del poeta y ensayista que desde la solitaria independencia del sentido común vio y explicó que el mundo, últimamente, andaba al revés; y el del editor que publicaba por pasión personal y que en cierta ocasión, con esa perspicacia que tienen los buenos editores para expresar el sentido del pensamiento y del impulso moral de las mentes más lúcidas de su tiempo, escribió: “Siempre es interesante profundizar en las cuestiones que, por sí mismas, parecen cada vez más sin respuesta. La respuesta se aleja siempre”. Esta respuesta que no está a nuestro alcance es la causa primera y acaso última de las artes y los oficios literarios, los cuales, a medida que se extinguen los que vieron en ellos algo más que el propósito de vender libros, se empobrecen y degradan a imagen de la sociedad –reducida ya a mero mercado– en la que nacen y a la que van dirigidos.

Estos tiempos en los que se ha determinado que todo lo que se escribe, lo que se graba y se filma para la televisión y el cine, lo que se representa en los escenarios, lo que se distribuye en los centros comerciales y sitios web en forma de libro, de disco o de archivo electrónico es puro entretenimiento no parecían ya los tiempos de Grass, Galeano y Maspero, testimonios vivientes hasta hace unos días de que la cultura, o las culturas, mejor dicho, son posibles. Van quedando pocos como ellos, y algunos tienen más de ochenta años.

En una reciente entrevista decía uno de esos octogenarios, Zygmunt Bauman, que los nuestros son unos “tiempos de liquidación”, siendo la cultura, en uno de los primeros lugares, parte de esa lista de bienes liquidables en beneficio de ya sabemos qué multinacionales y en perjuicio de una masa de usuarios llamados a consumir lo que se le venda en un supremo estado de apatía y de inconsciencia.

Ese fruto del humanismo que es la cultura, como el propio humanismo, es un invento reciente cuya existencia, como decía Foucault, si se ha caracterizado por algo, ha sido por su precariedad. El siglo pasado fue en el curso de la historia humana el que mostró hasta entonces un mayor avance tecnológico, y fue también el peor siglo para el humanismo. El nuestro ha heredado de aquél el afán por el progreso técnico, y también un creciente cuestionamiento del ser humano, el cual paradójicamente nos está devolviendo a condiciones de vida y de lo que solía llamarse “el espíritu” que se creyeron felizmente superadas a finales del siglo XIX. La certeza fundamental de la Ilustración, la de que el mundo es manifiestamente mejorable, subsiste pese a todo, y uno de los ámbitos naturales de su pervivencia es el de la vida intelectual, el de ese “hombre moral” aristotélico que es el escritor.

A mediados de 2012 se produjo una de las últimas apariciones públicas de Günter Grass. El autor de El tambor de hojalata publicó entonces en el diario Die Welt y en otros periódicos europeos y americanos un poema titulado Lo que hay que decir. No le dejaron publicar mucho más. En el poema, que se refería a un posible ataque preventivo de Israel contra Irán, el autor se interrogaba acerca de su propio silencio al respecto, consecuencia, decía, de un silencio generalizado que era percibido por él como “gravosa mentira” y “coacción”. El nombre de la condena destinada a quienes se atrevían a romper ese silencio figuraba ya en el propio texto de su poema, y fue dictada el mismo día, pues el periódico de Axel Springer hizo acompañar el poema de Grass por un artículo titulado Günter Grass, el eterno antisemita, artículo que pasó en el acto a ocupar un lugar preferente en la historia general de la infamia y que retrataba a Grass como un “antisemita culto, atormentado por la culpa y la vergüenza”. Unos días después el gobierno de Israel solicitó formalmente que se le retirara el Premio Nobel. Grass, ciertamente, predijo su condena, pero lo que no pudo predecir fue la rapidez con que se dictó ni el tumultuoso silencio en los que ha pasado sus tres últimos años de vida.

Pero la obra de Grass, que ocupó un lugar central en las letras alemanas en la segunda mitad del siglo pasado, ya hacía tiempo que había emprendido su gradual e irremediable deslizamiento hacia los bordes, hacia el margen. No podía ser de otra manera tratándose de un autor cuyas narraciones solían ubicarse en los espacios despreciados por los libros de texto. En una de ellas, A paso de cangrejo, evocó la tragedia de los alemanes evacuados de Prusia Oriental en 1945. En otra, titulada Anestesia local y que ha sido reeditada por Capitán Swing, manifestó mediante el estado de semiinconsciencia de un profesor universitario, en la consulta de un dentista, el desvarío de una juventud que en los años sesenta soñaba con la revolución mientras disfrutaba de los privilegios que les reservaba su buena cuna. La sátira de este texto, como en muchos de los suyos, resulta ser la expresión más justa de una visión del mundo tomada siempre a contracorriente, que por ello resultaba incómoda y que tenía su origen, como confesó en una de sus últimas entrevistas, “en el dolor”. Un dolor que ya estaba presente en aquellas novelas épicas que fueron El rodaballo y La ratesa, narraciones que este niño que se negó a crecer dedicó a plasmar las al parecer innatas facultades del hombre para la autodestrucción.

A esa autodestrucción también ha dedicado Eduardo Galeano no pocas de sus páginas. Desde Las venas abiertas de América Latina, el propósito de Galeano de comprender racionalmente su mundo se fue trocando en una prosa y una poética originales cargadas de ironía y desparpajo. El decir mucho con pocas palabras es noble y difícil arte en el que Galeano ha sido maestro, lo que llevó al autor uruguayo a denunciar con frecuencia la “inflación palabraria” de América Latina, que él consideraba “más jodida y peligrosa que la inflación monetaria”. En una de sus últimas y memorables comparecencias públicas, en México, empezó su charla con las palabras: “Seré breve”, y la concluyó con una anécdota recogida en Barcelona al inicio de su exilio. Allí conoció a Josep Verdura, hijo de un obrero anarquista que en nuestra postguerra, al salir de la cárcel, buscó durante meses trabajo inútilmente. La frustración y la soledad de este hombre, casado con una beata de misa diaria, le fue descrita a Galeano por su hijo, el cual, educado por la madre, trataba desesperadamente de salvar a su padre de la condenación eterna. “Pero, papá –le preguntó Josep, llorando–, pero, papá… si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?”. Y el obrero, cabizbajo, casi en secreto, dijo: “¡Tonto, tonto! ¡Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles!”

En Patas arriba. La escuela del mundo al revés, que ha vuelto a reeditar Siglo XXI, el autor se sirvió del personaje de Alicia para mostrar un mundo cuya absurdidad puede ser vista sin que traspasemos el espejo. El libro es una buena ilustración de ese oficio literario de Galeano en el que se combinan el ensayo, la crónica, la poesía y la narración; y también aquí, como en la obra reciente del ya mencionado Bauman, se alude al necesario aprendizaje de la liquidación para triunfar en la escuela del mundo al revés: “El arte de engañar al prójimo”, dice Galeano, “que los estafadores practican cazando incautos por las calles, llega a lo sublime cuando algunos políticos de éxito ejercitan su talento. En los suburbios del mundo, los jefes de estado venden los saldos y retazos de sus países, a precio de liquidación por fin de temporada, como en los suburbios de las ciudades los delincuentes venden, a precio vil, el botín de sus asaltos”. Las de Galeano son palabras que se encuentran en las antípodas de lo que hoy reclama la industria del ocio, ya que están destinadas a desvelar y a convencer. Ello explica que Hugo Chávez, con los mismos fines, regalara a Barack Obama un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, libro, también él, de fabulista, pero de un autor de fábulas verdaderas.

Algo de niño que se negó a crecer, como Grass; y algo de fabulista, tuvo también François Maspero, maestro de editores que ya tenía a su espalda una buena colección de títulos publicados cuando en los años sesenta orientó su editorial hacia los temas del Tercer Mundo y el colonialismo. A él le debemos los españoles esa ya legendaria revista de nuestro exilio que empezó a publicarse en 1965 y que se llamaba Cuadernos de Ruedo Ibérico, y que pudo publicarse en París hasta 1979 a pesar de las censuras gubernativas y de los atentados de la extrema derecha. Maspero publicó obras de Régis Debray, Bernard Henry-Lévy, Georges Perec y Jean-Paul Sartre, entre muchos otros, y su editorial fue durante décadas referencia imprescindible para el pensamiento de izquierdas. Paralelamente a su trabajo como editor, Maspero desarrolló una producción propia de la que por fortuna disponemos entre nosotros de un interesante ejemplo, Gerda Taro, la sombra de una fotógrafa, que ha traducido la editorial La Fábrica. Dividido en tres partes, el libro contiene una entrevista ficticia con la fotógrafa, en la que el autor imagina cómo habría sido su vida si no hubiera muerto a los veintiséis años cerca de El Escorial, durante un avance de las tropas fascistas. El libro se completa con el relato del encuentro de Gerda con Robert Capa y el de sus viajes a la España en guerra, y con una reflexión acerca del papel y la responsabilidad política de los medios escritos y del nacimiento del fotoperiodismo moderno.

El pasado día 15, con motivo de la preparación del Congreso que el Partido Socialista francés celebrará en Poitiers en junio, el flamante primer secretario del partido, Jean-Christophe Cambadélis, presentó una moción, que fue aprobada, dirigida a “salir de la vía de la austeridad auspiciada por Angela Merkel”. En su segunda página la moción afirma que uno de los principales obstáculos con que se encuentra hoy la izquierda es el de que “ha perdido su hegemonía cultural”, como resultado del auge de las ideas nacionalistas e identitarias. “El bienestar”, se lee allí, “no puede confundirse con el tenerlo todo, la felicidad no consiste en consumir sin cesar más bienes y servicios, sino en realizar todas las potencialidades humanas, y en particular las más elevadas: ejercer nuestra libertad, dar rienda suelta a nuestra creatividad, acceder a las realizaciones y a las prácticas culturales, enriquecer nuestros lazos sociales”. Según el documento, “la construcción de una sociedad solidaria requiere de la virtud emancipadora, liberadora y creativa” de la cultura. Bellas palabras del representante de un partido que es gobierno y que prometió hace tiempo a las librerías independientes, en su lucha con Amazon, una ayuda económica que todavía no ha llegado.

Los intelectuales críticos, de los que se espera que ejerzan su labor de desvelar y convencer, saben por experiencia (no sólo los octogenarios) que no deben esperar mucho del poder. Hacer preguntas que no tienen respuesta, y enfrentar la petrificación dominante de la que hablaba Solzhenitsyn, son hoy, como siempre, cosa de unos pocos voluntarios, niños con memoria, persuadidos de lo que hay que decir.

domingo, 19 de abril de 2015

DISPARATES / 133

La justificada sensación de muchas personas que habitan el llamado "primer mundo" de que sus condiciones de vida empeoran, y la de que aún empeorarán más las de sus hijos, es ahora causa de un pequeño desconcierto que se manifiesta de manera disparatada de variadas formas, de lo que es resultado que algunos sigan hoy al pie del famoso balcón en el que un ejemplar alcalde iba a dar una explicación. La explicación seguimos esperándola, pero mientras tanto es útil ilustrarse con los brillantes comentarios que al respecto de la crisis han formulado los más eminentes representantes de nuestra sociedad. El siguiente texto es un compendio de sabias palabras que fue publicado originalmente en el periódico de Munich Süddeutsche Zeitung en 2012, habiendo correspondido su compilación al periodista Wolfgang Luef. La vigencia de estas ilustradoras citas, junto al rigor intelectual que demuestran los responsables de las mismas, son suficiente motivo para que se publiquen aquí, tres años después.


LA CRISIS: HABLEMOS CLARO

"Rusia no es Grecia". (Vladimir Putin, primer ministro ruso, marzo de 2010)

"Francia no es Grecia". (Christine Lagarde, directora del Fondo Monetario Internacional, mayo de 2010)

"Portugal no es Grecia, España no es Grecia". (Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo, mayo de 2010)

"España no es Grecia. Pero si Grecia ha llegado a la situación en la que se encuentra, es por una política similar a la que aplica Zapatero en España". (Mariano Rajoy, jefe de la oposición española, mayo de 2010)

"Hungría no está en la misma situación que Grecia". (Olli Rehn, comisario europeo de Asuntos Económicos y Monetarios, junio de 2010)

"A todas luces, Hungría no es Grecia". (György Matolcsy, ministro húngaro de Economía, junio de 2010)

"España no es ni Irlanda ni Portugal". (Elena Salgado, ministra española de Economía, noviembre de 2010)

"Ni España ni Portugal son Irlanda". (Ángel Gurría, secretario general de la OCDE, noviembre de 2010)

"Irlanda no es Grecia". (Angela Merkel, canciller federal alemana, noviembre de 2010)

"Grecia no es Irlanda". (Yorgos Papakonstantinu, ministro griego de Finanzas, noviembre de 2010)

"Irlanda no forma parte del territorio griego". (Brian Lenihan, ministro irlandés de Finanzas, noviembre de 2010)

"Irlanda no es Grecia". (Michael Noonan, ministro irlandés de finanzas, junio de 2011)

"Francia no es Grecia, ni tampoco Italia". (Barry Eichengreen, catedrático estadounidense de economía, agosto de 2011)

"Italia no es Grecia". (Rainer Brüderle, presidente del grupo FDP en el Bundestag, agosto de 2011)

"Italia no es Grecia". (Silvio Berlusconi, presidente del Consejo italiano, octubre de 2011)

"Austria no es Grecia". (Karlheinz Kopf, presidente del grupo parlamentario del Partido Popular austríaco, noviembre de 2011)

"Italia no es Grecia". (Christian Lindner, secretario general del FDP, noviembre de 2011)

"Portugal no es ni será Grecia". (Antonio Saraiva, presidente de la Confederación Industrial Portuguesa, febrero de 2012)

"España no es Grecia". (Richard Youngs, presidente del think tank madrileño FRIDE, mayo de 2012)

"Portugal no es Grecia". (Pedro Passos Coelho, primer ministro portugués, junio de 2012)

"Italia no es España". (Ed Parker, director de la agencia de calificación Fitch, junio de 2012)

"Grecia no es Argentina". (Yiannis Stournaras, ministro griego de Finanzas, julio de 2012)

"Alemania no es Zimbabue". (Paul Casson, director de fondos en Henderson Global Investors, junio de 2012)

"España no es Uganda". (Mariano Rajoy, presidente español, junio de 2012)

"Uganda no desea en absoluto ser España". (Asuman Kiyingi, ministro ugandés de Asuntos Exteriores, junio de 2012)

martes, 14 de abril de 2015

LECTURA POSIBLE / 177

LA ESTRELLA DE SALOMÓN, DE ALEKSANDR KUPRÍN

Un joven de nombre Iván Stepánovich, funcionario de un juzgado y miembro de un coro parroquial, entra en el compartimiento de su tren y se sienta junto a la ventana. A menos de tres pasos, en la ventana de otro tren que también espera la orden para partir, hay una mujer joven. Enmarcada por el borde de la ventana, ella se le aparece como un cuadro, con su elegante sombrero blanco de primavera y, en las manos enlazadas, un ramo de lilas frescas, posiblemente recogidas esa misma mañana. “Qué hermosa”, piensa Iván, encantado y sin apartar los ojos de ella. Y luego: “Ah, está sonriendo”. Cierto es que ella sonríe, pero sólo con los ojos, y esa delicada sonrisa está llena de un coqueteo inocente, de dulzura, de alegría por la vida y por el día primaveral; en resumen: una maliciosa sonrisa juvenil. Ella, al saberse observada por el desconocido, inclina la cabeza y casi toca el ramo de lilas con la punta de su nariz. Entonces el tren de la mujer empieza a moverse. De pronto queda claro que se trataba sólo de una ilusión, de ésas que son comunes en las estaciones de tren. “Oh, si tan sólo pudiera conseguir una de esas lilas”, piensa el joven. En ese momento, con asombrosa rapidez e increíble agilidad, la mujer arroja el ramo directamente a la ventana abierta de Iván. Él logra atraparlo e incluso tiene tiempo suficiente para mirar por la ventana y presionar el ramo contra sus labios. La belleza se ríe, esta vez sin el menor disimulo, y él puede ver sus ojos que asienten en señal de despedida. El cuadro parpadea, se fusiona con otros vagones, otras ventanas, otras caras, y finalmente desaparece.

El deseo está en el principio de la leyenda fáustica. El deseo de lo imposible está en la naturaleza del hombre: para su realización existe la magia, y detrás espera el Diablo. Éste, en el drama de Goethe, es el espíritu que siempre niega, y con razón, “pues todo cuanto tiene principio debe ser aniquilado”, pero es también el efímero consuelo del hedonista que sueña en esta vida con hacer realidad todos sus deseos, para lo cual debe firmar el contrato que el otro le ofrece con una gota de sangre. El hombre de hoy, víctima de la publicidad de Mefistófeles, es el que a todo lo largo de la historia humana posee mayor número de deseos. Estos nos son despertados artificialmente cada minuto, para así engrosar las cuentas del Diablo, que nunca fue tan rico. ¿Qué pasaría si todo hombre o mujer, empezando por el más corriente, pudiera hacer todos sus deseos realidad?

Aleksandr Kuprín es de esos grandes autores que tuvo la desgracia de ser contemporáneo de Chéjov y Tolstói. Ensombrecidos por ellos, y también por Dostoievski y Gorki, escribieron Iván Bunin y Mijaíl Saltykov-Shchedrín, además de nuestro autor y muchos otros, los cuales vendrían a ser una especie de Edad de Plata inscrita dentro, o debajo, de la Edad de Oro de las letras rusas. El relato que comentamos aquí, publicado por la editorial Alba, puede pasar por ser una narración fantástica, y como tal apareció su autor en el segundo volumen de la antología Pioneros de la ciencia ficción rusa de la misma editorial. Sin embargo, lo que de fantástico, alegórico y fabuloso hay en algunas obras de Kuprín no es más que otra forma, argucia retórica o fina ironía, de tratar con la realidad. Kuprín fue un autor realista.

Nació en 1870 en la provincia de Penza, al sur de Rusia. Muerto su padre de cólera al año siguiente, fue el favorito de su madre, descendiente de una principesca familia tártara con la que se marchó a Moscú, donde debieron instalarse en una casa de beneficencia para viudas. Liubov Kuprina inculcó en el muchacho la nostalgia de la cultura tártara, que inspiraría algunos de los temas de su obra futura. De esta mujer cuya perdida gloria tuvo que ser reemplazada por el fuerte y práctico carácter de una superviviente aprendió su hijo no sólo relatos, sino también una expresividad de la que sería deudor y a la que se refirió ya en la vida adulta: “¿Cuántas veces voy a seguir robándole a mi madre, tejiendo con sus palabras y expresiones mis propias historias?”

A la edad de diez años Kuprín fue cadete en una academia militar, cuya terrible disciplina, que incluía los castigos físicos, entró en contradicción pronto con las ideas de nobleza y justicia en las que le educó su madre. En 1894 abandona el ejército y se traslada a Kíev, donde se dedica a la literatura y al periodismo. Viajó mucho por Rusia, especialmente por el sur, y se ganó la vida como obrero en una fábrica y como actor ambulante. Su producción literaria de entonces apareció en diversas revistas de Kíev, en las que publicó una serie de artículos con el título de Tipos de Kíev, en los que puso de manifiesto su habilidad para la representación de caracteres tomados de los ambientes pequeñoburgueses y de los bajos fondos. En esos años publicó dos cuentos admirables, La encuesta y El albergue nocturno, en los que se muestra como continuador de la tradición humanista y democrática de la literatura rusa que ya habían cultivado Chéjov y Tolstói. Sin embargo, el libro que le dio a conocer fue Moloch, de 1896, en el que reunió sus experiencias como obrero industrial y reportero en la cuenca minera de Donetsk. La obra (inédita en castellano) se considera todavía hoy un modelo de análisis literario de las relaciones entre el trabajo y el capital, y describe con profusión de detalles la vida deshumanizada en una fábrica y en los poblados obreros. Protagonista de la misma es el ingeniero Bobrov, que a la vista de la injusticia social reinante se siente “como un individuo al que hubieran arrancado la piel”, y para quien el progreso capitalista, creador de fábricas y plantas industriales y engendrador de desvergonzados y duros hombres de negocios, es semejante al monstruoso ídolo Moloch, siempre sediento de sacrificios humanos.

Más tarde Kuprín se traslada a la provincia de Volynsk, donde se familiariza con las narraciones propias de la tradición oral de los campesinos ucranianos. Producto de ello son los relatos Un rincón en el bosque y Oliesia. En estas obras, como en Cuatreros, Kuprín ensalza a los así llamados “hijos de la tierra”, hombres libres que han roto sus vínculos con el medio social y asumen lo trágico y solitario de su destino. Kuprín ya era un autor reconocido cuando se establece en San Petersburgo, donde traba amistad con Chéjov y Gorki. En la colección dirigida por éste último “El Saber” publicará El duelo, de la que existe edición española (Nevsky Prospects, 2011). Tras esta novela en la que el autor mostró la decadencia y la descomposición del ejército zarista, su obra iba a experimentar un giro, consecuencia del fracaso de la revolución de 1905. Se aleja de Gorki, al que había escrito: “puede usted decir que todo lo que de impetuoso y audaz encierra mi obra le pertenece”, y empieza a publicar una serie de relatos afines al simbolismo por entonces de moda, entre ellos Sulamita (Nevsky Prospects, 2012) y El brazalete de rubíes, relato que fue traducido hace años (y que hoy se encuentra descatalogado). Kuprín volvería, no obstante, a la novela de temática social con El estercolero, historia ambientada en un burdel en la que denunció las condiciones de vida de las mujeres forzadas a ejercer la prostitución, y que se publicó durante la Gran Guerra. Kuprín, que contribuyó con su pluma a la llegada de la revolución, permaneció poco tiempo en la Rusia soviética. Se estableció primero en Estonia y después en Finlandia, marchando a París en 1920. Iba a permanecer en el exilio hasta 1937, año en el que regresó a su país. Murió en Leningrado al año siguiente.

La mayor parte de la obra de Kuprín plantea una cuestión que es relevante y que tampoco era ajena a Camus: la de cuánto puede soportar la indiferencia de un hombre a la vista del sufrimiento de otro. El propio cuestionamiento moral ya lleva aparejada una noción de rebeldía que, como escribió el autor de La peste, aparece cuando el hombre proclama: “no”. De ello no puede deducirse que la rebeldía sea sólo una pura negación –a la manera de la de Mefistófeles–, ya que, como observamos en la obra de Kuprín, aquélla se hace acompañar por el canto hacia todo lo sencillo y armonioso de la vida, una elección que es estética pero también política, y que a nuestro autor le llevó afirmativamente a denunciar la fealdad de las injusticias. Todo ello con un estilo conciso y a menudo lacónico que puede transitar entre el naturalismo de los ambientes hoscos y sórdidos de un cuartel o un prostíbulo y el erotismo que tiene su raíz en el Cantar de los cantares y en el que un renovado rey Salomón puede decir: “Ponme como un sello en tu corazón, como tatuaje en tu brazo, porque es fuerte el amor como la muerte”.

Este mismo personaje desempeña un papel no menor en la vida de nuestro Iván Stepánovich Tsviet, el protagonista de La estrella de Salomón (1917), un hombre modesto y ordenado, puntual oficinista siempre a las órdenes de lo que le manden en el Juzgado de Menores Huérfanos. Iván no fuma, no bebe, no juega y no es mujeriego. Incluso su único sueño, el del ascenso, también es modesto, ya que apenas le permitiría, llegado el caso, poner fin a su fastidiosa relación con el coro parroquial, indispensable ahora para equilibrar su magro presupuesto. Pero he aquí que un día se le presenta el señor Tófel, “agente de negocios”, emisario de un mundo que le es desconocido y que le comunica la buena nueva de una herencia, recibida de improviso tras la muerte de un pariente que tenía olvidado. La propiedad, consistente en una mansión y unas tierras, introduce a Iván en un extraño mundo, en cuyo seno cambiará su vida. Aquí el instrumento que persuadirá al joven de su facultad para hacer realidad lo que se le antoje no es un televisor, ni una tablet ni ningún otro aparato electrónico, sino el objeto que hace cien años los sustituía a todos: un libro. Pues sucede en efecto que el lejano tío tenía fama de nigromante y cabalista, lo que explica que en su biblioteca encuentre un volumen satánico que el heredero tratará de descifrar. De la revelación de los secretos que éste guarda resulta que ningún deseo podrá resistirse en el futuro a Iván, el cual comprobará por sí mismo cómo la realización de cada uno de ellos le obliga a concebir otros nuevos, tanto más inútiles y engorrosos cada vez.

La alegoría es amena y humorística, pero no intrascendente, y lleva en sí la nostalgia de una forma de vida y de ver e interpretar el mundo. Kuprín nos habla aquí de magia, sobre todo de la magia del amor, y también de una honrada filosofía en la que ocupa un lugar destacado la rebeldía de la sencillez.

martes, 7 de abril de 2015

LECTURA POSIBLE / 176

WILLIAM FAULKNER / GERALD LANGFORD: PROCESO DE ESCRITURA

Al terminar su servicio en la Fuerza Aérea Británica, tras la Gran Guerra, William Faulkner se matriculó en la Universidad de Mississippi, y allí se las arregló para compatibilizar sus estudios con diversos oficios, entre ellos el de pintor de brocha gorda y el de cartero. Desde 1922, y durante un par de años, Faulkner fue el peor cartero de la historia, según cuenta la escritora Eudora Welty. En sus horas de trabajo se dedicaba a jugar a las cartas, a escribir poesía y a entonarse con lingotazos de bourbon. Algunos días se olvidaba de repartir el correo, y si entre la correspondencia encontraba folletos publicitarios, despachos académicos y revistas que juzgaba indeseables los arrojaba a la papelera. Antes de que el caos se apoderase por completo de la Universidad, oyó rumores de que la administración pensaba destituirle. Él se anticipó escribiendo una carta de dimisión que se ha hecho célebre y que decía concisamente: “Dado que vivo bajo el sistema capitalista, espero que mi vida se vea influenciada por las demandas de la gente que tiene dinero. Pero que me condenen si me planteo estar a la entera disposición de cada canalla errante que tenga dos centavos para comprar un sello de correos. Esta es, señor, mi renuncia”.

Años más tarde, tras recibir el Premio Nobel, Faulkner se convirtió sin quererlo en una especie de embajador itinerante de su país. Conocedores de los hábitos del escritor, los funcionarios del Departamento de Estado consideraron oportuno emitir una circular titulada Pautas para el tratamiento del señor William Faulkner durante sus viajes al extranjero, donde hacían constar las recomendaciones que sus acompañantes debían tener presentes cuando el nobel se encontrara “overserved” (borracho como una cuba). Entre otros consejos figuraba allí el de “colocar varias chicas muy jóvenes en las dos primeras filas, durante sus apariciones públicas, para mantenerle despierto”.

Casi toda la obra de Faulkner está escrita desde una perspectiva que no es muy distinta de la que provee el alcohol. Esto quiere decir, pues el humor que suscita el alcohol es variable, que cualquier asunto puede contemplarse desde diferentes y hasta opuestos puntos de vista, sin que ninguno de ellos llegue a ser nunca constante o definitivo. Faulkner detestaba la literatura realista u “objetiva” construida a golpe de párrafos informativos en los que una entidad omnisciente da cuenta de los rasgos físicos de los personajes, de sus relaciones, de su pasado y de sus anhelos. En las novelas y en los relatos de Faulkner el color del cabello de un personaje puede variar según sean las condiciones atmosféricas o dependiendo de quién lo mire. Ello explica que sus narraciones tampoco obedezcan a un orden cronológico establecido. Más allá de los argumentos que son propios de su obra, el verdadero tema de la misma es la relatividad del conocimiento humano, la inexistencia de toda objetividad. De ahí que sus historias deban ser contadas por múltiples personajes, abocados todos a una indagación cuyo resultado final, si lo tiene, puede no ser propiamente verdadero, y el cual no es consecuencia de una suma de puntos de vista, sino de una multiplicación. Indagador de esas historias es también el lector de las mismas, el cual debe guiarse a través de un cúmulo de ficciones para formarse su propia novela. El lector es así, no menos que el novelista, un creador.

Entre 1971 y 1972 el profesor de la Universidad de Texas Gerald Langford publicó dos volúmenes que se han convertido en clásicos indispensables para los estudiosos de la obra de Faulkner, así como para todos aquellos incipientes novelistas que, todavía, aspiran a dar a sus lectores algo más que una papilla insulsa y fácilmente digerible. Langford también era hombre del sur, nacido en Montgomery, Alabama, y crecido en Savannah, Georgia. Al igual que Faulkner, hizo la guerra (la segunda), y publicó relatos en diversas revistas, entre ellas The Georgia Review y The Prairie Schooner. En una entrevista aparecida en el Austin American Statesman en octubre de 1961 explicó: “No creo que se pueda distinguir entre la creación literaria y cualquier otro tipo de escritura. El escritor toma la materia prima de los hechos y de su propia experiencia como narrador, así como de la percepción, la interpretación y los usos de su imaginación”. Palabras que habría podido firmar el mismo Faulkner y que guiaron toda la obra de Langford, tanto la puramente académica como la creativa. Fruto de su trabajo de investigación fue en 1957 una biografía del escritor William Sidney Porter, más conocido como O. Henry, en la que dio a conocer nuevos datos acerca de las circunstancias que rodearon a la malversación por la que fue juzgado y enviado a presidio. Publicó otros libros en la década siguiente, pero la razón de su fama actual son estas revisiones de dos novelas de Faulkner, Absalón, Absalón! y Santuario, que han sido reeditaras ahora por la University of Texas Press.

Absalón, Absalón! cuenta la historia de los Sutpen, habitantes del condado imaginario de Yoknapatawpha, en Mississippi. Los cuatro narradores que tiene la novela nos desvelan desde sus puntos de vista el devenir de esta familia desde antes de la guerra de Secesión hasta los años de postguerra, constituyéndose por tanto en una reconstrucción de acontecimientos y a la vez en una evocación de aquel modo de vida sureño que iría desvaneciéndose después de la victoria del norte. Un modo de vida que aquí es recreado no se sabe si idílicamente, inserto en un contexto histórico y cultural del que participan la esclavitud, el racismo, la venganza y el honor. En realidad los Sutpen son un trasunto de la propia familia del autor, y el condado que inspiró el marco de la novela no es otro que el de Lafayette, donde Faulkner se crió. La novela fue publicada en 1936.

En medio de la ruina de los Sutpen, que es signo de la decadencia de una economía y una cultura, se nos presenta la historia de Charles Bon, de cuyo origen mestizo tendremos noticia mediante el relato de uno de los cronistas, Quentin Compson. La revisión de la novela a cargo de Langford confronta la versión original manuscrita con la publicada, tomando a veces fragmentos que son comparados línea por línea. De ello resulta que los cambios realizados por Faulkner no afectan sólo a la elección de palabras o a la construcción de frases, sino también al diseño de lo que viene a ser el tema central de la historia. En el manuscrito, en efecto, se establecía desde el principio que el medio negro Bon era hijo del fundador de la dinastía de los Sutpen, cosa que el autor modificó en su última redacción del libro antes de darlo a la imprenta. El cambio es significativo, ya que Absalón, Absalón! se convierte así en una especie de narración detectivesca –la antigua pretensión humana de comprender y tratar con el pasado– a la que, junto a los personajes, debe contribuir el lector. Hoy se nos antoja que el libro no habría sido del todo faulkneriano, ni una de las obras maestras de su autor, sin esta indagación colectiva que, como sabemos por intermedio de Langford, no figuraba en el plan inicial de la novela.

Del año siguiente, 1972, data la revisión que Langford hizo de otra de las narraciones de Faulkner, Santuario. Para esta revisión se sirvió de idéntico procedimiento que en el caso anterior, con la variante de que aquí dispuso de un material de partida más amplio, al existir dos galeradas distintas de la novela. Sucede que Santuario, además del único éxito de ventas en vida de su autor, fue acaso de entre sus obras la que tuvo una génesis más accidentada. Se publicó en 1931, y en el curso de su elaboración se manifestaron ya algunas de las técnicas que Faulkner desplegaría en Absalón, Absalón!, si bien aquí se arrepintió en gran parte de ellas y no llegaron a plasmarse en la versión final. Además el libro es el más controvertido de los suyos (de ahí quizá su éxito inicial), ya que trata el espinoso tema de la violación.

En Santuario se cruzan dos historias: la del abogado Horace Benbow, que vuelve a su ciudad natal, en el condado de Yoknapatawpha; y la de la bella y desvergonzada Temple Drake, hija del juez local. Mientras el bienintencionado pero inútil Benbow trata de probar la inocencia de un contrabandista acusado de asesinato, un gángster apodado Popeye, suma de todas las perversiones posibles, desflora a la joven Temple con una mazorca de maíz y la confina en un burdel, donde la obligará a mantener relaciones sexuales con otros hombres en su presencia. Más tarde, el inocente contrabandista será linchado y quemado vivo por la muchedumbre, mientras el verdadero asesino, Popeye, queda impune.

“Los horrores de cualquier historia de fantasmas palidecen al lado del realismo espantoso de esta crónica”, escribió un crítico contemporáneo, para quien Santuario era una novela dirigida a lectores sádicos o víctimas de alguna patología clínica. Faulkner restó valor a la novela, y afirmó haberla escrito “para ganar algo de dinero”. Cuando la presentó a su editor en 1929, éste la rechazó horrorizado, y sólo se avino a publicarla al cabo de dos años, después de que el autor sometiera el texto a una profunda reelaboración. El argumento, sin embargo, quedó intacto. Son estas dos versiones las que confronta Langford, y ambas con el texto finalmente publicado. Se advierten así los esfuerzos de Faulkner por suavizar el tono y el lenguaje de la primera versión, detallándose las cancelaciones, las adiciones y los pasajes reescritos. Además, Langford demuestra en su análisis preliminar que ninguna de las declaraciones de Faulkner, y en especial la de su desdén hacia este libro, son de fiar. El texto revisado es dramáticamente más eficaz que el original, pero temáticamente menos denso e interesante que aquél. Y del examen de Langford, en conclusión, se desprende que algunas innovaciones estructurales de carácter experimental que estaban presentes en la primera versión desaparecieron, o se debilitaron, en la definitiva.

Ese gran escritor y mal cartero que fue Faulkner no vivió lo bastante para ver su obra sometida al riguroso análisis de su comentarista. Lo que posiblemente ahorró un disgusto a este hombre que en una ocasión, en su ejercicio de diplomático oficioso, fue devuelto directamente a Estados Unidos desde Tokio, poco después de aterrizar en esa ciudad y hallándose bajo los efectos de una de sus homéricas borracheras. Por lo demás, el revisor de su obra, Gerald Langford, fue un más que estimable autor de relatos que algún día deberían ser traducidos al castellano. Langford, tras dejar la enseñanza, se dedicó a la ficción, y dio a la imprenta no pocas narraciones, muchas de ellas de carácter faulkneriano, entre las que destaca Destination, de 1981. Cuenta la historia de Lee Griffin, otro personaje que regresa, no a Yoknapatawpha, sino a Savannah, para descubrir que sus recuerdos no concuerdan ya con la realidad. Allí se lee: “Cuando Griffin atraviesa Gaston Street y entra distraído en el viejo Forsyth Park, casi podría estar haciéndolo por primera vez. Ayer sólo tenía ojos para la gran fuente –una copia en hierro pintado de blanco de la que hay en la Place de la Concorde–. Hoy se toma su tiempo, diligente observador. El paseo principal todavía adopta la forma de un túnel bajo los arcos de los robles torcidos, con serpentinas de musgo gris, y el parque es tan inverosímil en su pintoresquismo como una puesta en escena pasada de moda sobre el Viejo Sur. Nada ha cambiado, excepto que todo parece mucho más pequeño, y tanto menos laberíntico de lo que creía haber recordado durante estos años”.