martes, 2 de abril de 2013

LECTURA POSIBLE / 94


LA SOLEDAD DEL CORREDOR DE FONDO, DE ALAN SILLITOE

El “Borstal” era un establecimiento penitenciario para la reeducación de jóvenes. Su nombre deriva del municipio en el que se abrió el primero de estos reformatorios, cerca de Rochester, en el condado de Kent. Esto ocurría en 1902. Más tarde se fundaron establecimientos similares en toda la Commonwealth, hasta que fueron abolidos a principios de los años ‘80. No obstante, casi una docena de ellos sobreviven en la actualidad en la India, como recuerdo de su pasado colonial.

El “Borstal” es uno de los escenarios de los relatos que figuran en el volumen La soledad del corredor de fondo, que Alan Sillitoe escribió en 1959 y que la editorial Impedimenta, con una nueva y excelente traducción de Mercedes Cebrián, ha publicado hace unas semanas. Por cierto que a Sillitoe ya nos referimos aquí a propósito de su novela Sábado por la noche y domingo por la mañana, que la misma editorial publicó en 2011.

El relato que da título al libro transcurre íntegramente en el “Borstal” adonde su protagonista de diecisiete años, Colin Smith, ha sido enviado como el delincuente que es, lo que no impide que sus recuerdos, pues el protagonista es también el narrador, nos introduzcan en otros escenarios que son también los del resto de relatos que componen el libro: la omnipresente fábrica de bicicletas; la oficina del paro; la fábrica de tabaco que permanece ante nuestra vista como un territorio vedado, ya que en ella trabajan las chicas; y los sórdidos y miserables exteriores e interiores del suburbio de Nottingham, el mismo en el que Sillitoe se crió y de cuyos descampados, habitaciones cochambrosas, humeantes tabernas, y de los personajes que bullen en ellos, se nutren las páginas de su obra.

Al adolescente Smith, el asalto a una panadería de la que se llevó unos chelines le ha cambiado la vida. En el reformatorio de Essex donde está recluido creen haber descubierto su aptitud innata para la carrera de fondo, cosa que él acepta de buen grado para satisfacción de las autoridades del centro, que esperan obtener la copa y la cinta azul con que se premia al vencedor en la próxima carrera. Pero la copa y la cinta le importan poco a Smith, por cuyo fuero interno corretean otras ideas: en primer lugar la sensación de libertad que le proporcionan sus entrenamientos al aire libre, en los prados que rodean al reformatorio, una sensación que está lejos de ser la libertad propiamente dicha, pero que a él le permite pensar, recordar y entender, sobre todo entender las razones de lo que le sucede, e identificar a las autoridades del centro, tan paternalistas ellas, como lo que en realidad son: sus enemigos. En segundo lugar, el joven sabe que desde aquí su destino está trazado, pues tras los dieciocho meses que le corresponde cumplir en el reformatorio será enviado al ejército, es decir, a un cuartel amurallado como el que puede vislumbrar en la distancia durante sus entrenamientos, que visto desde ahí no se diferencia en nada del “Borstal”; y después, andando el tiempo, a la guerra. Pues no por causalidad en el Continente hay un tal Hitler, muy parecido, dicho sea de paso, al policía que le interrogó por su asalto a la panadería y que acabó apresándole.

La carrera que, en camiseta y pantalones cortos, realiza Smith no es ni más ni menos que el compendio de su vida. Pero se trata de una carrera que, como él sabe, no le lleva a ninguna parte, y cuyo destino único e interminable es huir, huir de la policía, de su embrutecida madre, de la muerte solitaria y miserable del padre, de la cola de la oficina de empleo, del estadio de fútbol donde el equipo local siempre pierde, de la fresadora, el ruido y la explotación de la fábrica de bicicletas, de la mohosa taberna, de la publicidad de la televisión (“la caja de los embustes”), de la constante alienación y de la aún más constante soledad.

En los prados que rodean al reformatorio el muchacho libra por tanto su propia guerra, que es una silenciosa rebelión contra todo lo establecido y que acabará dando su fruto, pues el corredor de fondo conseguirá dar al director del reformatorio una lección magistral que, cabe esperar, este hombre de orden no entenderá, ya que es una lección sobre la honradez.

Si la carrera de fondo de Smith reproduce la huida continua que es su existencia, los tres minutos que el niño, protagonista de otro de estos relatos, pasa en el tiovivo son exacta y desesperada expresión de la suya: escapar, esconderse… pero sólo para ser expulsado finalmente. Y es que todos los personajes de Sillitoe se han colado en el tiovivo de la vida sin el boleto correspondiente, lo que les confiere esa naturaleza que es propia de los perseguidos, de los animales acosados.

Ellos oscilan entre “la delincuencia juvenil” y la “molestia pública”, y si se trata de adultos son de los que están definitivamente instalados en la marginalidad, como le ocurre al viejo Tío Ernest, culpable de haber querido poner remedio a su soledad, lo que no está permitido a los pobres en un estado policial. Y también solitarios son el hombre y la mujer de El cuadro del barco de pesca, actores de una bellísima a la vez que amarga historia de amor. O el protagonista de Mr. Raynor, el maestro de escuela, quien ejerce sus habilidades de voyeur para terminar contándonos indirectamente la trágica historia de una joven, pequeña obra maestra que sirve de paso como prueba de que Sillitoe supo asimilar provechosamente la espléndida tradición anglosajona del relato, y aquí en concreto la facultad que poseían Poe y su discípulo O. Henry para dar un giro totalmente inesperado a sus historias en la última línea.

Sillitoe escribió estas narraciones a la edad de treinta años, uno después de haber obtenido el reconocimiento por Sábado por la noche y domingo por la mañana. Por aquel entonces vivía en Mallorca, a lo que alude en el último de los relatos, en el que viene a su memoria otro de los héroes de su infancia, el retrasado mental Frankie Buller, que también fue enviado a una institución (en su caso psiquiátrica) en la que recibió un tratamiento de electroshock que, como el aplicado a Smith en el reformatorio, estaba llamado a extirpar lo que en él había de “antisocial”. Pero este riguroso método científico, según nos informa el autor, no acabó del todo con el inasequible mundo de Frankie, ya que “hay una parte de la selva que el escalpelo nunca consigue alcanzar”.

Los relatos que componen este libro ostentan una unidad propia no sólo por el carácter de sus personajes o por los escenarios en que se desenvuelven sus historias, sino también por una atmósfera que les es común. Esta atmósfera es la que se respiraba en Inglaterra a finales de la década de los ’50 e inicios de la siguiente, cuando la generación de postguerra se atrevió a cuestionar de arriba abajo el orden social, así como la anquilosada cultura dominante que guardaba con celo el recuerdo de un imperio ya marchito. Y si Karel Reisz se encargó en 1960 de traducir a imágenes la primera novela de Sillitoe, en 1962 le correspondió a otro miembro del Free Cinema, Tony Richardson, la adaptación para la gran pantalla de la historia de Colin Smith. Tarea ardua, ya que el relato original transcurre mayormente en la cabeza de su protagonista, contiene sólo los mínimos acontecimientos necesarios para hacer comprensible la historia y carece casi por completo de diálogos. Lo que no impide que el film La soledad del corredor de fondo sea el mayor logro de Richardson, a la misma altura que la narración de Sillitoe. Que aquél comprendió a la perfección las intenciones de éste lo demuestra el final de la película, en la que los internos del reformatorio entonan a coro uno de los himnos oficiosos de Gran Bretaña, ese que aún se canta en diversas solemnidades y que acaba con los versos: “No cesaré en mi lucha mental / ni dormirá mi espada en mi mano / mientras una nueva Jerusalén no hayamos construido / en la verde y placentera Inglaterra”. Una nueva Jerusalén que está lejos de haberse construido en el medio siglo transcurrido desde que Sillitoe escribió el relato, lo que explica la vigencia del mismo y la de estos muchachos que, junto a su rabia, son capaces de transmitir su protesta, su rebelión y sus lecciones de dignidad.


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