martes, 25 de noviembre de 2014

VARIACIONES / 19

LAS CARTAS DE COSIMA WAGNER A FRIEDRICH NIETZSCHE

“Jamás un viejo engendró a tantos hijos”, escribe Max Leroy en su ensayo Dionysos au drapeau noir, Nietzsche et les anarchistes, libro que ha publicado este año en Lyon el Atelier de Création Libertaire. Con ello el ensayista se refiere a la extensa y variopinta descendencia intelectual que tuvo el autor de Así habló Zaratustra, una descendencia que encontramos desde luego entre los teóricos del anarquismo, como demuestra el libro de Leroy, pero también, no siempre en beneficio de Nietzsche, en el resto de las ideologías que se desenvolvieron (y lo hacen todavía) en nuestro atormentado mundo. Nietzsche nunca ha dejado de estar de moda, y posiblemente su fama es pareja al general desconocimiento acerca del autor y de su compleja obra. El libro que se reseña aquí puede contribuir a iluminar ambas cosas, al menos en el momento concreto al que se refieren los testimonios en él recogidos, es decir: en los inicios del filósofo Friedrich Nietzsche, cuando todavía el campo natural de su trabajo era mayormente la filología, mientras redactaba El origen de la tragedia y aún su pensamiento estaba sometido a un universo de referencia fácilmente reconocible, el cual no era otro que el de Richard Wagner.

Cartas a Friedrich Nietzsche. Diarios y otros testimonios nos ilustra acerca de ese primer Nietzsche, pero también acerca de otros temas en torno a lo que se ha llamado “el idilio de Tribschen”, los años que Wagner y su esposa Cosima pasaron en ese lugar que hoy es un barrio de Lucerna, y que el filósofo visitó con frecuencia. Muchos años después Cosima ordenó destruir todas su cartas, entre ellas las de Nietzsche, de modo que el libro ofrece la paradoja de que su protagonista se nos aparece como un personaje mudo, o casi. Igualmente ausente del libro, Wagner planea sobre sus páginas como un fantasma dominador y todopoderoso, y si las cartas y los testimonios que leemos aquí nos informan de la amistad entre Nietzsche y Cosima, no nos sugieren menos acerca de la relación que ésta tenía con el compositor. Más importante es sin embargo lo que se nos insinúa en sus páginas acerca del intercambio intelectual entre estos dos hombres, pues la obra de uno nos resultaría hoy incomprensible sin la del otro. Dicho intercambio acabó en una sonada ruptura, como es sabido, lo que obedece a una razón que ya se deja traslucir en algunas de estas cartas: Nietzsche tenía que volar solo. Por la misma razón hemos preferido reseñar este libro ahora, un año después de que lo publicara la editorial Trotta, a fin de alejarlo todo lo posible de los fastos del centenario de la muerte de Wagner, el cual sirvió de excusa para su publicación entre nosotros.

Si Nietzsche es el protagonista del libro, Cosima, personaje principal del mismo, es también su narradora, erigida además en intermediadora entre el callado Nietzsche y el lector. Nacida en 1837, era hija ilegítima de Franz Liszt y la condesa Marie d’Agoult. Obviamente Cosima se crió en un ambiente propicio al arte y a todas las formas de expresión artística, especialmente la música, lo que no impidió que la suya fuera una infancia desgraciada, por una parte por la temprana separación de sus padres (Cosima y sus hermanos fueron confiados a la abuela paterna), y por otra por el carácter de su padre, quien abrumado por sus excesos de juventud acabó abrazando la religión y, de paso, apartándose de sus hijos. Una especie de culpa o de pecado original, junto a la correspondiente condena de la sociedad, pesó sobre la infancia de Cosima, quien pareció querer enderezar su existencia, ajustándola a las convenciones de la época, por medio de su matrimonio con Hans von Bülow, célebre pianista y director de orquesta que unía a sus virtudes la de ser discípulo de Liszt. El matrimonio fue un fracaso, y de él fueron fruto dos hijas: Daniela y Blandine. Hubo un tercer vástago de apellido von Bülow, otra niña, pero que no era hija del director de orquesta. Sucede que entretanto los planes de Cosima de llevar una existencia ordenada se habían ido al traste, después de que irrumpiera en ella Richard Wagner.

Cosima le conocía desde sus dieciséis años. Wagner, también casado y veinticuatro años mayor que ella, la reencontró en 1862. Un par de años después, en Munich, siendo los Bülow y Wagner invitados del rey de Baviera, ya eran amantes. En 1865 nace Isolde, a la que bautizan von Bülow para guardar las apariencias. El propio von Bülow, él mismo devoto admirador de Wagner, se resignó a la situación, en un intento de evitar el escándalo. Al producirse éste, la pareja se fuga a la recóndita Tribschen, junto al lago de Lucerna, en Suiza, donde tendrían dos hijos más: Eva y Sigfried. Fue en ese período de convivencia ilegítima, vivido de hecho como un exilio hasta que culminó el pleito de divorcio y pudieron casarse, cuando Nietzsche apareció en sus vidas.

Nietzsche tenía por entonces poco más de veinte años, y era un prometedor filólogo doctorado por la Universidad de Leipzig. Apasionado wagneriano, también él, compartía con su héroe el gusto por la filosofía de Arthur Schopenhauer, que acabaría desviándole de sus estudios filológicos. Cuando en 1868 Nietzsche conoce a Wagner en la casa de la hermana de éste se encuentra a punto de recibir una cátedra en la Universidad de Basilea, ciudad a la que se trasladará poco después y en la que, además de iniciar su carrera filosófica, renunciará a la nacionalidad alemana, empezando a ser entonces el apátrida que sería el resto de su vida. Acerca de aquel primer encuentro escribió: “Wagner me revela como ningún otro la imagen de lo que Schopenhauer llama ‘el genio’. En él domina una idealidad tan incondicionada, una humanidad tan profunda y emocionante, un rigor vital tan elevado, que en sus proximidades me siento como en las proximidades de lo divino”. Conviene aclarar que estos sentimientos no eran entonces exclusivos de Nietzsche y que muy al contrario se encontraban “en el ambiente”, en una atmósfera que ya había sido preparada por los primeros teóricos del Romanticismo a principios de siglo. En efecto, la persecución de una obra de arte total, y del genio que debía alumbrarla, ya estaba presente en el pensamiento alemán desde hacía más de medio siglo, y lo estaba en forma de ideal que, un poco a la manera de los antiguos griegos, debía unir entre sí todas las artes, y a éstas con la razón: “La historia de la poesía moderna en su totalidad”, escribió Friedrich Schlegel a finales del siglo XVIII, “constituye un comentario paralelo del breve texto de la filosofía: todo arte tiene que hacerse ciencia, y toda ciencia, arte; poesía y filosofía deben estar unidas”. Tal propuesta había sido enriquecida por Wagner con la fuerza arrolladora de lo irracional, que tanto afectó a su propia vida y a las de sus contemporáneos y que acabaría por tener igualmente un papel destacado en el pensamiento del joven filósofo.

A partir de ese encuentro, las cartas de Cosima dejan constancia de las sucesivas invitaciones que Nietzsche recibió desde la apartada Tribschen, donde se llevaba una vida sencilla y donde ella, por primera vez, como confiesa en alguna ocasión, pudo disfrutar de una vida familiar. En la casa de Tribschen todo estaba sometido a las necesidades del “Maestro”, como llama Cosima a Wagner, quien por aquel entonces estaba componiendo Sigfrido y El ocaso de los dioses. Como se ha dicho, nos faltan las cartas de Nietzsche, pero las de Cosima se bastan para darnos una idea de cómo fueron aquellos fines de semana en los que Nietzsche se escapaba de la Universidad, de las lecturas que los tres compartían y de las conversaciones mantenidas acerca de los temas más diversos, pero especialmente acerca de las investigaciones que en ese momento realizaba Nietzsche en relación con el nacimiento de la tragedia y de su expresión en forma de música. No hay duda de que las ideas del joven filósofo confirmaron las intuiciones de Wagner, ni de que éste se constituyó para aquél en la cristalización física de sus estudios.

Pero estas cartas son también el testimonio de una vida cotidiana a la que Cosima se había entregado con afán, alcanzada su serenidad de ánimo después de los descarrilamientos vividos: los niños, los encargos que hace a Nietzsche y que éste cumple fielmente, los reproches a su vegetarianismo, las noticias acerca del divorcio y de la representación de obras de Wagner en los teatros alemanes. Dos acontecimientos mayores alteran la paz de Tribschen: la guerra franco-prusiana, en la que se alistó Nietzsche en contra del consejo de su amiga y de la que volvió pronto a causa de la difteria que contrajo; y la Comuna de París, a cuya subsiguiente “semana sangrienta” dedica Cosima unas emocionadas palabras en una de las cartas. El horizonte de “los de Tribschen” estaba entonces ocupado en gran parte, sin embargo, por los preparativos del traslado a Bayreuth, donde poco después empezaría a construirse el Festspielhaus, el gran teatro que bajo el patrocinio del rey Luis II de Baviera serviría para representar los dramas musicales wagnerianos. La primera piedra del teatro se colocó en mayo de 1872, y los Wagner se mudaron a un hotel hasta que terminaron las obras de construcción de su nueva vivienda. Así acabó el “idilio de Tribschen”, y progresivamente Nietzsche fue distanciándose física y espiritualmente de los Wagner.

Un par de cartas y algunos bocetos es todo lo que se conserva de la correspondencia de Nietzsche a Cosima. En una de ellas, de 1878, a la que adjunta el envío de un ejemplar de Humano, demasiado humano, que acababa de salir de la imprenta, confiesa sentirse como un “heraldo que va por delante y que no sabe seguro si la caballería le sigue o si existe siquiera”. La otra, la última, es de 1889 y en ella se muestran crudamente los signos del trastorno mental de su autor. Por esta carta, y otras semejantes enviadas en enero de ese año desde Turín, sus amigos tomaron conciencia de su estado y acudieron en su busca. Poco después ingresaría en una clínica de Jena.

El libro que comentamos contiene, además de las cartas de Cosima a su amigo, algunas entradas de su diario referidas a él y otros testimonios que en conjunto nos proporcionan una visión privilegiada de lo que fue seguramente uno de los encuentros artísticos e intelectuales más fructíferos de la cultura occidental. Encuentro protagonizado por unos personajes poco convencionales que, cada uno a su manera, desafiaron a su tiempo y cuyas creaciones nos siguen hoy fascinando e inquietando por igual. A comprender estos personajes y su tiempo contribuye la introducción de Luis Enrique de Santiago Guervós, quien es también autor de la traducción y de las oportunas notas a pie de página. Por los textos que se añaden a esta cuidada edición de las cartas de Cosima sabemos que ella, pese al alejamiento, no se olvidó de su amigo. Todavía años después del oscurecimiento de la mente de Nietzsche, hallándose éste internado, escribió: “Como si nada nos hubiera separado, me volví a sentir en conversación con él, dejándome ilustrar por él sobre aquellas cosas elevadas que forman como un refugio de las ideas”. Ese refugio, más allá de la perturbación mental, era el del primer y joven Nietzsche, el prometedor filólogo de la Universidad de Basilea, de visita los fines de semana en Tribschen, “la isla de los bienaventurados”.

sábado, 22 de noviembre de 2014

DISPARATES / 119

“No se puede”, dicen. Bueno, pues se puede. El siguiente artículo, publicado el jueves por L’Obs (Le Nouvel Observateur), informa de las sentencias de prisión dictadas contra banqueros islandeses. El último de ellos, hasta ahora, es Sigurjon Arnason, ex director general de Landsbanki, segundo banco islandés hasta 2008, que fue condenado el miércoles por un tribunal de Reykjavik.

CÓMO ISLANDIA HA PUESTO EN PRISIÓN A SUS BANQUEROS VILLANOS

Pascal Riché

“¿Por qué Islandia logra enviar a sus banqueros a prisión, y no otros países? ¿Hay una explicación local?”, nos preguntan desde Twitter. Este miércoles por la mañana el antiguo responsable de Landsbanki, segundo banco del país hasta el crac financiero de 2008 (que supuso el hundimiento total del país), ha sido condenado a doce meses de prisión, y tres meses de libertad vigilada, por un tribunal de Reykjavik.

Sigurjon Arnason, de cuarenta y ocho años, ha sido acusado de manipulación de acciones bancarias. Dicha manipulación consistía en prestar dinero a inversores, a condición de que compraran acciones del banco. Otros dos antiguos responsables de la banca han sido condenados por el mismo tribunal a nueve meses de prisión y tres de libertad vigilada por haber participado en los hechos.

La respuesta a la pregunta formulada en Twitter tiene que buscarse en la voluntad de hacer de la crisis financiera un sujeto político: desde la explosión del sistema, los islandeses se han tomado la cuestión en serio, y han reflexionado acerca de su “contrato social”; en resumen: han dado al tema un sentido político.

• Tras manifestarse en las calles de Reykjavik, han hecho caer al gobierno de derechas que dirigía su pequeño país.

• Han convocado referéndums que condujeron a negar el pago de los contribuyentes a los bancos extranjeros afectados por el fraude.

• Se han comprometido en un proceso de reforma de la Constitución.

• Y, en fin, han decidido nombrar a un procurador especial (Olafur Thor Hauksson, hasta entonces comisario de policía de Akranes, un pequeño municipio portuario de 6.500 habitantes) para investigar los presuntos delitos cometidos por los dueños de la banca: los “neo-vikingos” villanos, financieros poco escrupulosos que se hallaban en la cresta de la ola en 2007, y que fueron los causantes políticos del desastre.

¿Los banksters? Muchos están bien, gracias.

Dicho esto, no es preciso exagerar los resultados de esta batida judicial: la justicia, en efecto, no ha perseguido a “los responsables de la crisis”, sino a los autores de delitos probados.

Un solo hombre político, fácil chivo expiatorio, ha sido juzgado: Geir Haarde, que era el primer ministro en el momento del crac. Arriesgaba dos años de prisión; finalmente, ha sido considerado culpable de una fruslería, sin que se haya pronunciado contra él sanción alguna: el tribunal le reprochó no haber organizado reuniones del gobierno después de la caída del banco Lehman Brothers.

Su mentor y predecesor de 1991 a 2005, David Oddsson que era en el momento de la crisis gobernador del Banco Central (una función para la que él mismo se había nombrado) consiguió esquivar el banquillo. Es él quien dirige uno de los más influyentes diarios islandeses, Morgunbladid (El Diario de la Mañana). “Un poco como si se hubiera puesto a Richard Nixon a la cabeza del Washington Post durante el Watergate”, hemos leído en Le Monde Diplomatique.

En cuanto a los banksters, en conjunto están muy bien. Pero algunos de ellos, los menos, han sido condenados por malversaciones concretas. La justicia encontró motivos para condenar a los dirigentes de tres bancos quebrados:

• Larus Welding, antiguo director del banco Glitnir.

• Hreidar Mar Sigurdsson y Sigurdur Einarsson, ex dirigentes del banco Kaupthing.

• El mencionado Sigurjon Arnason, director de Landsbanki, junto a otros dos ejecutivos.

Seis años de investigación

Cuando fue nombrado, el fiscal especial Olafur Thor Hauksson, hombre corpulento con cara de buenazo, era consejero de Eva Joly, magistrada francesa. Abrió investigaciones sobre cerca de noventa sospechosos. Su oficina empleaba hasta ciento diez personas, de lo que podría sentirse celosa la brigada financiera de París (o de Madrid).

No estuvo ocioso. Hizo arrestar en 2010 a Hreidar Mar Sigurdsson, ex dueño del banco Kaupthing, que pasó doce días en prisión preventiva. Luego dio una orden internacional de busca y captura contra Sigurdur Einarsson, el ex presidente no ejecutivo del mismo banco, que se negaba a presentarse a sus requerimientos.

Otro episodio notable: algunos meses más tarde, en enero de 2011, ¡investigó el Banco Central islandés! El mismo día, arrestó a Jon Thorsteinn Oddleifsson, antiguo director financiero de Landsbanki… En diciembre, inculpó a Larus Welding, dueño del Glitnir Bank. Al año siguiente, en enero, dos dirigentes del banco Kaupthing, Sigurdur Einarsson y Hreidar Mar Sigurdsson, fueron acusados de fraude y malversación, igual que el segundo mayor accionista del banco, Olafur Olafsson. Todos fueron condenados a largas penas de prisión en diciembre del año pasado.

Pero seis años después del crac, dos decenas de dossiers siguen abiertos. Se han atrasado, de hecho, a causa de los procedimientos internacionales, y a veces también como producto de los cambios legislativos islandeses… Hauksson se ha dado hasta diciembre para cerrar los casos abiertos. Nadie cree demasiado en ello.

Mientras tanto, buena parte de los bandoleros multimillonarios reconstruyen sus pequeños negocios y siguen sin dar un palo al agua. Los veinte o treinta financieros –un club exclusivamente masculino– que empujaron a Islandia hasta el precipicio viven bien en su mayor parte. Algunos se han quedado en Islandia, pero otros muchos se han dispersado por el mundo. Viven en suntuosos apartamentos en Londres, en Luxemburgo, en Lausana, en Toronto o en San Petersburgo.

En los meses que siguieron a la quiebra pudimos ver sus fotos en los urinarios de muchos bares. A falta de poder juzgarlos, los islandeses se meaban en ellos.

martes, 18 de noviembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 167

EL HOMBRE DESCONOCIDO, UNA COLECCIÓN DE RELATOS DE STIG DAGERMAN

Cierto exigente crítico observó que al escritor sueco Stig Dagerman, que había llegado a un determinado punto de su carrera, convertido ya en autor de prestigio, le había parecido “que mantener el nivel económico era más importante que mantener un nivel moral”, y que en su afán por agradar tanto a la crítica literaria como al público menos exigente había llegado a ser, entre los jóvenes escritores de su país, “el que mejor ha sabido servir a los dos amos”. La falta de sinceridad que el crítico creía advertir en la obra reciente de Dagerman era producto, a su juicio, de la creencia de la que éste participaba de que era “más importante vivir bien que como es debido”.


Quien se expresaba con tal falta de contemplaciones no era otro que el propio Stig Dagerman, el cual hizo estas severas anotaciones acerca de sí mismo hacia el final de su vida, habiéndose publicado las mismas póstumamente. El texto al que pertenecen, que tituló Stig Dagerman, el escritor y el hombre, nos informa crudamente acerca de las dudas, los casos de conciencia y los arrepentimientos de un escritor atrapado en la dialéctica ideal-material del que quisiera ser fiel a sus convicciones y al mismo tiempo (o a pesar de ello) vivir con dignidad de sus obras. En dicho texto leemos: “Lo que por el momento más falta le hace [a Dagerman] es esa actitud ante el trabajo que se presenta en todo aquél que reúne una visión claramente elaborada del sentido y el objetivo del mismo”. Un objetivo que en su caso no debería ofrecer dudas, pues lo formuló desde el inicio de su carrera literaria: “Describir al ser humano en su lucha por la libertad desde la necesidad, el miedo, la miseria, la fealdad, la torpeza y las convenciones que niegan la vida”. Al final de este texto, el cual constituye la principal fuente de la que disponemos acerca de la vida de nuestro autor, o más bien acerca del modo en que se veía a sí mismo, el crítico Dagerman sugiere al autor Dagerman las medidas que debe tomar a fin de reencontrarse con el sentido honesto y profundo de su escritura: “Una forma de vida ordenada, un duro entrenamiento de la voluntad, un mínimo de trabajo diario rigurosamente observado, una eliminación sin miramientos de todo lo que distrae la atención y paraliza la voluntad, una inclinación creciente a correr riesgos, literarios y humanos…”, edificantes consejos todos ellos que se dirigían al hombre para que éste llegara a ser el escritor “que unos pocos creían que ya era”. Sin embargo, Dagerman no siguió tales consejos; o le resultaron de imposible cumplimiento, e incapaz de resolver su frustración se quitó la vida en 1954, con poco más de treinta años.

Stig Dagerman había nacido en 1923, hijo de un cantero y de una operadora de teléfonos. Ella, madre soltera, le dio a luz en una pequeña granja de Älvkarleby, en Uppsala, de la que después se marchó para no volver. Allí, con sus abuelos paternos, pasó Stig su infancia, y a los once años se marchó a Estocolmo, donde conoció a su padre. A través de éste, frecuentador de los círculos obreros de la ciudad, el futuro escritor entró en contacto con el anarcosindicalismo, y se unió a la sección juvenil de la Central Sindical de Trabajadores Sueca. A los diecinueve años se convirtió en editor de Storm, el periódico de la juventud anarquista, y poco después pasó a formar parte del consejo de redacción del diario obrero Arbetaren, al que consideró siempre su “lugar de nacimiento espiritual”. Con su madre se reencontró Stig a la edad de veinte años, cuando contrajo matrimonio con una refugiada alemana, Annemarie Götze. Los padres de Annemarie eran prominentes anarcosindicalistas que ante las dificultades que presentaba la vida bajo el nazismo se establecieron en Barcelona, donde participaron en la actividad de la CNT hasta la victoria del general Franco. Su huida, a través de Francia y Noruega, les llevó hasta la neutral Suecia, donde se establecieron junto a su hija y su yerno. Más tarde recordaría Dagerman aquella casa de Estocolmo por la que pasaron no pocos proscritos de los orígenes más diversos, muchos de ellos veteranos de la guerra civil española.

En 1945, a sus veintidós años, Dagerman publica su primera novela, Ormen (La serpiente), una historia antimilitarista que alcanzó gran éxito y le convirtió de la noche a la mañana en la gran promesa de las letras suecas. A ésta siguió al año siguiente De dömdas ö (La isla de Doomed), una alegoría en la que siete náufragos condenados a morir buscan la salvación, cada uno por sus propios medios. Las imágenes de pesadilla empleadas en esta novela avecindaron la prosa de Dagerman a la de Strindberg, si bien la crítica localizaría más tarde en la obra de nuestro autor otras influencias: las de Kafka, Faulkner y Camus. De hecho, en un intento de clasificar su obra, ésta fue agrupada junto a la de los autores suecos del llamado “Fyrtiotalisterna” (“Los escritores de la década de los cuarenta”), los cuales trataron de manifestar con recursos propios de la novela existencialista los sentimientos de miedo, alienación, angustia y falta de sentido de la Segunda Guerra Mundial y la inmediata postguerra.

En 1946 Dagerman viaja a la devastada Alemania como corresponsal del diario Expressen. Allí escribe Tysk Höst (Otoño alemán), documento que, a la manera del film de Rossellini Germania, Anno Zero, muestra las extremas condiciones de la cotidianidad de quienes sobrevivían entre las ruinas de las ciudades alemanas. Para nuestro autor, la raíz del desastre se hallaba en la pérdida de identidad y la irresponsabilidad individual a las que se veían destinadas las personas una vez encuadradas en las grandes organizaciones del Estado. En un texto incluido en el volumen citado Dagerman escribió: “Creo que el enemigo natural del hombre es la mega-organización, porque le priva de la necesidad vital de sentirse responsable de su prójimo, restringiendo sus posibilidades de mostrar la solidaridad y el amor, y convirtiéndolo en su lugar en un agente del poder, el cual por el momento puede dirigirse en contra de otros, pero que en última instancia se dirige contra sí mismo”.

Dagerman redactaría dos novelas más y un libro de relatos. Muchos de sus textos escritos a partir de 1947 están ambientados en la granja en la que le criaron sus abuelos, y aparecen narrados desde la perspectiva de un niño. Sin embargo, en esos años la mayor parte de su creación literaria está orientada hacia la poesía satírica, que siguió publicando toda su vida en Arbetaren, y el teatro. Las puertas de éste se le abrieron con la obra Den dödsdömde (El condenado a muerte). Esta obra sobre el absurdo existencial cuenta la historia de un hombre falsamente acusado de asesinar a su esposa. Condenado a muerte, se salva de la ejecución en el último momento, pero, excarcelado, no consigue adaptarse a la libertad que se le ha concedido. “¿Cómo se le puede exigir a uno ser un condenado a muerte y luego un condenado a la vida?”

Atraído por la atmósfera liberal y opulenta del teatro, progresivamente Dagerman fue distanciándose de sus orígenes, hasta iniciar una relación con la célebre actriz Anita Björk, con quien tuvo una hija y con la que acabaría casándose. El divorcio con Anita fue catastrófico emocional y financieramente, y nuestro autor, que se sentía culpable del abandono de su primera y depauperada familia, se comprometió a atenderla con los beneficios de su próximo libro. Pero no hubo más libros. Sin embargo, su último poema satírico apareció en Arbetaren, como todos los días desde que empezó a colaborar con esta publicación, la mañana siguiente a su suicidio.

De Stig Dagerman existen dos traducciones al castellano ya descatalogadas: Gato escaldado (Seix Barral, 1962) y La serpiente (Alfaguara, 1990). El libro Otoño alemán fue publicado en 2001 por Ediciones Octaedro, y a esta breve nómina se ha añadido El hombre desconocido, antología de relatos que, excelentemente traducidos por Juan Capel y Marina Torres, ha publicado este año la editorial Nórdica.

El volumen reúne relatos de distintas procedencias escritos entre 1944 y 1954, e incluye un par de textos de carácter autobiográfico: Nuestra necesidad de consuelo es insaciable y el ya citado Stig Dagerman, el escritor y el hombre. A pesar de haber sido redactados en apenas una década, estos relatos muestran estilos y temáticas muy diferentes, que a su vez son expresión de los vaivenes de la obra novelística del autor. Desde los relatos de tema social de los inicios, narrados con una prosa desnuda, se pasa a otros que presentan ya un fuerte componente existencialista y en los que se advierte un flujo de conciencia que se expresa torrencial y angustiosamente, a lo que se añade, en sus últimos escritos, un inesperado componente místico que al parecer debería haber predominado en la proyectada novela Mil años con Dios, de la que se ofrece aquí un fragmento.

Uno de los relatos más celebrados de Dagerman es el titulado Matar a un niño, que escribió en 1948 y que exhibe en su eficaz construcción una de las grandes influencias que planeó sobre la obra de Dagerman: el cine. Otros relatos nos trasladan de manera naturalista a la granja en la que el autor pasó la infancia y a la Suecia rural, ya en trance de extinción en la época en que fueron escritos. El poliestilismo de Dagerman va unido en estas narraciones a una desbordante diversidad temática, de lo que son ejemplos Juegos nocturnos, relato cargado de violencia expresionista, y el satírico Mi hijo fuma en pipa de espuma de mar, junto a otros que, formulados a la manera de un monólogo interior, como Memorias de un niño, persiguen (y logran) conmover al lector.

Los protagonistas de estos relatos son gentes humildes, por lo general enfrentadas a un entorno que les resulta incomprensible u hostil y frente al que siempre queda el recurso de la imaginación, la ficción interior que les otorga un equilibrio del que la realidad, por sus convenciones sociales, suele carecer. En conjunto son la expresión de un notable autor de relatos que nos era desconocido y del que ahora el lector en castellano puede formarse una imagen más precisa, a la espera de que se traduzca el resto de su obra y de que se reediten las ya antiguas (y también excelentes) traducciones hoy inencontrables. Estos bellos relatos ahora traducidos por primera vez, como el resto de su obra, son testimonio de un hombre complejo y contradictorio que estuvo en lucha con el mundo, un autor que no se perdonó sus momentos de debilidad y para el que el verdadero consuelo era “saber que soy una persona libre, un individuo inviolable”.

lunes, 17 de noviembre de 2014

DISPARATES / 118

PODEMOS Y LA CLASE MEDIA

La falta de tradición organizativa es desde hace décadas uno de los factores característicos de la sociedad española. Esta dificultad para poner en marcha y dar continuidad a movimientos vecinales, ciudadanos, laborales o productivos se muestra por ejemplo en la escasa participación que las cooperativas tienen en nuestra actividad económica. Por una extraña paradoja, España posee algunas cooperativas que se consideran modélicas en el resto del mundo. Sin embargo, el número de ellas, y el de trabajadores que engloban, son netamente inferiores a la media de los países europeos, por no hablar de las cifras que la actividad cooperativa presenta hoy en las llamadas economías emergentes, tanto en Asia como en América Latina. Sucede que si lo privado suele pertenecer en primer lugar a la esfera de lo ético, y sólo en segundo a la de lo político, lo comunitario en cambio es siempre político. El recelo que despierta el compromiso político y la escasa disposición de los españoles a asociarse en cualquiera de los campos de la actividad humana tienen raíces en el proceso de despolitización vivido en nuestro país desde el final de la guerra civil, una despolitización que continuó e incluso se agudizó en el período de la así llamada “transición democrática”. Sin embargo, no se trata sólo de que los españoles hayan dejado demasiado tiempo la política, lo público y lo comunitario en manos de los profesionales, con las consecuencias que hoy están a la vista. Se trata también de un rasgo cultural que, como casi todas las cosas, tiene su razón de ser en la economía.

Según una encuesta del CIS de julio de 2014 el 72% de los españoles se considera clase media. Esto no dice mucho acerca de la realidad social española, pero sí dice bastante acerca de cómo los españoles se ven a sí mismos. Decía hace poco el sociólogo César Rendueles que la clase media es “uno de los dos puntos ciegos (el otro es el Estado) de la teoría marxista”. Algunos autores sugieren que esto constituye uno de los motivos del actual fracaso de la izquierda en Europa. Desde el campo de la izquierda este estrato ha aparecido clásicamente como la clase conservadora por naturaleza, imitadora y reproductora de la ideología del poder, un grupo social que, como dijo Pierre Bourdieu, “es la parte dominada de la clase dominante” y cuyo código de conducta reside en un sentimiento individual y contradictorio acerca del orden social: los miembros de esta clase, en efecto, se sienten satisfechos con el sistema, pero insatisfechos con su posición dentro de él.

La clase media ha sido tradicionalmente reacia a lo público y a lo comunitario. El modelo democrático homologado en Occidente se ha ajustado hasta ahora a sus intereses, a su forma de ver el mundo y a sí mismos. En efecto, una institucionalidad que todo lo que exige a los miembros de la clase media es consagrarse a sus actividades en privado, socializarse únicamente por medio del ocio y votar una vez cada cuatro años constituye un sueño edénico para ellos, al menos mientras la economía les sonríe. Dicho sueño puede perpetuarse con independencia de los pequeños y no tan pequeños “desvíos” del sistema, como por ejemplo la corrupción política, tomada como una debilidad humana que puede perdonarse, o que por el contrario se castiga yendo a votar a otro. Muy diferentes son las cosas en tiempos de crisis.

Utilizo aquí la palabra crisis no en su sentido de proceso cíclico y transitorio, sino en el sentido de cambio, y de cambio profundo. En su libro El fin de la clase media, que ha publicado la editorial Clave Intelectual el mes pasado, el periodista Esteban Hernández sostiene que hoy la clase media es “un estrato social que se ha convertido en claramente disfuncional para un capitalismo que está tratando de acabar con él”. El libro reúne un conjunto de testimonios personales de representantes de ese 72% de la sociedad española: abogados, músicos en paro, analistas de escuelas de negocios, pequeños empresarios, autónomos… El resumen que hace Hernández no deja dudas: “La clase media creía en el futuro: confiaba en que si cumplía lo que se le había asignado el porvenir le sonreiría, que la madurez sería económicamente mejor que la juventud, que sus hijos vivirían mejor que ellos y que sus opciones vitales se ampliarían. Ahora es la clase del desencanto y de la indignación, porque sabe que su porvenir aparece oscuro: el mundo tejido por vidas estables, diagnósticos expertos, y trayectorias laborales sostenidas que esperaba está desvaneciéndose”. Y añade que “su final está trayendo numerosas novedades a la política y a la sociedad”. A estas novedades se ha referido extensamente Zygmunt Bauman en su descripción de nuestro mundo líquido, del que ya he hablado aquí. Sucede además que a los cambios habidos en el ámbito de la cultura y de la economía van a añadirse en el futuro otros que ya se anuncian y que servirán para modificar nuestro actual marco normativo. Es el caso del TTIP, el acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos y Europa del que hablé aquí el pasado abril y que definí entonces como una “superley para acabar con la ley”. Pues la aplicación de lo que se está negociando bajo esas siglas supondrá una transformación radical que no afectará sólo a la clase media, y que tendrá consecuencias en la manera que hemos tenido hasta ahora de entender cosas tan diversas como nuestros hábitos de consumo, nuestras instituciones democráticas, nuestra vida privada o el concepto mismo de nación, reducido todo ello a un trivial y desechable juguete sometido al interés de las grandes corporaciones. La constitución de éstas en un nuevo gobierno mundial es sin exageración el gran acontecimiento de nuestra época, un acontecimiento equiparable a la II Guerra Mundial, y que, si está pasando inadvertido para nosotros, será en cambio un capítulo mayor en las enciclopedias históricas de un próximo futuro.

Lo expuesto más arriba justifica el elocuente título del libro de Hernández, el cual, debe aclararse, alude directamente a la clase media tal y como ha sido conocida hasta la fecha, un estrato social ahora más atomizado y disgregado que nunca, desconcertado ante su futuro y ante la pérdida de sus referentes políticos y culturales. La conciencia de este grupo se caracterizaría hoy por una oscura sensación: la de que algo que le correspondía por derecho le ha sido sustraído sin explicación alguna.

Muestra de esa enrabietada sensación fue hace unos años el 15-M y lo es ahora la adhesión mayoritaria de la clase media a Podemos, adhesión que se produce en el tránsito de esta organización de su formato original de movimiento ciudadano a partido político, y cuando todavía su ideario concreto se desconoce. Esto último no ha impedido que en una reciente encuesta dicha organización aparezca como la primera en intención de voto, con un 27,7%, convertida ya en la primera fuerza política española. Sin embargo, es discutible el nivel de vinculación que estos potenciales votantes tienen con Podemos: decir hoy lo que votarán dentro de un año, en rigor, no compromete a nada, y más bien lo respondido a la encuesta puede interpretarse como una velada amenaza a los partidos a los que han venido votando hasta ahora. Efectuada en una semana en la que se dieron a conocer nuevos y graves casos de corrupción, más que como una genuina intención de voto, el resultado de la misma puede leerse como el fiel reflejo de un muy generalizado estado de ánimo.

La salvaguarda celosa de los bienes propios y del estatus no es, en principio, un buen equipaje para incorporarse a lo comunitario. Escucho en estos días no pocas expresiones de suspicacia con respecto a Podemos, basadas al parecer en el apoyo mediático que sus líderes reciben en algunos platós de televisión. Tales suspicacias se manifiestan como signos de un conocimiento elevado de la situación y del funcionamiento de los medios, los cuales pertenecen a grandes grupos empresariales y a la banca, como es sabido. Pero la pretendidamente sabia expresión del “no me fío” encierra aquí una pueril ingenuidad. Quien tenga algo de memoria recordará que grandes grupos empresariales y financieros que auspiciaron en su día la transición con el ánimo de que no cambiara nada financiaron con una mano a UCD y con la otra al PSOE, que por entonces se percibía como la promesa (y para muchos como la amenaza) de un cambio. En cualquier proceso político, incluso en los que ahora mismo se desarrollan en América Latina, hay poderosos sectores de la economía que se alían con partidos y gobiernos ideológicamente poco o nada afines, siempre que estos sean una garantía de crecimiento, como está ocurriendo acusadamente en Argentina y Ecuador, por poner dos ejemplos bien dispares. En contra de lo que suele decirse, el poder económico no es monolítico, no lo controla todo y sabe que debe guardarse las espaldas, jugando si es necesario con dos barajas. En el presente existe en España una más que justificada incertidumbre acerca del futuro del PP y del PSOE y del ciclo que han protagonizado históricamente. A nadie debería extrañar el pragmatismo de unos grupos empresariales que en resumidas cuentas no saben cuál será el caballo ganador. Ante la duda, un buen seguro de vida es apostar por éste y también por aquél, por si acaso.

Estas y otras reticencias semejantes, a mi juicio, son signo de un modo de pensar catastrofista al que tiende en épocas de cambio la clase media. También se manifestaron durante la transición. La idea es que el poder económico no tolerará jamás a Podemos, como en realidad no tolerará ningún cambio. De ello se deduce que la compatibilidad de Podemos con la economía es nula, y de ahí la predicción catastrófica. Que determinado poder económico se muestre complaciente con el partido de Pablo Iglesias constituye para algunos una sospechosa anomalía de difícil asimilación, la cual cuestiona de manera implícita la creencia de que un eventual triunfo de dicho partido acarrearía las plagas de Egipto. Se observa así, ya en el momento presente, la predisposición natural de una parte de la clase media a dar por buenas, por anticipado, las infamias que se dirán acerca de Podemos en este año electoral. Así, a la condición de sabios que ya se han adjudicado estos escépticos, podrán añadir el comentario de “ya lo decía yo”.

Porque no hay duda de que se dirán infamias. El repertorio de éstas lo conocemos bien desde las últimas elecciones generales griegas, en vísperas de cuya celebración se daba por seguro el triunfo de Syriza: desestabilización, inflación, pérdida de los ahorros, evasión de capital (cosa ésta que ya sucede sin necesidad de que ganen Syriza o Podemos), suspensión del crédito (en el caso de que vuelva a haberlo algún día), etc. 

Si algo sabe hacer el poder económico es transformarse y pactar. Para este poder acostumbrado a los cambios de gobierno y a lo que haga falta para su supervivencia Podemos entra en consideración, sí, pero sólo a título de recambio, un recambio que sería deseable evitar. En tal dirección iba el informe del banco Barclays que se conoció hace unas semanas y que ya ha sido debidamente aireado también en Estados Unidos. Los sectores económicos más próximos al PP y al PSOE, que son los bancos, pues su rescate se debe a ellos, como también se debe a ellos que ciertos banqueros sigan libres y ostentando cargos, harán lo imposible por evitar el triunfo de Podemos, tanto más cuanto que son los dueños de los medios de comunicación. Los interesados en la materia saben que para mover, o inmovilizar, a los votantes de clase media no hay mejor recurso que el miedo.

A los diversos espantajos ya conocidos va a añadirse en el caso de esta campaña electoral que ya ha comenzado el de la ruptura de España, asunto al que el partido gobernante, poco imaginativo como es, aplicará seguramente la misma estrategia simplona que ya tuvo éxito en su día con respecto a ETA: “Quien no esté conmigo, está con el otro”. La previsible batalla mediática que se avecina cosechará grandes éxitos de audiencia en las tertulias televisivas, y con ella se intentará explotar todo lo posible el bajo nivel de implicación que sus simpatizantes tienen con Podemos. Por el camino, inevitablemente, irán cayendo algunos: en primer lugar por la transformación del movimiento en partido, cosa que será difícil de digerir para ciertas mentes psicodélicas y asamblearias; en segundo, por la no menos inevitable configuración de un programa de gobierno, que a unos les parecerá demasiado y a otros demasiado poco. En última instancia, lo que resulta llamativo es que desde la fundación de Podemos no haya vuelto a realizarse ninguna movilización masiva, como si ya su sola existencia bastara para canalizar el deseo de un cambio. Razones para la movilización no faltan, y como ya escribí en otro lugar la fuerza de ese cambio no está en internet ni en los platós de televisión, sino en las calles y plazas en las que nació. La presencia y la comunicación ahí sí servirían para afianzar compromisos, más allá de una vaga intención de voto.

En España la mayor parte del dinero que recauda el fisco procede de las nóminas, o lo que es lo mismo: de la contribución de los asalariados, de (aunque la palabra ya no guste) los trabajadores. Cabría pensar que en un país con una tasa de paro del 26% y una clase media del 72% ésta última estaría formada en realidad por todos aquellos que poseen todavía un trabajo o algún ingreso regular, es decir, por los que tienen con qué ganarse la vida. Si los despolitizados trabajadores tienen la percepción de ser parte de la clase media es porque saben, o intuyen, que otros están peor. Sin embargo, esta arribada en masa a la clase media se produce, según el libro citado, cuando dicha clase naufraga, o cuando, al menos, se convierte en otra cosa. La clase media es una ilusión, una quimera, pero es también, como dice Esteban Hernández, “algo no cristalizado y sin expresión esencial” que se va desplegando de formas muy diversas en la historia. Esta clase representa unos valores de continuidad y estabilidad que ya no convienen al capitalismo, el cual ha resuelto no contar con ella como aliada, más aún: que ha decidido suprimirla. Así, quienes fueron los más leales servidores del orden podrían estar experimentando la necesidad de construir un proyecto autónomo, una politización y una irrupción en lo comunitario. Que este proyecto sea emancipador, o que adopte otras formas similares a las que triunfaron en las primeras décadas del siglo pasado, es la no pequeña cuestión que se decide ahora.

martes, 11 de noviembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 166

KALLOCAÍNA, DE KARIN BOYE. UNA NOVELA SOBRE EL TOTALITARISMO

Karin Boye, autora sueca nacida en Gotemburgo, vivió entre 1900 y 1941. Fue poeta y novelista, fundadora de Spektrum, publicación de corta vida que sirvió para introducir a los surrealistas en Suecia, y traductora de T.S. Eliot. Como poeta es bien conocida en su país natal, y son dos las novelas que hoy mejor representan su obra narrativa: Crisis, que se publicó en 1934, y Kallocaína, de 1940, sin duda su obra más divulgada, que ha sido traducida a más de diez idiomas y que en 1981 dio lugar a una serie de la televisión sueca dirigida por el cineasta Hans Abramson.

Boye fue principal animadora de la cultura sueca a partir de los años veinte, desde el seno de la asociación socialista “Clarté” y de Spektrum, que fue concebida como un “órgano de expresión radical para los jóvenes” en el que se abrieron camino las nuevas ideas en materia de literatura modernista, psicoanálisis y política social. Estuvo casada entre 1929 y 1934 con otro miembro de “Clarté”, Leif Björck, del que se separó tras conocer a Gunnel Bergström, quien dejó a su marido por Boye. Con su nueva pareja mantuvo una larga relación epistolar que, editada por quien es también la biógrafa de nuestra autora, Pia-Kristina Garde, se publicó con el título de Karin Boye: okända brev och berättelser (Karin Boye, cartas inéditas e historias, Ellerströms, 2013).

En su ensayo El lenguaje más allá de la lógica, publicado en 1932 en la revista citada más arriba, Boye advirtió de la manera en que el psicoanálisis afectaba al lenguaje simbólico personal y abría nuevas perspectivas para la exploración literaria. El psicoanálisis habría demostrado, según Boye, la existencia de un almacén simbólico que es común a toda la humanidad, al que los escritores no podían sustraerse y que tendría el misterioso efecto de hacer su obra comprensible, “a pesar de ellos”, a culturas y sociedades ajenas, tanto en el tiempo como el espacio. Ese mismo lenguaje simbólico, tomado ahora como nuevo no obstante pertenecer a la especie desde tiempos remotos, ofrecía a la personalidad del autor un campo infinito en el que proyectarse, con lo que el lenguaje más allá de la lógica podía servir igualmente al individuo y a la colectividad.

Estas ideas están presentes en toda la obra de Boye, tanto en sus temas como en sus procedimientos poéticos y narrativos. No en balde nuestra autora poseía un espíritu inconformista “que impulsó su vida y su obra a través de un deseo implacable de revuelta y ruptura”, según ha anotado su compatriota Lotta Lotass, escritora ella misma a la que se debe en parte la actual revalorización de la obra de Boye. De dicha revalorización es resultado el interés que últimamente han despertado en Suecia sus colecciones de relatos, y, entre nosotros, la publicación por la editorial Gallo Nero de esta Kallocaína, única de sus novelas traducidas al castellano.

Si en Astarte, novela de 1931, el protagonista era un maniquí en torno al cual giraban unos personajes que terminaban por conformar una crítica moderna de la sociedad de consumo; y si en la ya mencionada Crisis se trataba de un seminarista descreído cuya peripecia terminaba por constituirse en una reflexión de la autora acerca de su propia homosexualidad, en Kallocaína nos encontramos de nuevo ante un personaje que, tras hacer balance, cuestiona su sociedad y a sí mismo, encarnándose finalmente en promesa de “un nuevo mundo”. El libro ha sido considerado por la crítica como deudor de Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley que se había publicado unos años antes, y como precedente de la orwelliana 1984, que no vería la luz hasta una década más tarde. Sin embargo, la Kallocaína de Boye tiene sus propios orígenes y un significado que es característico tanto de las inquietudes ya manifestadas por la autora en su obra anterior como de su experiencia personal del momento en que la redactó. En efecto, en 1940 Suecia se hallaba en una ambigua situación que oscilaba entre la neutralidad y el colaboracionismo con el Tercer Reich. De hecho Suecia era un país ocupado y sometido a bloqueo, regido por un gobierno títere que reproducía a título doméstico las formas de dominación de la Alemania nazi. Es en este difícil contexto, en el que Boye pudo tratar a diversos alemanes exiliados que acabarían por ser forzados a abandonar el país, en el que se gestó la novela.

El texto que se nos presenta aparece figuradamente como obra del químico Leo Kall, quien se encuentra en el momento de su redacción prisionero de una potencia extranjera, el así llamado Estado Universal. La razón de ser de su escritura la da el propio personaje en las primeras páginas: “Pues, aunque los años que llevo aquí como prisionero y como químico –serán más de veinte, calculo– han sido años de sobra llenos de trabajo y de premuras, existe algo que, sin duda, opina que no es suficiente, algo que me ha ido guiando y que me ha descubierto otro trabajo, uno que yo no tenía la menor posibilidad de descubrir, a pesar de tener en ello un interés profundo y doloroso. Ese trabajo estará cumplido cuando haya terminado el libro”. De modo que es un imperativo moral el que mueve al personaje, un imperativo que, como es costumbre en la obra de Boye, abarca lo que de más personal hay en el protagonista y lo colectivo, lo que es propio de su intimidad y a la vez del período de la Historia que ha vivido.

Leo Kall nos describe su vida en un apartamento subterráneo junto a su mujer y sus tres hijos. El poder totalitario al que están sometidos los habitantes del Estado del Mundo es una parodia del poder nacional-socialista y de su capacidad para invadir todos y cada uno de los campos en los que se desarrolla la actividad humana. Toda la ciudad es subterránea, y para desplazarse en la superficie es preciso una licencia, como también es necesaria una licencia para hacer o recibir visitas. El apartamento de los Kall, que obedece a un modelo estandarizado, dispone en la llamada “habitación parental”, el dormitorio, de un “ojo y un oído policial” permanentemente activos. Los habitantes de este Estado no son ciudadanos, sino “conmílites”. La asistenta es en realidad una espía designada por la autoridad, y mientras los hijos son enviados a la edad de ocho años a un campamento en el que se les adiestra militarmente, los padres, por su parte, deben prestar diversos servicios policiales y militares, entre ellos el de supervisar los actos públicos instituidos por el Estado. La descripción que nos ofrece Kall es sobrecogedora, y compite con ventaja (en lo que a terror se refiere) con los círculos infernales de Dante. El sistema de este régimen policial y militar, de gran complejidad, está inspirado no obstante en un concepto de extremada sencillez: la falta de confianza, y por tanto el miedo a la delación, la cual puede venir de un vecino, de un compañero de trabajo, de la esposa o del propio hijo.

En medio de este panorama Leo Kall descubre un nuevo producto químico al que da su nombre: la kallocaína. Y es que si es cierto que todo poder apunta a convertirse en totalitario y a dominar y regular todos los aspectos de la vida humana, también lo es que hasta ahora ha habido un ámbito al que el acceso le ha resultado problemático: el pensamiento. La kallocaína es en efecto un suero de la verdad que además de la virtud de revelar los pensamientos más profundos del individuo tiene también la de operar sin pérdida de la conciencia por parte del mismo, lo que añade al valor de su confesión la vergüenza, el aturdimiento y el miedo que se sufren posteriormente, cuando cesan los efectos de la droga. El resultado es la consecución de los más ambiciosos propósitos del Estado, poseedor y registrador fáustico del alma de los conmílites, reducidos todos ellos a un estado de servidumbre y privación de libertad nunca visto anteriormente.

El inventor de la kallocaína nos describe con detalle los experimentos realizados sobre “víctimas voluntarias”, así como la comprobación de la existencia de una especie de secta con extrañas creencias y aún más extraños rituales. En dicha secta se guarda precariamente lo que de humano queda todavía en el Estado del Mundo, lo que la convierte en objetivo de las autoridades. En la persecución y captura de estos seres subversivos participará Kall de buena gana, en su calidad de entusiasta defensor de los intereses supremos del Estado. Estos buenos servicios permitirán a Kall trepar por la escalera imaginaria con la que sueña desde niño, alcanzando en su ascenso puestos de responsabilidad en los que podrá codearse con las autoridades. Sin embargo, tal ascenso se verá interrumpido bruscamente, lo que le servirá a Kall para percatarse del error en el que se ha fundado toda su vida. Es la conciencia de este error, tardía, pues su despertar se produce de manera inseparable del sacrificio de todo aquello que habría debido amar, lo que motiva el libro y la necesaria reflexión que éste contiene.

Pieza clave en el argumento de la novela es el personaje de Rissen, jefe de Leo Kall y colaborador en sus experimentos químicos. Rissen es un hombre extraño, ajeno a la marcialidad que predomina entre los habitantes del Estado del Mundo y al que su subordinado atribuye ideas disolventes, las cuales justifican la desconfianza inicial, y finalmente el odio, que manifiesta hacia su jefe. Sucede que Kall descubre en sí mismo indicios de una rebelión de la que oscuramente hace responsable al otro, y que reprime violentamente en sí mismo a fin de no hacerse sospechoso al Estado. Así, establece con Rissen una relación especular en la que éste es paradigma del conmílite desleal, del enemigo, encarnación de todos los males y chivo expiatorio.

Decir que Kallocaína es una novela de ciencia ficción o una antiutopía es decir muy poco. Quizá, y por encima de todo, sea una novela de amor, aunque frustrado, el amor imposible del protagonista por su esposa, Linda, imposible porque así lo quiere el todopoderoso Estado, incapaz en cambio de evitar que de la lección de amor y humanidad que ésta imparte a su marido se derive la esperanza de ese “nuevo mundo” con el que con frecuencia soñó la autora.

El libro tiene inquietantes pasajes en los que se muestran rasgos de una sociedad que no son del todo extraños a nuestro mundo actual, unos rasgos que permiten afirmar al narrador que, en su condición de cautivo del enemigo, puede sentirse más libre de lo que nunca llegó a ser en sus tiempos de conmílite modélico y celebrado inventor. Perturbadora reflexión que tiene su corolario en el informe anexo firmado por un censor del Estado Universal, el cual justifica la inclusión del libro, como ejemplo de degeneración, en la lista de manuscritos peligrosos.

Posiblemente Boye, que se suicidió el mismo día de la invasión de Grecia por los nazis, acertó a señalar en esta novela el sentido último del totalitarismo, el cual aspira a sustituir las relaciones humanas y la confianza en la que éstas se fundamentan por la sumisión al Estado, anulando incluso los márgenes en los que otras sociedades han tolerado diversas formas de clandestinidad. Y no obstante, pese a la negrura de este texto excelentemente traducido por Carmen Montes, la autora no renunció a dejar en él una confiada esperanza en la condición humana, artífice de ese mundo nuevo al que aludió en sus obras y a cuyo doloroso alborear se refirió en uno de sus poemas más célebres, Por supuesto que duele, en el que se lee: “Sí, duele cuando los tallos brotan. / ¿Por qué, si no, la primavera vacila? / ¿Por qué todo el ardiente deseo / se une a lividez amarga y fría? / (…) / Entonces, cuando ya no existe ningún temor, / caen brillantes las gotas de la rama, / se olvidan de su temor ante lo nuevo, / se olvidan de su ansiedad por el viaje, / viven su mayor certeza por un segundo / y pueden descansar en la confianza, / esa creadora del mundo”.

martes, 4 de noviembre de 2014

VARIACIONES / 18

LA SINFONÍA AL INICIO DEL SIGLO XIX, O CÓMO ECHAR CUENTAS Y MEARSE ENCIMA

En un episodio de una popular serie de televisión norteamericana, en vísperas de un viaje a Las Vegas, se ve a un pícaro que intenta adiestrar a su sobrino adolescente acerca de la conducta que debe seguirse en una mesa de juego. El chico atiende en silencio a los sabios consejos de su tío, quien le explica que, llegada una buena racha, en ninguna circunstancia al tahúr le está permitido levantarse de la mesa, ni siquiera a causa de una imperativa necesidad fisiológica. Pues si el dinero acumulado sobre el tapete es mayor que el precio de los pantalones que uno lleva puestos, argumenta el tío, nada impide satisfacer cualquier necesidad de inmediato y sin levantarse. “¿Tengo que echar cuentas y mearme encima?”, pregunta, lleno de inquietud, el aplicado pupilo.

Algo parecido debieron preguntarse los aficionados a la música de principios del siglo XIX, cuando los pícaros y sabios de su tiempo les informaron de que las costumbres musicales estaban cambiando: las obras instrumentales –las sinfonías, en concreto– no debían despertar sólo su disfrute, como habían hecho siempre, sino que además debían “comprenderse”. Hasta esas fechas la creencia más extendida dividía a la música en dos especies bien definidas y de genéticas tan dispares como irreconciliables: la música vocal, que por tener un contenido literario incorporaba alguna clase de mensaje que requería la atención y quizá la reflexión del oyente; y la música puramente instrumental, mero artificio técnico apreciable sólo por los iniciados (los propios músicos), pero que para el oyente común no tenía más valor que el de un pasatiempo, lo que la hacía formar parte del catálogo de las artes decorativas, más o menos al mismo nivel que el papel pintado de las paredes. A esta fatigosa música instrumental que no decía nada al oyente se refirió Rousseau en 1768 en su Diccionario de la música, en el que atribuyó al filósofo Bernard de Fontenelle un comentario que haría fortuna y que se repetiría con variable frecuencia en los siguientes cien años: “Sonata, ¿qué quieres de mí?”

Al cambio de mentalidad que se produjo en el oyente en el paso de un siglo a otro, coincidiendo con el estreno de las sinfonías de Beethoven, está dedicado el ensayo La música como pensamiento. El público y la música instrumental en la época de Beethoven, obra del musicólogo y profesor de la Universidad de Chapel Hill (Carolina del Norte) Mark Evan Bonds, que ha publicado entre nosotros la editorial Acantilado.

Bonds estudió en las universidades de Duke y Harvard y completó su formación en Alemania, en Kiel. Sus investigaciones se han dirigido desde hace años hacia la transición de la música del siglo XVIII al XIX, y es autor de varios ensayos sobre la expresión musical de la Ilustración, la música instrumental y la teoría estética. Su último libro, Absolute Music. The History of an Idea, ha sido publicado en Nueva York este año por la Oxford University Press.

La música como pensamiento no aborda la historia de la música en el período citado, sino su recepción, la manera en que se modificó el modo de la escucha. Esta profunda transformación, como demuestra el autor, fue sintomática de toda una serie de cambios culturales, políticos y sociales que tuvieron lugar entre la Ilustración, la filosofía idealista y la Revolución francesa, por una parte, y el naciente Romanticismo por otra. Una transformación que se desplegó paralelamente al sentimiento nacionalista alemán, aspecto éste que añade al libro un interés inesperado, y que habría de estar presente en la conciencia de los alemanes durante el proceso de unificación, el cual llega hasta nuestros días. No es casual, en efecto, que el Himno a la Alegría de Beethoven, sobre un texto de Schiller, sea actualmente el himno oficial de la Unión Europea. Con independencia de ello, en su origen, como explica Bonds, la sinfonía, al igual que los cambios operados en relación a ella, en su apreciación y en su escucha, fueron fenómenos específica y netamente alemanes.

El sentido de la audición de la música todavía en tiempos de Haydn y Mozart está ligado a la naturaleza de sus mecenas, así como a los lugares donde la música debía escucharse, que no eran otros que los salones privados de la nobleza. En pocos años, después de la Revolución francesa, la ascendente burguesía se dota de teatros públicos en los que, previo pago, puede accederse a las representaciones que hasta no hace mucho han sido privilegio exclusivo de la aristocracia, y también esa misma burguesía reclama una música que se adapte no sólo a la gran dimensión de las nuevas salas de concierto, sino también a sus ideas, las cuales tenían por entonces un carácter que oscilaba entre lo revolucionario y lo nacionalista. Es en este contexto propicio en el que se estrenaron la sinfonías de Beethoven. A los registros ya experimentados por sus predecesores (el pastoril, el galante, etc.) el compositor de Bonn añadió uno nuevo, el heroico, el cual permitía al hombre común sentirse como un triunfante Napoleón durante unos minutos. Sin embargo, en esencia, y en términos estrictamente musicales, Beethoven se sirvió mayormente de esquemas que ya estaban presentes en las últimas sinfonías de Mozart: la repetición, la variación, el contraste, la interrupción, el silencio; de manera que, según nuestro autor, lo auténticamente revolucionario no debe buscarse en la música misma de Beethoven, sino en el nuevo sentido social que se le dio. A configurar este nuevo sentido, que presentaba una fuerte carga política, contribuyeron diversos autores que aplicaron a la crítica musical las ideas de la filosofía alemana, entre ellos E.T.A. Hoffmann, escritor de literatura fantástica y compositor al que se debe una muy influyente reseña del estreno de la Quinta Sinfonía de Beethoven que se publicó en 1810.

Conceptos como “lo infinito” o “lo sublime” tomados de la filosofía fueron puestos al servicio de una transformación en la recepción de la música, la cual pasó de ser pasiva a intelectualmente activa, reflejo de un ideal que presentaba a la música como encarnación en la tierra de un reino democrático y nacional alemán, lo que virtualmente convertía al compositor en “sumo sacerdote de un lejano reino espiritual”. Este reino imaginario conformado por la frustración política de la burguesía y por las ideas filosóficas elaboradas en primer lugar por Kant, pero después también por Hegel y Schelling, adoptó la forma de una aspiración en la que Alemania, como futura entidad nacional, ofrecería a Europa y al mundo un nuevo modelo del concepto de nación, basado en las ideas antes que en las fronteras, fundamentado en una cultura cosmopolita y en la Bildung –el ansia de emancipación y superación personal por medio de la instrucción, el cultivo de las artes y el espíritu–.

“El nuevo paradigma de la escucha surgido de la estética idealista hacia 1800”, escribe Bonds, “abandonó la premisa de que la música era un lenguaje. En lugar de un discurso, la obra musical pasó a considerarse un objeto de contemplación, el catalizador potencial de una revelación accesible para quienes participaran activamente en la obra escuchando con imaginación creativa”. Esa revelación tenía un carácter comunitario que ya había sido anticipado por los primeros románticos. En efecto, Novalis, Hölderlin, Friedrich Schlegel y Clemens Brentano optaron abiertamente por la erradicación de toda forma de distinción entre filosofía y arte, argumentando que “ambos participaban en la misma tarea: la búsqueda de la verdad”. En una sociedad como aquélla, delimitada geográfica y simbólicamente por el uso del alemán y sus dialectos, y sometida a la implacable censura prusiana, la música instrumental, especialmente la sinfonía, por su propia naturaleza de experiencia espiritual colectiva, se convirtió en vía de expresión natural para profundos anhelos que no podían realizarse políticamente. “La monumentalidad del género [sinfónico], unida a su diversidad tímbrica, llevó a muchos coetáneos de Beethoven a oír la sinfonía como la proyección de un Estado ideal donde las libertades personales podían florecer dentro de un marco estructurado, y donde las necesidades de la comunidad podían convivir en armonía con las del individuo”. Ello explica el comentario que el poeta y dramaturgo Franz Grillparzer dirigió en cierta ocasión a su amigo Beethoven: “El censor no puede sostener nada en contra de los músicos. ¡Si supieran de lo que trata tu música!”

Que esta concepción filosófica y política de la sinfonía predominó entre músicos y oyentes durante décadas lo prueba el siguiente comentario de Robert Schumann en 1835, en respuesta a la tendencia del momento, que otorgaba una creciente relevancia a la figura del director: “La orquesta debe seguir siendo una república, sin reconocer ninguna autoridad superior”. Y más tarde Richard Wagner, quien consideraba que las sinfonías de Beethoven eran insuperables no sólo en el ámbito musical, sino también en lo relativo a su capacidad para enlazarse con las aspiraciones colectivas, escribió que “en las sonatas compone él [Beethoven]; en las sinfonías, el mundo entero a través de él”.

La consecución del Estado estético, que ya había sido sugerido por Goethe, alcanza su síntesis en el Himno a la Alegría con el que concluye la Novena Sinfonía de Beethoven, apasionada recreación de una armonía social “que sólo podía cimentarse”, escribe Bonds, “en una base de individuos que hubiera alcanzado un nivel indispensable de autorrealización personal”. Dicha síntesis constituía la ideal consumación del deseo universal de unión de lo sublime con lo absoluto, máxima aspiración de una comunidad estética y política que ya estaba recogida en una inscripción del Templo de Isis (la Madre Naturaleza), de la que Beethoven tenía una copia en su mesa de trabajo: “Soy todo lo que es, ha sido y será, y ningún mortal ha descubierto el velo de mi cara”. Palabras que en los contemporáneos del compositor debían de evocar al Ideal hegeliano desplegándose en la Historia, y que a nosotros, conocedores de la manera en que esas mismas ideas fueron revisadas en las primeras décadas del siglo pasado, nos parecen cercanas a una de las últimas tesis de Walter Benjamin, aquélla referida al Angelus Novus de Klee: “La tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso”.

El libro de Bonds es un excelente comentario al desarrollo de la filosofía idealista y a su aplicación estética en los inicios del siglo XIX, pero también una muy rigurosa ilustración de la sociedad que vio nacer el Romanticismo y en la que se gestaron las ideas que nutrirían en sus inicios a la nación alemana. Y no en último lugar el libro es también un retrato de grupo en el que sobresalen Beethoven y su obra, esa mezcla de dolor, tensión, monstruosidad, armonía y anhelo de lo infinito a la que Grillparzer se refirió en su funeral como “las cuerdas rotas del arpa que ha quedado en silencio”.