lunes, 30 de marzo de 2015

DISPARATES / 132

TTIP Y TISA. ¿QUÉ NOS RESERVA EL TRATADO DE LIBRE COMERCIO?

El pasado 10 de marzo la Comisión Europea publicó el mandato de negociación del Trade in Services Agreement (TISA), acuerdo transatlántico de liberalización de servicios del que participan cincuenta países que se dan a sí mismos el nombre de “los mejores amigos de los servicios”, y que fue propuesto en 2013 por Estados Unidos y Australia. Hasta ahora todo lo que había trascendido del TISA era un documento filtrado en julio de 2014 por Wikileaks, según el cual se preveía en los países firmantes la apertura a los mercados, “total e irreversible”, de las infraestructuras públicas, incluidas el agua, la salud, la educación, la energía, los servicios sociales y el transporte. La comisaria de comercio, Cecilia Malmström, ha dado en Bruselas la bienvenida a este mandato y ha afirmado que el mismo supone “un signo de transparencia que servirá para fortalecer la legitimidad de las negociaciones sin poner en peligro la posición y los intereses de Europa”. ¿A qué posición y a qué intereses se refiere?

“En el reino de los ciegos, el acuerdo TISA es el rey”, tituló la revista Marianne un artículo que publicó el pasado julio, cuando se conoció la filtración de Wikileaks. Según el documento aparecido entonces las negociaciones sobre el TISA debían permanecer en secreto hasta cinco años después de su aprobación. Cuando un redactor de la revista mencionada trató de ponerse en contacto con diversos eurodiputados, comprobó con asombro que la totalidad de los que aceptaron responder a sus preguntas desconocían por completo el contenido de las negociaciones, las cuales habían promovido sin embargo con su voto afirmativo. “Se vota mucho”, le confesó uno, “a veces hasta veinte o treinta resoluciones al día… Votamos lo que nos ordena el grupo parlamentario, y sólo si se trata de un tema en el que he trabajado directamente pongo más atención… A veces, puede ser que me equivoque”. “¿Cómo quieres que un parlamentario conozca en detalle todo lo que está debatiendo el Parlamento?”, le dijo otro. Un diputado del UMP se preguntó: “Si el texto es tan peligroso, ¿por qué ha recibido tan pocos votos en contra?” Y un miembro del Partido Verde comentó que “mis compañeros votan siempre a favor de lo que lleve en su nombre las palabras ‘libre comercio’. Son víctimas de un imaginario tenaz que asocia este concepto al del crecimiento”. En el Parlamento europeo votaron a favor de la apertura de las negociaciones del TISA 526 de los 765 diputados, entre ellos todos los de derecha, el centro y el grupo socialista.

Actualmente, un país miembro de la Organización Mundial del Comercio sólo puede liberalizar aquellos sectores que explícitamente se inscriben en una “lista positiva”. Lo que pretende el TISA es invertir esta lógica introduciendo las “listas negativas”, en las que se enumeran los sectores que, como ocurre con el TTIP, no son susceptibles de privatización, a saber: los servicios audiovisuales y los soberanos (ejército, policía y justicia). Estos servicios “soberanos” estaban incluidos desde el principio en la categoría de los no privatizables. Los audiovisuales, en cambio, se incluyeron más tarde como parte de la llamada “excepción cultural” promovida por Francia, celosa de proteger su industria audiovisual, especialmente la cinematográfica, de la incesante voracidad de las corporaciones de Hollywood. Paradójicamente, la “excepción cultural” no abarca a la industria del libro, de la que desaparecerán, como del resto de los sectores, las trabas y las regulaciones legales que hoy impiden o dificultan la penetración de las transnacionales norteamericanas. El Consejo Europeo de Asociaciones de Traductores Literarios ha llamado repetidamente la atención acerca de “los ataques a las literaturas europeas y a la riqueza cultural que ellas representan” en virtud de las negociaciones comerciales entre Europa y Estados Unidos. Y en un comunicado aparecido el 2 de febrero añaden que “dichos acuerdos comerciales no tolerarán los dispositivos de promoción y de protección de la cultura en la medida en que serán considerados ‘discriminatorios’, en flagrante contradicción con uno de los principios de la convención de la UNESCO, el cual considera como una obligación de los gobiernos preservar la diversidad cultural. Estos acuerdos proporcionarán a empresas americanas como Amazon los medios jurídicos para impedir a los Estados europeos proteger y promover sus literaturas nacionales”. No es difícil comprender que la liberalización del sector y la eliminación de las subvenciones, en su calidad de “discriminatorias”, supondrán entre otras cosas el fin de las editoriales y las librerías independientes de toda Europa.

En un artículo publicado por la revista Diagonal Pablo Sánchez, miembro de la Federación Europea de Sindicatos de Servicios Públicos, ha afirmado que la táctica empleada en estos acuerdos comerciales consiste en “que todo nuevo servicio o todo aquél que pueda ser dividido de uno existente debe ser puesto en el mercado, vaciando así de contenido la definición de servicio público”. Y añade: “Un hospital seguirá siendo un servicio público –la concesión–, pero todo lo que pase dentro estará en manos privadas. Siempre que dé beneficios, claro. Lo que verdaderamente está en la agenda política es impedir que se renacionalicen y remunicipalicen servicios que fueron privatizados, dados en concesión a veinte o veinticinco años o en colaboración público-privada, a través de un mecanismo de arbitraje internacional”.

Idénticos mecanismos de arbitraje son los que propone el TTIP, del que el TISA, con ser mucho, no es más que un complemento, y que la canciller alemana Angela Merkel quiere firmar con Estados Unidos este mismo año. Desde el momento en que estas negociaciones trascendieron a la opinión pública, en contra del deseo expreso de las partes implicadas, se ha iniciado una polémica en torno a la exigencia de Estados Unidos de la aprobación del llamado ISDS, mecanismo de protección de las inversiones que permitirá a las multinacionales demandar a los Estados ante tribunales de arbitraje (privados) siempre que aquéllas consideren vulnerados sus intereses por las leyes vigentes. Como es sabido, en base a un tratado equivalente y ahora en vigor entre Estados Unidos y Canadá la multinacional Lone Pine Resources demandó hace unos años al gobierno autónomo de Quebec, el cual había dictado una moratoria contra el uso del fracking. Esta técnica de explotación de los yacimientos de gas y petróleo de esquisto podría permitir a Estados Unidos convertirse en país exportador de combustibles fósiles en unos años.

El grupo de presión que está impulsando actualmente el TISA y el TTIP es la US Coalition of Service Industries (CSI), lobby de las entidades financieras de Estados Unidos. Presidente del mismo ha sido hasta 2012 Robert Vastine, quien fue también asesor del Congreso para asuntos de competitividad y director de la mayor multinacional agroalimentaria del mundo, con sede en New Jersey. Vastine fue además director de la conferencia republicana del Senado de Estados Unidos entre 1985 y 1991. La CSI, grupo de grandes corporaciones multinacionales de servicios con fines de lucro, se fundó en 1982 con la asistencia de American Express, de la que fue vicepresidente Harry Freeman, más tarde también presidente de CSI desde el año 2000. Su propósito inicial era el de obtener los servicios incluidos en la ronda de negociaciones del GATT, y convertir el comercio de servicios en un objetivo central de las futuras iniciativas de la liberalización del comercio. La CSI se jacta de disponer de “un excelente acceso al gobierno de Estados Unidos, a los gobiernos extranjeros y a las organizaciones internacionales”, ha escrito Sharon Beder, profesora de humanidades e investigación social. Según el presidente de CSI, “el sector privado de Estados Unidos en el comercio de servicios es probablemente el vestíbulo a un comercio más poderoso, no sólo en Estados Unidos sino también en el mundo: el objetivo más importante de CSI es abrir los mercados extranjeros a las empresas estadounidenses y permitirles competir en el exterior”. La CSI quiere que los Estados se comprometan a políticas de pensiones que fomenten el ahorro privado para la jubilación, a fin de proporcionar oportunidades para las empresas de inversión, tal como hizo el presidente Bush. Los servicios de salud son otro objetivo de CSI. Esta organización supone que “la competencia en el ámbito sanitario en Estados Unidos ha permitido reducir sus costes al mismo tiempo que mejoraba su calidad. En consecuencia”, afirma, “las empresas tienen una oportunidad para su rápido crecimiento a la vista de los gastos en atención de salud que otros países podrían ofrecer. Ello requiere que los Estados abran sus mercados de atención sanitaria a la competencia y permitan una mayoría de propiedad extranjera en sus centros de salud”. Sin embargo, según CSI, “las compañías estadounidenses han sido excluidas de esta oportunidad de obtener rápidos beneficios por el hecho de que el cuidado de la salud ha sido tradicionalmente una responsabilidad del Estado en la mayoría de los países”. Así, por ejemplo, en muchos de ellos, “miembros de la OCDE, existen todavía barreras como licencias restrictivas para profesionales de la salud y regulaciones sobre la privacidad y la confidencialidad de datos” que siguen siendo un obstáculo para las empresas de Estados Unidos.

Todo lo anterior se inscribe en la tendencia ya manifestada en 1999 por Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial, quien afirmó entonces que “el Estado soberano ha quedado obsoleto, y que la preferencia de los principales ejecutivos de las grandes corporaciones es que los gobiernos nacionales se conviertan en subordinados a los intereses corporativos y financieros”. Ese mismo año David Rockefeller, fundador y presidente de la Comisión Trilateral, escribió en Newsweek que “los empresarios están a favor de reducir el papel del gobierno, pero esto significa que alguien tiene que tomar el lugar del gobierno, y los negocios me parece que son una entidad lógica para hacerlo”.

El TTIP y su más modesto pariente, el TISA, son logros espectaculares del capitalismo neoliberal y uno de los grandes acontecimientos de nuestra época, si no el mayor. A explicar el contenido de estos acuerdos, y a predecir sus consecuencias, están dedicados dos libros recientemente publicados en Francia: Tafta. L’accord du plus fort (Max Milo, 2014), del economista Thomas Porcher y el profesor de ciencias políticas Frédéric Farah; y Docteur TTIP et Mister Tafta (Les Petits Matins, 2015), del periodista de Le Monde Maxime Vaudano. El TTIP, tratado de libre comercio entre Estados Unidos y Europa, o TAFTA (por sus siglas en francés) es un acuerdo sobre reglamentos, normas, derechos corporativos y garantías de inversión, o dicho de otro modo: es un marco jurídico que se situará por encima de las legislaciones ahora vigentes y que tendrá la notable propiedad, revolucionaria en la historia de las relaciones internacionales, de suplantar en la práctica todo poder nacional, tanto del ámbito legislativo como del jurídico y el ejecutivo, sustrayendo así al conjunto de la ley de cualquier forma de regulación o de control democrático. Una vez aprobados, tales acuerdos no podrán ser derogados ni modificados tras un cambio de gobierno: ningún país de la Unión Europea podrá salir por sí solo del marco establecido por el TTIP después de su firma.

El libro de Porcher y Farah es una útil guía pedagógica que repasa uno a uno los aspectos del acuerdo, mostrando la manera en que su aprobación afectará a la vida cotidiana de los europeos. Un capítulo importante de esta guía es el dedicado a la adaptación de las regulaciones del consumo alimentario en Europa a los estándares americanos, lo que incluirá la introducción en nuestro continente de productos hoy prohibidos por sus riesgos para la salud, tales como la carne de vaca engordada con hormonas, el cerdo criado con ractopamina y el pollo lavado con cloro. Las normas que establecerá el TTIP afectarán a ámbitos tan diversos como los convenios colectivos, la inmigración o la longitud del cable de los frigoríficos. Para los autores de este libro el mayor problema del TTIP, sin embargo, es que no responde a ninguno de los actuales problemas de Europa.

En veinticuatro breves capítulos, y también con intención pedagógica, la obra de Maxime Vaudano explora las previsibles consecuencias de la aplicación del TTIP a la vista de datos ya conocidos. Uno de ellos es el de que cerca del 50% del comercio internacional, según la OCDE, está constituido por intercambios que tienen lugar dentro de una misma corporación transnacional. Se añade a ello que más del 90% de los intercambios financieros son fruto de la especulación y no de ninguna clase de actividad productiva. Resultan ser precisamente las últimas normativas reguladoras del movimiento de capitales que quedan en vigor las que el TTIP se propone eliminar. Por otra parte, un ejemplo de la acción de los tribunales de arbitraje analizado por Vaudano es el de la compañía sueca Vattenfall, que reclamó en 2009 a las autoridades de Hamburgo una indemnización de más de mil millones de euros por la legislación medioambiental entonces en vigor, que entorpecía su proyecto de construcción de una mina de carbón.

Ambos libros muestran con rigor las intenciones últimas del TTIP, en un contexto geoestratégico de virulenta ofensiva neoliberal en el que las empresas norteamericanas intentan ampliar sus mercados a costa de las leyes europeas y de los europeos, a la vez que pretenden blindar dichos mercados frente a la producción de las economías emergentes, en particular la de China.

Con el lema de “Las personas y el planeta antes que el capital” hay convocado para el 18 de abril un día global de acción en todo el mundo contra los tratados de libre comercio e inversiones.

martes, 24 de marzo de 2015

LECTURA POSIBLE / 175

RAFAEL CANSINOS ASSENS: LA NOVELA DE UN LITERATO

De las efemérides literarias que quedaron traspapeladas el año pasado conviene recordar aquí la de uno de los “raros” de nuestras letras, Rafael Cansinos Assens, de cuyo fallecimiento se cumplieron entonces cincuenta años. Si dichas efemérides culturales sirven a veces (no fue así en este caso) para hacer un gran lanzamiento editorial, habrá que convenir que con más frecuencia y humildad son útiles para llamar la atención sobre la obra de un olvidado. Del que ahora nos ocupa se recuerda, poco y mal, uno solo de sus libros, La novela de un literato, que ha sido desdeñado por muchos que ni siquiera lo han leído, y el cual, si se presenta como perteneciente al género de las memorias, es en realidad un retrato colectivo de la cultura española en las primeras décadas del siglo XX, retrato crítico, independiente y despiadado, lleno de un realismo costumbrista del que nadie, ni el autor, sale muy favorecido y en el que, bajo la máscara grotesca y la caricatura, se adivina el viejo dolor del desengaño.

Rafael Cansino Assens nació en Sevilla en 1882, hijo menor de una familia modesta y muy religiosa que unos años más tarde, tras la muerte del padre, se trasladó a Madrid. Los Cansino, familia repartida por medio mundo, habían sido conscientes de su ascendencia conversa hasta mediados del siglo XIX, ascendencia que en este caso, como en muchos otros, se vio asfixiada por un exceso de devoción católica. La madre de nuestro autor, en efecto, era una católica fervorosa, y también lo eran sus dos hermanas mayores, que en su juventud estuvieron a punto de tomar los hábitos. El adolescente Rafael investigó su origen familiar, hallando pruebas concluyentes de un remoto judaísmo que habría de tener consecuencias en su vida futura.

Ya en Madrid, y con diecisiete años, Rafael Cansino empieza a introducirse en los ambientes modernistas, dominados entonces por nombres como los de Salvador Rueda y Francisco Villaespesa, desempeñando mientras tanto diversos oficios no de muy buena gana, ya que su pasión era la poesía. En 1901 publica una colaboración en la revista El Motín que dirigía el republicano José Nakens, y firma por primera vez como “Cansinos”, persuadido de que éste era el apellido original de sus ancestros judíos. Desde ese momento su existencia será la propia de un poeta o aspirante a poeta en el Modernismo madrileño, repartida como era preceptivo entre las tabernas, los cafés, los teatros y los burdeles.

Son los años en que coexisten no siempre de manera pacífica dos generaciones literarias, ninguna de las cuales tiene principios muy claros, y que no pueden ser definidas por otros criterios más allá de la edad de sus miembros: la del 98, de la que los jóvenes reniegan; y la de los modernistas, despreciados por aquéllos en su calidad de melenudos seguidores de Rubén Darío. Los primeros (no todos) acatan el título de “Generación del 98” que les asigna Azorín por su común preocupación hacia los temas españoles, sus desastres, sus disparates y sus perdidas glorias. La voluntariosa regeneración que proclaman resulta tener en la práctica más sombras que luces, y el conjunto se les antoja rancio y caduco a los recién llegados. Estos son o pretenden ser parnasianos y cosmopolitas, leen a Verlaine y cultivan la estridencia, además de la metáfora impenetrable. De ellos, una vez aplacados los entusiasmos juveniles, saldrán las mejores páginas de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado; y un poco perdidos, en tierra de nadie, quedarán otros a los que la guerra civil, a la fuerza, acabará por poner en algún lado. El de Cansinos Assens iba a ser el de los derrotados y el del exilio interior.

Como muchos modernistas, Cansinos odiaba la prensa, enemiga mortal de los poetas; como muchos modernistas, Cansinos escribió para la prensa. En 1905 entró como redactor en La Correspondencia de España, periódico gubernamental que dirigía un diputado ex republicano con buenas relaciones en la Casa Real. Cansinos es políglota, y su función en el periódico consiste en traducir lo que sobre España se escribe en la prensa inglesa, pues sucede que la nueva reina consorte era de esa nacionalidad, y además nieta de la reina Victoria. El mismo año conoce a Ángel Pulido, quien en esas fechas iniciaba sus trabajos hispano-sefardíes, a fin de establecer lazos entre España y los descendientes de los judíos que fueron expulsados en 1492. Este notable intento de reparación histórica, según anotó Cansinos, iba acompañado de una voluntad no menos histórica de atraer al empobrecido reino el así llamado “oro judío”, en la creencia muy extendida entonces de que todos los judíos eran banqueros y millonarios. Este aspecto crematístico de la iniciativa del doctor Pulido no hace ni pizca de gracia a Cansinos, quien de todos modos se siente obligado a participar en el proyecto. Es en esta época cuando empieza a escribir sus “salmos”.

Estos salmos constituyen uno de los capítulos más desconocidos y sorprendentes de la literatura española. A cuenta de ellos, se ha establecido con razón un vínculo entre la obra de Cansinos y la de Jorge Luis Borges, a quien aquél conoció en Madrid en su época de ultraísta y el cual sería en lo sucesivo un apasionado (y solitario) defensor de su obra.* Borges, en efecto, se familiarizó con el judaísmo en las tertulias del Café Colonial que Cansinos frecuentaba, resultando de ellas una relación de maestro a discípulo a la que se refirió en uno de los textos autobiográficos que componen El Aleph. Como es sabido el argentino residió en España entre 1919 y 1921, poco después de que nuestro Cansinos publicara su primer libro, El candelabro de los siete brazos, colección de salmos de carácter modernista que para su desgracia apareció cuando dicho movimiento había entrado ya en el tramo final de su declive. El libro contiene las lamentaciones que eleva el Cantor de los Salmos al hacer balance de su propia vida bohemia, invocando el dramático descubrimiento de las raíces hebreas y el retorno a la fe ancestral, junto al aprendizaje de la lengua de los profetas. Cansinos volvería a tratar el tema hebraico en Bellezas del Talmud y Las luminarias de Hanukah, libros aparecidos en 1919 y 1924 respectivamente, y de los que existen ediciones recientes que han sido publicadas por la editorial Arca.

Este insólito empeño literario se compagina con la vida bohemia que lleva nuestro autor y con las tertulias y los salones de los que también son asiduos los ya citados y otros, tales como Emilio Carrere, Felipe Trigo, Ramón Gómez de la Serna y Carmen de Burgos, “Colombine”. Para entonces sus colaboraciones son ya habituales en revistas como Helios, Ultra y Cervantes, en las que se muestra como uno de los adelantados de la vanguardia que por esos años estimulaba el poeta chileno Vicente Huidobro. Es entonces también cuando se da a conocer como traductor y crítico literario. A ésta última faceta están dedicados sus artículos en el diario republicano La Libertad, publicados entre 1925 y el inicio de la guerra civil. Y también de crítica literaria son sus ensayos Poetas y prosistas del Novecientos, Los temas literarios y su interpretación y, sobre todo, La nueva literatura, que se publicó entre 1917 y 1927.

Párrafo aparte merece la extensa producción de Cansinos como traductor. Lo fue del francés, del alemán, del ruso y de otros idiomas, si bien la mayor parte de su fama en ese período es fruto de sus traducciones de Turguéniev, Tolstói y Maximo Gorki. Consecuencia de esa fama es el encargo que le hizo en 1927 el editor Manuel Aguilar de traducir al castellano las obras completas de Dostoievski, que se siguen reeditando hasta el día de hoy. Cansinos, entonces, fue introductor en España de la obra de Max Nordau, y más tarde lo sería de la de Schiller, Goethe y Balzac. También traduciría Las mil y una noches y El Corán.

Durante la guerra civil, tras ser bombardeada su casa en las cercanías del Viaducto madrileño, se traslada a la avenida Menéndez Pelayo, donde residirá hasta su muerte, en 1964. Cansinos Assens sufrió expediente de depuración por el gobierno de Franco, y desde el final de la guerra se negó a publicar. En 1943 la censura ordenó a su editor retirar del mercado una edición de Dostoievski, ya que en la portada figuraba el nombre del traductor. Todos esos años los pasará alejado de la actividad y los ambientes literarios, dedicado en exclusiva a la traducción de libros para la editorial Aguilar. De ese tiempo nos ha dejado un valioso testimonio la que fue su segunda mujer, la toledana Braulia Galán, joven de veintiocho años con la que tuvo que casarse “por imperativo legal” después de haber convivido durante algún tiempo. “Hubo que traer”, dice Braulia, “un cura a casa porque él decía que no le daba la gana pisar una iglesia. Nos casamos en el salón, por la tarde. No hubo testigos, eso se arregló de alguna manera. La boda duró un minuto, se firmaron los papeles, y luego cada uno siguió a lo suyo, como siempre”.

También Braulia Galán nos informa de las rutinas de Cansinos durante los años que duró su exilio interior: “Venían jóvenes escritores a verle, pero no le hacía mucha gracia y tampoco les hacía mucho caso… Borges también vino una vez… Su vida diaria era siempre la misma. Todos los días lo mismo, sábados y domingos también, los mismos paseos, todo igual… Se levantaba a las doce o la una largas, se duchaba y se ponía a trabajar hasta las seis o las siete de la tarde. A esa hora le tenía preparada la comida. Después se marchaba y volvía a las seis o las siete de la madrugada. Así todos los días durante años y años… Yo no podía con sus horarios y a sus hermanas les pasaba lo mismo… Él nunca se fue al destierro porque tenía miedo de dejar a sus hermanas. Eso me lo contó muchas veces…”

Y fue en esos años cuando Cansinos escribió sus memorias, La novela de un literato, que como decíamos al principio no son propiamente unas memorias pero que constituyen una preciosa fuente de información de aquel Madrid que transitó desde el Modernismo hasta toda aquella variedad de corrientes que confluyeron en lo que se ha llamado “la Edad de Plata”. Cansinos se sirvió para la escritura del libro de su prodigiosa memoria y es de suponer que de no pocas anotaciones que habría conservado, ya que de otra forma no se explica la precisión con que evoca personajes, situaciones y diálogos que habían tenido lugar medio siglo atrás. Desfilan por allí todos sus colegas literatos (la mayoría en la miseria), los directores de periódico, las actrices, los políticos, los nombres célebres y los olvidados, así como un Madrid que ya no existe, todos ellos mostrados con humor pero sin aparente nostalgia, y con una agudeza de cronista mordaz que asustó a su editor. Pues, en efecto, cuando Manuel Aguilar recibió el manuscrito en 1961 lo rechazó en el acto, apelando a la censura y a las demandas judiciales a que el libro, sin duda, podría dar lugar. Cansinos había redactado un libro con entera libertad, como si viviera en otro sitio. Cuando el editor quiso someter la obra a una remodelación exhaustiva, “cuartilla por cuartilla”, el autor se negó. No pudo publicarse hasta 1982.

La novela de un literato, con su prosa periodística, carece por completo de las elevadas intenciones literarias que sí manifestó Cansinos en su poesía, que fue para Borges motivo de admiración toda su vida. Con motivo de la muerte de su amigo, escribió: “Cansinos Assens encontraba belleza en todas partes, en los diversos colores del día, en las estaciones… Buscaba y encontraba belleza en todas partes y en todos los libros. Estoy seguro de que a pesar de las estrecheces económicas, digámoslo así, de su vida, fue un hombre feliz, porque cómo no iba a ser feliz un hombre con esa facilidad para producir belleza”.
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* La relación entre ambos autores la ha estudiado Edna Aizenberg en Cansinos-Assens y Borges: en busca del vínculo judaico, Revista Iberoamericana, nº 46, 1980.

martes, 17 de marzo de 2015

LECTURA POSIBLE / 174

LOS CUADERNOS Y OTROS TEXTOS INÉDITOS DE FLAUBERT

“Buenas noches, madame. Que tenga felices sueños. En cuanto a mí, no dormiré; me ha despertado usted demasiados recuerdos”. Estas palabras las dirige la anciana Caroline Franklin Grout a una escritora estadounidense que ha conocido en el Grand Hôtel de Aix-les-Bains. Estamos en 1930, y Willa Cather relatará este encuentro en uno de los textos que reunió en su volumen Para mayores de cuarenta, que se publicó unos años más tarde. Willa Cather cruzó a menudo el océano huyendo de aquella nueva América de las grandes ciudades, de los rascacielos, el ruido, el dólar y el acero. Esta escritora cuyo universo literario era el de los pioneros y el de las gentes del campo de su América natal amaba la literatura francesa y el pasado, no tan lejano, que si ya había sido borrado de la existencia en su país podía en cambio rastrearse aún en las pequeñas poblaciones de Francia. Cather trabó amistad con aquella señora solitaria que residía en su mismo hotel, a la que veía desayunar y acudir al pequeño teatro de la ciudad para asistir a alguna representación de ópera o a algún concierto en el que se interpretaba música de Ravel o de Stravinsky. Tras unos primeros encuentros insustanciales, la señora empezó a hablarle de su tío, que se llamaba Gustave Flaubert y con el que se crió mucho más al norte, en Croisset. “Quizá haya leído usted algo de él”.

Esa pervivencia improbable de lo que ya es historia se materializa a veces en forma de una relación casual, como le sucedió a Willa Cather; otras, la inesperada presencia se aparece por medio de un libro, y la sorpresa es mayor cuando se trata de un hombre que se escondió detrás de los suyos, alguien que no dio a la imprenta ni una sola frase en la que hablara de sí mismo y del que ahora sin embargo sabemos mucho, a través de su correspondencia y de estos cuadernos y textos de diverso origen, muchos de ellos inéditos hasta ahora en castellano, que con el título de Cuadernos, apuntes y reflexiones acaba de editar Páginas de Espuma.

Ha querido la leyenda posterior que Flaubert se nos presente como un escritor y ermitaño que nunca salió de Croisset. Por otra parte, en su correspondencia, sobre todo con algunas mujeres, él mismo alude en ocasiones a ciertas misteriosas y alocadas aventuras de juventud. Nada de eso es del todo cierto, y más bien, pese a su desdén del mundo y de los seres humanos, lo que se advierte a menudo en esas cartas dirigidas a interlocutores femeninos es un deseo innato que es común entre los escritores: el deseo de seducir. Entre esas “aventuras” que sólo fueron tales en su cabeza figura una que por ser la primera debió dejar huella en la memoria de nuestro autor: la de su enamoramiento, a la edad de quince años, de Elise Schlésinger, mujer de veintiséis que estaba casada con un editor de música. De otra naturaleza no tan platónica es la relación que mantiene en 1840 con Eulalie Foucauld de Langlade, con la que convivió en Marsella. Unos años después, durante una estancia en París, conoce a Louise Colet, con la que tendrá una larga relación marcada por sucesivas rupturas y reconciliaciones. Dichas mujeres, pues es sabido que son sus mujeres las que escriben los libros de los grandes literatos, son ya madame Bovary y también la madame Arnoux de La educación sentimental. Y Flaubert viajó, sin duda, más de lo que podía esperarse del hijo de una familia provinciana de médicos y armadores normandos. Con motivo de la boda de su hermana Caroline (la madre de la anciana señora con la que se encontró Willa Cather) visita Italia; más tarde hace una gira por Turena y Bretaña; con su amigo Maxime Du Camp, durante casi dos años, viaja por Oriente: Egipto, Palestina, Siria, Líbano, Constantinopla, Grecia y de nuevo Italia; en 1858 visitará Argelia y Túnez; y Londres en 1865 y 1871. En realidad, Flaubert pasó por todos los estadios que eran acostumbrados entonces en la vida de un burgués soltero, incluida la sífilis.

La fama de ermitaño se la endosó a Flaubert la posteridad por no haber vivido en París. Pero tampoco esto es cierto. A finales de octubre de 1855 Flaubert se instala en el 42 del Boulevard du Temple, donde pasará regularmente los meses de invierno. A este primer domicilio parisino sucederán otros, en la Rue Murillo y el Faubourg Saint-Honoré. De hecho Flaubert asistió a los acontecimientos de la Comuna, y durante un tiempo frecuentó los ambientes literarios, en los que trabó relación con los hombres de letras de su época: Dumas, los Goncourt, Sainte-Beuve, Gautier, y Ernest Feydeau, entre otros. Incluso fue nombrado chevalier de la Legión de Honor. ¿De dónde le viene entonces su baldón, el de haber sido toda su vida un solitario?

El mundo de las letras y la gloria asociada a él decepcionaron pronto a Flaubert, quien sólo acertó a ver en el París ilustrado una proliferación insoportable de oscuras camarillas y de aún más oscuros trepadores. “Sólo diré la verdad, pero será horrible, cruel y desnuda”, escribe. Y añade: “Cuando no se recibe ningún estímulo de los demás, cuando el mundo exterior asquea, hace languidecer, corrompe, aturde, las personas honestas y sensibles están obligadas a buscar en alguna parte de sí mismas un lugar más limpio para vivir… No puedo hablar con quien sea sin ponerme furioso, y las cosas contemporáneas que leo me repugnan… En resumen, la vida me jode amablemente. Esta es mi profesión de fe”.

En París Flaubert se peleará con todo el mundo, incluido su editor Michel Lévy. A congraciarse con los parisinos no le ayudan sus opiniones acerca de algunos grandes héroes de la literatura francesa, entre ellos Balzac, “ese legitimista, católico, siempre soñando con la Diputación y con la Academia Francesa, ignorante como un cubo y provinciano hasta la médula”. Ni siquiera quienes han sido sus amigos más cercanos, con los que se ha carteado con frecuencia, quedarán a salvo del imaginativo y preciso arte de nuestro autor para, como si fueran mandobles, repartir insultos, y así la fraternal George Sand, que fue a visitarle a Croisset, acabará siendo con el tiempo “una vaca llena de tinta”. Gran parte de esta ojeriza de Flaubert a la sociedad literaria es consecuencia del juicio que le merece la prensa, la cual se hallaba por entonces en el centro del negocio editorial. Buen ejemplo de ello era la Revue de Deux Mondes, en la que se publicaban como folletín numerosas novelas que a veces debían esperar años hasta aparecer en forma de libro. Nos informa Flaubert de cómo su director, François Buloz, acostumbraba a impartir consejos a los autores que tenía en nómina y a recortar fragmentos de las obras que publicaba, ya fueran de Turguéniev o de la misma George Sand. “Los periódicos son una de las causas del embrutecimiento moderno”, escribe. “Finalmente, un periódico es una tienda. Desde el momento en que es una tienda, el beneficio prevalece sobre los libros, y el clientelismo, tarde o temprano, acaba por hacer el resto”.

El recelo de Flaubert a publicar, no sólo en los periódicos, y a exponerse con ello a perder su independencia parece ser, en fin, la causa última de esa injusta fama de misántropo que se le ha adjudicado. Es también la causa principal de su modernidad. Resulta así que el autor que minuciosamente se autoexcluyó de su obra se nos aparece completo en los textos que redactó y que no estaban destinados a la imprenta, textos mucho más abundantes que su obra publicada en vida y que ahora se exponen sin pudor a los lectores, cosa que él seguramente habría aborrecido y que daría lugar a nuevas y fantásticas invectivas, pero que son de gran utilidad para los estudiosos y los amantes de la literatura. Nos informa Eduardo Berti en el prólogo a esta edición de que Flaubert llenó a lo largo de su vida más de veinte cuadernos de apuntes, de los que cinco se han perdido. En ellos no sólo anotó ideas para los libros que escribió y para otros que no llegó a escribir, sino también “aforismos, rigurosos apuntes de lectura o reflexiones punzantes sobre sí mismo, sobre la literatura, sobre el arte en general, sobre la actualidad o sobre la historia”. Estos apuntes nos proporcionan del autor una imagen distinta de la establecida por la leyenda acerca de su persona, a la vez que nos introducen en la crónica social y en el taller donde se gestaron las Bovary, Arnoux y Salambó, los Frédéric, Bouvard y Pécuchet. Asimismo los textos aquí recogidos vienen a ser un compendio de la lectura, siempre exigente, que este devorador de libros acumuló a lo largo de su vida, desde Shakespeare y Cervantes hasta los clásicos griegos, por una parte, y sus contemporáneos por otra. Cabe recordar que entre estos últimos figuraba un jovencito llamado Guy de Maupassant, sobrino del mejor amigo de nuestro autor, Alfred Le Poittevin, quien había fallecido prematuramente en 1848.

Junto a una selección de textos de los cuadernos, el libro que comentamos reúne dos productos juveniles: Agonías y Recuerdos, apuntes y pensamientos íntimos, testimonios ambos de un Flaubert que contaba por entonces entre dieciséis y dicienueve años. A ellos se añaden los borradores de algunas obras que el autor no llegó a escribir, extractos de las notas preparatorias para el segundo volumen de Bouvard y Pécuchet y algunos fragmentos de más difícil catalogación, entre ellos un par de evocaciones redactadas tras la muerte de dos de sus amigos, el citado Le Poittevin, al que en sus inicios consideró como su maestro, y Louis Bouilhet. El conjunto abarca toda la vida del autor.

Y también Caroline, la sobrina del propio Flaubert cuya sensibilidad educó éste en aquellos años de Croisset, surge en las páginas de este libro para ilustrarnos acerca del afecto que le prodigaba su tío y del modo en que entendía que debía ser la formación de un alma joven, alma vigorosa, abierta a las novedades de la vida y el arte que mucho después cautivaría aún, con más de ochenta años, a una escritora y viajera norteamericana. A Caroline Franklin Grout debemos algunos de los textos de su tío que fueron publicados póstumamente, y también los cortes con que han llegado hasta nosotros algunas de sus cartas. Ella murió al año siguiente de su encuentro con Willa Cather, en su Villa Tanit, en Antibes. Quizá ese recato mostrado cuando publicó las cartas de su tío, que a nosotros nos molesta, hubiera sido juzgado benignamente por Flaubert, este hombre para el que la vida sólo resultaba tolerable cuando era escamoteada, al que le parecía a veces atravesar una soledad sin fin y que en una ocasión, en contraste con “el bello himno de amor y de poesía” que era, según él, una de sus amantes se definió a sí mismo como “un arabesco de marquetería en el que hay trozos de marfil, de oro y de hierro; los hay de cartón pintado, de diamante y de hojalata”.

martes, 10 de marzo de 2015

DISPARATES / 131

ERNESTO LACLAU Y CHANTAL MOUFFE: 30 AÑOS DE UNA TEORÍA POLÍTICA POSTMARXISTA

Hace unos días, en una conversación televisiva con Pablo Iglesias, explicaba Chantal Mouffe cuál fue la acogida que recibió este libro en el momento de su publicación en Londres, allá por 1985: ferozmente crítica por parte de los marxistas ortodoxos, que encontraron su contenido “pequeñoburgués” y “revisionista”, en contraste con la muy favorable recepción que el mismo tuvo entre los nuevos movimientos sociales. Éstos últimos vieron en el libro una puerta abierta a su incorporación, en calidad de protagonistas, a un proyecto emancipador, mucho más allá del papel subordinado y contingente que el pensamiento marxista tradicional les había adjudicado. Hegemony and socialist strategy. Towards a radical democratic politics fue publicado en el ámbito anglosajón por la editorial Verso, convirtiéndose pronto en obra de referencia para la izquierda inglesa y norteamericana, y dos años después, traducido al castellano y publicado en Buenos Aires por Fondo de Cultura Económica, inició su influyente andadura en Latinoamérica. De la vigencia de este libro, ahora también en Europa, da fe el hecho de que sea uno de los fundamentos sobre los que Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón vienen construyendo su teoría política.

Hegemonía y estrategia socialista apareció en un momento en el que se apreciaba una creciente quiebra entre las realidades contemporáneas del capitalismo y lo que la tradición marxista podía legítimamente ofrecer, en el campo teórico y político, en respuesta a aquéllas. Esas nuevas formas adoptadas por la sociedad capitalista, que a principios de los años ochenta exhibían ya los signos de una pujante ofensiva neoconservadora, habían puesto de manifiesto los límites del rico y creativo período vivido por los diversos pensamientos de izquierda de los años sesenta, desde la obra de Althusser hasta el renovado interés por la de Gramsci, pasando por la Escuela de Frankfurt. A partir del Mayo del 68 francés y de la aparición de una respuesta juvenil en Estados Unidos contra la guerra de Vietnam, algunos de los sectores menos tradicionalistas de la izquierda empezaron a incorporar a su proyecto a los novedosos movimientos sociales, en especial los llegados desde el feminismo y la ecología. El campo teórico de la izquierda, sin embargo, quedaba intacto, dominado por un economicismo que consideraba a la lucha de clases como el motor de la Historia y al proletariado como sujeto de la misma y de su futura e inevitable transformación revolucionaria. En este marco, los nuevos movimientos sociales no pasaban de ser aliados estratégicos, compañeros de viaje subordinados a un sistema de ideas y a una praxis cuyo protagonismo correspondía a la clase trabajadora. El libro de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, fundador de una teoría política postmarxista en la que las categorías clásicas habían sido deconstruidas, vino a cambiar todo esto, abriendo el campo de acción de la izquierda a una pluralidad de sujetos políticos llamados a alcanzar la hegemonía y a hacer posible una radicalización de la democracia.

Situar este libro de difícil lectura en un contexto que permita entender el mismo, y a la vez la novedad radical de sus propuestas, exige atender al estado del pensamiento heterodoxo de matriz marxista que alentaba ya en el momento de su publicación. En este punto Laclau y Mouffe hacen referencia a dos obras de Alain Touraine y André Gorz que aparecieron en 1980: El postsocialismo, del primero; y, del segundo, Adiós al proletariado. Acerca de las tesis de Gorz, creador de lo que se ha llamado la ecología política y al que ya nos hemos referido aquí, Laclau y Mouffe afirman que no ha ido “lo suficientemente lejos en la ruptura con la problemática tradicional”. Y añaden que “puesto que atribuye a la ‘no-clase de los no-trabajadores’ el privilegio que niega al proletariado, no hace en realidad otra cosa que invertir la posición marxista. Es siempre el lugar o el nivel de las relaciones de producción el que es determinante; incluso cuando, como en el presente caso, es por la ausencia de inserción en el mismo que se define el sujeto revolucionario”. De modo semejante, el debilitado y dividido proletariado que en nuestro capitalismo postindustrial ya no puede hacerse cargo de las tareas históricas que le asignaba el marxismo clásico, es simplemente sustituido en la obra de Touraine por un movimiento social destinado a desempeñar en “una sociedad programada” el papel que se atribuía a los trabajadores. A juicio de Laclau y Mouffe el realineamiento de la izquierda en un nuevo escenario económico y político reclamaba un cuestionamiento en profundidad del conjunto de la teoría política de tradición marxista.

A fin de realizar ese cuestionamiento nuestros autores se sirven de diversos instrumentos teóricos tomados del postestructuralismo, de Lacan y Derrida, y, más allá de ellos, de la peculiar lectura que hacen de la obra de Antonio Gramsci, cuyo concepto de “hegemonía” es aquí formulado de manera original a la luz de la deconstrucción y la teoría lacaniana. Dicha hegemonía representa un lugar central en el pensamiento de Laclau y Mouffe, uno de cuyos análisis se centra en su genealogía, desde la socialdemocracia rusa y los austromarxistas hasta el propio Gramsci. El arsenal de conceptos de éste –guerra de posición, bloque histórico, voluntad colectiva, liderazgo intelectual y moral– constituye “el punto de arranque” de la obra.

Lo que tenían en común las reelaboraciones del concepto de hegemonía mencionadas más arriba era el análisis desde una perspectiva que quería ser ortodoxa de una realidad concreta, económica y social, que no lo era: la Rusia desindustrializada, agrícola y semifeudal; la diversidad de un Imperio Austrohúngaro en el que convivían el capitalismo avanzado con otras formas de economía basadas en la artesanía y en la pura subsistencia; y el desigual desarrollo capitalista italiano, sometido a un fuerte contraste entre el norte y el sur e irreductible, por ello, a toda teoría unificada. El “esencialismo” de la izquierda tradicional, según los autores del libro, ha tenido durante décadas el propósito de dar a la realidad una construcción ideal que coincidiera, en abstracto, con los principios de la ortodoxia. Los resultados de semejante planteamiento están hoy a la vista, y son causa de la necesidad que Laclau y Mouffe observaron de “revisitar –reactivar– las categorías marxistas”, lo que implicaba “deconstruir aquéllas, desplazar algunas de sus condiciones de posibilidad y desarrollar otras nuevas”.

El libro se interroga acerca de la cuestión de qué tiene que ocurrir para que una realidad hegemónica resulte posible. Condición inherente a ello es que una fuerza social particular, no determinada de antemano, “asuma la representación de una totalidad que es radicalmente inconmensurable con ella”. No se trata, pues, de aplicar al campo de lo social un esencialismo previo ni ninguna otra clase de determinismo histórico, ni tampoco de localizar entre los agentes que coexisten en la sociedad a uno que sea expresión directa de un discurso hegemónico, sino de que uno de esos agentes tome sobre sí discursivamente el papel de establecer una hegemonía, la cual tendrá que articularse con otras en un contexto antagónico que no tiene fin. Ese contexto es el de la democracia radical, de la que el socialismo es sólo un componente más.

Conquistar la hegemonía en ese espacio antagónico supone discutir al adversario los así llamados “significantes flotantes o vacíos” que configuran en toda sociedad el discurso del poder político. Estos significantes son variables y su naturaleza depende de los consensos en los que se configura una sociedad: la democracia, los servicios públicos, la patria, el futuro de los hijos, la libertad, el bienestar, los derechos civiles, la igualdad, la comunidad, la justicia. Resulta de ello que la proliferación de un discurso que se opone al del poder establecido sirviéndose de los mismos significantes que éste dice representar –los que componen el imaginario social–, pero confiriéndoles otro sentido, reconfigura el escenario de la cosa pública abriéndolo a nuevas posibilidades. “Un sistema plenamente logrado, que excluyera a todo significante flotante, no abriría el campo a ninguna articulación; el principio de repetición dominaría toda práctica en el interior del mismo, y no habría nada que hegemonizar”. La disputa por la hegemonía, dentro del campo plural de la democracia, tiene lugar porque lo social presenta un carácter incompleto y abierto, o lo que es lo mismo: porque existen a la vez una presencia de fuerzas antagónicas y una inestabilidad de las fronteras que las separan.

Muchos de los espacios que se abren a una posible articulación hegemónica son producto del cambio que puede operarse entre las relaciones de subordinación y las de opresión. Laclau y Mouffe ponen un ejemplo: el del feminismo. Durante siglos las mujeres han vivido su subordinación sin ser capaces de articular un discurso hegemónico y colectivo que la pusiera fin. Es a partir de los últimos años del siglo XVIII, tras la Revolución francesa, cuando empieza a establecerse la conciencia de que la subordinación femenina es de hecho una opresión. Momento inaugural de esa conciencia es la publicación en 1792 de Vindication of the rights of women, el libro de Mary Wollstonecraft que determinó el nacimiento del feminismo. Este momento en el que una relación subordinada –no antagónica– empezó a ser interpretada como una opresión frente a la que era posible establecer un discurso y rebelarse fue posible por el desplazamiento que se produjo de los valores de la democracia al ámbito de las relaciones entre los géneros. La igualdad ha sido contemplada desde entonces como un valor positivo y por tanto deseable, ampliamente compartido, una positividad que hoy sigue vigente y extendiéndose a nuevos dominios, por ejemplo al de los derechos de los inmigrantes. “Pero para poder ser movilizado de tal modo era preciso primero que el principio democrático de libertad e igualdad se hubiera impuesto como nueva matriz del imaginario social”. Articulaciones así que interrumpen el discurso de la subordinación para convertirlo en antagonismo son las que están en el centro de las luchas por la hegemonía.

A las mutaciones así acontecidas les dan Laclau y Mouffe el nombre de “revolución democrática”, tomando la expresión de la obra de Tocqueville. “Con ella designaremos el fin del tipo de sociedad jerárquica y desigualitaria, regida por una lógica teológico-política” que fue hegemonizada por la invención de la cultura democrática. Frente al proyecto de reconstrucción de una sociedad jerárquica manifestado hoy por el capitalismo, la alternativa de la izquierda debe consistir en “ubicarse plenamente en el campo de la revolución democrática. La tarea de la izquierda no puede por tanto consistir en renegar de la ideología liberal democrática sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural”.

Puede que algunos echen de menos en esta teoría política la parte de utopía que tenía la izquierda ortodoxa. Sin embargo, tal noción, como horizonte último y clausura de la Historia no tiene sentido concebible en la sociedad humana, en la que no hay atisbo de que las luchas sociales puedan prescribir. El territorio social es, en efecto, el lugar del antagonismo, cuya resolución opera indefinidamente en “momentos” que tendrán un sentido progresista en la medida en que actúen los sujetos que lo constituyen. El pensamiento de la izquierda sólo es posible a partir de la presencia de este imaginario como conjunto de significaciones simbólicas. Así, la utopía es presentada de otro modo: no como terminación, sino como condición previa. “Sin ella”, escriben Laclau y Mouffe, “sin la posibilidad de negar un cierto orden más allá de lo que está permitido cuestionarlo en los hechos, no hay forma alguna de constitución de un imaginario radical democrático o de ningún otro tipo”. De hecho toda puesta en práctica de lo que los autores llaman “una política democrática radical” debe evitar los dos extremos representados “por el mito de la Ciudad Ideal y por el pragmatismo de los reformistas sin proyecto”.

Decían en 2004 los autores de Hegemonía y estrategia socialista en el prefacio a la segunda edición española de su libro que, al revisarlo, les sorprendió “lo poco que teníamos que poner en cuestión respecto de la perspectiva intelectual y política” en él planteada. Desde que apareció el libro, y hasta entonces, se habían sucedido el fin de la Guerra Fría y la desintegración del bloque soviético, a lo que habría que añadir la consolidación del neoliberalismo y las drásticas transformaciones producidas en la estructura social de los países avanzados, las cuales estaban en la raíz de nuevos paradigmas en la constitución de identidades sociales y políticas. Para cuando escribían esas notas, Laclau daba los últimos toques a otro libro no menos influyente: La razón populista, que publicó en Argentina Fondo de Cultura Económica en 2005. Ernesto Laclau, que desarrolló la mayor parte de su actividad académica en la Universidad de Essex y que escribió muchas de sus obras en inglés, murió en Sevilla el año pasado sin llegar a ver el nacimiento de Podemos, movimiento social entonces y hoy partido con cuyos principios teóricos tiene algo que ver. La que fue su compañera no sólo intelectual, Chantal Mouffe, sigue hoy felizmente en activo y sabemos que está redactando un libro junto a Íñigo Errejón. El que hemos comentado aquí es un clásico al que le ha llegado la hora de ser tan leído y debatido entre nosotros como lo ha sido en los países anglosajones y en Latinoamérica. Con demasiada frecuencia, y no con menos ligereza, suele decirse de un libro que es imprescindible. Éste lo es.

martes, 3 de marzo de 2015

DISPARATES / 130

LA COMUNA, CONTADA POR KRISTIN ROSS

La Comuna de París no es sólo la sucesión de hechos que acontecieron en esa ciudad desde el 18 de marzo de 1871 hasta la “Semana Sangrienta”, a finales de mayo de ese mismo año. De las propuestas emancipatorias expresadas entonces pueden dar cuenta el Mayo del 68 francés y otros movimientos contemporáneos actualmente en curso en medio mundo, orientados hacia un cuestionamiento del orden establecido y una radicalización de la democracia. Kristin Ross, profesora de literatura comparada de la Universidad de Nueva York, lleva años estudiando estos fenómenos, particularmente en el ámbito de su especialidad, la literatura y la cultura francesas, de lo que han sido producto títulos como Rimbaud, la Commune de Paris et l’invention de l’histoire spatiale (Les Prairies Ordinaires, 2013) y Mai 68 et ses vies ultérieures, que tras su primera edición en 2005 (Complexe & Le Monde Diplomatique) fue reeditado en 2010 por Agone, y del que existe por cierto traducción española: Mayo del 68 y sus vidas posteriores (Acuarela & Antonio Machado, 2008). Ross ha recibido importantes premios en Estados Unidos y ha traducido al inglés diversas obras de autores franceses, entre ellos el filósofo Jacques Rancière. Tanto la obra propia como la traducida se enmarcan en los que constituyen sus principales temas de interés: la historia urbana y revolucionaria, la teoría política, la ideología y la cultura popular.

De la autora norteamericana ha publicado hace unas semanas la editorial La Fabrique L’imaginaire de la Commune, ensayo que al igual que los anteriores reivindica la memoria como un espacio de lucha, espacio al que sus libros pretenden liberar de la despolitización a la que ha sido condenado por una visión sesgada y complaciente de la Historia. A propósito de esto se ha mencionado el modo en que el psicoanalista Jean-Franklin Narodetzki describe las cuatro estrategias empleadas por la llamada “memoria reactiva” para reabsorber y vaciar de contenido ciertos acontecimientos del pasado: “la condensación, que roba la palabra al protagonista anónimo y se la entrega a los líderes; el desplazamiento, que empuja a un segundo plano las cuestiones esenciales dándole protagonismo a las secundarias; la figurabilidad, que reduce la complejidad de un fenómeno a unas cuantas imágenes, y la elaboración lineal, que otorga inteligibilidad a una situación imprevisible y abierta a través de un relato con un final rotundo”.* Es así como el Mayo del 68, la mayor huelga general de la historia de Francia y la única insurrección generalizada que experimentó Europa en la segunda mitad del siglo XX, puede ser reducido a algo muy distinto: un acontecimiento del que se ha sustraído lo político (y tal cosa con la aprobación o el consentimiento a veces de quienes fueron sus propios líderes) y en el que se han neutralizado las rupturas y las disfunciones, junto a la manifestación de nuevas subjetividades irrepresentables política o sociológicamente, así como otras formas de concebir el vínculo social, la comunidad y el porvenir. “Hablamos”, escribe Ross, “de un movimiento que barrió las categorías y definiciones sociales y forjó unas alianzas y encuentros imprevisibles entre sectores sociales y gente muy diversa que trabajaban juntos para resolver sus problemas de forma colectiva. ¿Cómo es posible que dicho movimiento se reubicara dentro de categorías ‘sociológicas’ tan restrictivas como ‘el medio estudiantil’ o ‘la generación’?” El acontecimiento en sí quedaba devaluado de este modo para presentarse como una algarada estudiantil y un conflicto intergeneracional, o todavía peor: simple cuestión de hormonas y de aceleración brusca hacia una modernidad caracterizada por la explosión del individualismo hedonista y la liberación de las costumbres.

Una operación equivalente es la que se ha efectuado sobre la Comuna de París, a la que Ross reconoce como antecedente del Mayo francés. Si éste, en efecto, tuvo (o tiene) sus vidas posteriores, él mismo es también una “vida posterior” de la Comuna. El libro de Ross trata precisamente de la forma en que lo sucedido en la Historia se ha visto reemplazado por sucesivas representaciones, pero también de cómo su carácter disruptivo ha sobrevivido hasta hoy por diferentes vías.

Tradicionalmente, la Comuna ha sido considerada en relación a dos grandes construcciones políticas: el socialismo histórico y la Unión Soviética por una parte; y el republicanismo francés, por otra. Diluida así la singularidad de la Comuna en el interior de dos amplios y dominantes discursos, el esclarecimiento de su significación, más allá de los estrictos límites geográficos y temporales en los que se produjo, era una tarea que estaba por hacer. Precisamente, para Ross, uno de los rasgos principales de la Comuna es su capacidad para rebasar fronteras, y para de hecho encontrarse en el origen de múltiples aspiraciones emancipatorias, desde los clubes revolucionarios del Segundo Imperio hasta la Unión de Mujeres de Elisabeth Dmitrieff o las comunas rurales de los populistas rusos. Recomponiendo estas diversas trayectorias, Ross revela la Comuna como una creación política original, firmemente opuesta a la burocratización del Estado, al chovinismo militarista y al propio republicanismo, devenido con el tiempo en una rancia y empobrecida variante de los principios que lo alentaron en la Revolución de 1789. La república universal de los comuneros es concebida así sin fronteras ni Estado, y se sostiene sobre una asociación libre y federal, una nueva comunidad política sin amos, comunidad igualitaria que no era una utopía, sino el presente histórico de la Comuna. A fin de restituir a ésta su naturaleza singular, Ross se sirve de las intuiciones del mencionado Jacques Rancière y de los análisis de Henri Lefebvre en su ya clásica Crítica de la vida cotidiana. Pues para Ross la Comuna fue “una reinvención de lo cotidiano”, lo que ilustra mediante los ambiciosos proyectos de reforma educativa y artística que en ella tuvieron lugar y que en gran medida fueron auspiciados por la Federación de Artistas, de la que eran principales animadores Gustave Courbet y Eugène Pottier. Éste último, al que hoy apenas se recuerda como autor de la letra de La Internacional, fue un ejemplo en sí mismo de esa continuidad de los valores libertarios de la Comuna: escapado de la represión de las fuerzas reaccionarias durante la “Semana Sangrienta”, se exilió a Estados Unidos, de donde regresó tras beneficiarse de una amnistía. Más tarde Lenin afirmaría que murió en la miseria, pero no en el olvido. Su entierro en París en 1887 se convirtió en efecto en una manifestación popular, duramente reprimida por la policía, en torno a su coche fúnebre, adornado con la orla roja de miembro de la Comuna.

El espacio devenido en terreno de la práctica política se despliega en L’imaginaire de la Commune en una reevaluación del papel, del significado y del eco que tuvieron aquellos hechos, y del potencial transformador que entrañaban. Aquella “cultura semianarquista de la Comuna y de la década siguiente” iba a estar marcada culturalmente por las ideas de Paul Lafargue y Élisée Reclus, nombres a los que aquí se añade el de Arthur Rimbaud. Éste, en su relación con la Comuna, ya estudiada por nuestra autora en el libro mencionado más arriba, proclamó junto a Lafargue, en respuesta a los valores que se asignaban al “buen trabajador”, los contravalores de la pereza y la ebriedad como parte de una cultura de oposición que no es ni más ni menos que lo que más tarde se ha dado en llamar “contracultura”. Sus escritos construidos en forma de collage, con sus distracciones, desvíos, digresiones y vagabundeos, resultan ser otras tantas armas estratégicas, cargadas para sabotear la totalidad preexistente: “el contexto social, la organización hegemónica del espacio, de los cuerpos, a fin de posibilitar la creación de nuevas funciones”. De las identificaciones colectivas aparecidas en la Comuna entre trabajadores, poetas y artistas habría surgido, a juicio de Ross, “la inclinación a percibir de una manera inédita la relación discursiva entre las cosas que acostumbramos a calificar de poesía y las que solemos situar bajo la rúbrica del discurso político”. Al exhumar su originalidad, sus aspiraciones de arte y poesía, de “lujo para todos”, Kristin Ross arranca a la Comuna de toda finalidad estatista y productivista y de todo socialismo de cuartel. La Comuna y sus vidas ulteriores llevan en sí una permanente actualidad, y marcan el nacimiento de un movimiento civil radical y ecologista en una sociedad sin Estado. De este modo la autora procede a liberarla de su estatus como episodio archivado del movimiento obrero y de la historia de Francia, para hacer de ella una idea de futuro, una idea de emancipación.

Esa idea, alimentada por el socialismo histórico, pero también por la “igualación de las condiciones” a la que ya se refirió Tocqueville, supone la creación de un imaginario igualitario en el que coinciden los empeños de diversos sujetos políticos, un espacio que es abarcador y que se encuentra más allá de lo establecido por el marxismo ortodoxo. Y es la permanencia de ese imaginario igualitario la que permite una continuidad entre las luchas del siglo XIX y los movimientos sociales del presente. Resulta así que el ideario de la Comuna no sólo sirve hoy de estímulo a quienes postulan una regeneración del republicanismo francés, sino también a la intervención en otros ámbitos más generales como el movimiento antiglobalización y las iniciativas dirigidas al desarrollo de una economía del decrecimiento.

Entre los proyectos emprendidos por los communards Ross enumera algunos destinados a salvaguardar la autonomía de los artistas, al fomento de la educación politécnica y a la equiparación de la artesanía con el arte, todos ellos orientados a la consecución de una convergencia entre actividad artística y educación, y de éstas con el trabajo. Ese imaginario social que constituía la Comuna hace del libro de Ross no sólo una historia de las ideas, o de la práctica que los comuneros apenas tuvieron tiempo para desarrollar, sino también –y sobre todo– un compendio inspirador en el mundo de hoy.
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* Lo cita Amador Fernández-Savater en la presentación de la colección Mayo del 68, futuro anterior, que publicaron en 2008 las editoriales Acuarela y Antonio Machado.