lunes, 17 de junio de 2013

DISPARATES / 75

FASCISMO EN LA ESCUELA: UN EXPERIMENTO

Siempre surge la pregunta cuando se estudia o discute el origen del nacional-socialismo: ¿por qué el culto y civilizado pueblo alemán elevó al poder y siguió después a Hitler? A esto no hay una respuesta única, y si nos atenemos a los aspectos sociales y económicos del asunto deberemos referirnos a aquel infame Tratado de Paz de Versalles que puso término a la Primera Guerra Mundial, y que en realidad no fue otra cosa que una venganza de las potencias vencedoras, las cuales obligaban a Alemania a pagar unas indemnizaciones de guerra (una deuda pública) que condenaba a los vencidos a la miseria, y que, como sucede con las actuales deudas públicas de los países europeos del sur, era tan onerosa como, en la práctica, imposible de satisfacer. Otros explican el fenómeno por motivos históricos, de lo que es buena prueba la exposición De l’Allemagne, 1800-1939. De Friedrich à Beckmann, que todavía puede verse en el Louvre y a la que ya nos hemos referido aquí. Dicha exposición incurre en el tópico, a nuestro juicio interesadamente erróneo, de que el nazismo se hallaba ya en germen en el Romanticismo alemán, tanto en su filosofía como en su arte, de forma que supuestamente aquél no era más que un subproducto cuya aparición era cuestión de tiempo. Diversos historiadores, finalmente, justifican el surgimiento del nacional-socialismo por una combinación de ambos factores, en los que podrían tener participación otros que aquí resulta superfluo enumerar. Pero la cuestión es: ¿podrían existir otros factores, en general desatendidos?, o todavía mejor: ¿podría ser que el nazismo no estuviera sujeto a ninguno de ellos? Y todavía más: ¿sería posible que el nazismo fuera el resultado de un experimento aplicable, con los mismos resultados, en todo tiempo y lugar?

En 1967, al contrario que hoy, se vivían días en los que las llamadas fuerzas emancipatorias, en todos los órdenes, gozaban de buena salud. En Estados Unidos se protestaba contra la Guerra de Vietnam y se luchaba por los derechos civiles; el mayo francés estaba a la vuelta de la esquina; en el ambiente ya se olfateaban libros como Capitalismo y esquizofrenia, de Gilles Deleuze y Félix Guattari; se desarrollaban el estructuralismo y la antipsiquiatría; y poco antes Marcuse había escrito El hombre unidimensional. Por lógica, aquellas ideas se extendieron a todos los ámbitos de la sociedad, lo que incluía, naturalmente, la enseñanza. En Estados Unidos cobró fuerza una corriente que rechazaba el método didáctico de la enseñanza, y que aspiraba a suprimir la distancia entre profesor y alumno por medio de la llamada “enseñanza experiencial”, que tuvo gran influencia en diversas instituciones de tendencia muy liberal, por ejemplo en California. No es mucho lo que hoy queda de esto, y para encontrar algo parecido tal vez habría que acudir a la Universidad de la Tierra que se encuentra en Oaxaca, en Chiapas (México), donde se ponen en práctica las ideas del filósofo austríaco Ivan Illich. Dicha universidad no otorga titulaciones, y la enseñanza reviste la forma de una experiencia comunitaria, dirigida específicamente al campo social.

En 1967 una de las ciudades más pujantes de California era Palo Alto, que hoy es el foco central de la actividad de Silicon Valley y está volcada a la tecnología punta (allí tienen sus sedes Hewlett-Packard y Xerox), que en los años ’80 vio nacer (y morir) un mítico sello discográfico dedicado al jazz, y que entre sus centros educativos cuenta con la prestigiosa Universidad de Stanford. En el año mencionado más arriba la acomodada clase media de Palo Alto disponía para la educación de sus hijos de diversos establecimientos públicos y privados en los que con frecuencia se ponían en práctica las nuevas ideas en materia de enseñanza. Los padres de izquierdas que podían permitírselo enviaban a sus hijos a la Escuela Secundaria Cubberley, en la que daba clases de “mundo contemporáneo” el profesor de historia Ron Jones. Éste era un firme partidario de la enseñanza experiencial, y en abril de ese año realizó con sus alumnos un estudio sobre la Alemania nazi. A la inevitable pregunta de uno de sus alumnos (la que encabeza este artículo) Jones se declaró honestamente incapaz de responder, y en su lugar concibió un experimento que ha dado lugar a diversas publicaciones y películas, entre ellas la alemana Die Welle, (La ola) que con gran éxito de público dirigió en 2008 Dennis Gansel.

Se cree que el profesor de historia carecía de un plan establecido cuando se lanzó a experimentar con sus alumnos, y que gran parte del mismo experimento fue fruto de la improvisación. Los conceptos generales eran los siguientes: la clase de historia se constituía en una organización llamada The Third Wave (la Tercera Ola), nombre tomado del Tercer Reich y de una leyenda que circulaba por entonces entre los surfistas californianos, según la cual “la tercera ola es siempre la más fuerte”. Los alumnos que decidieran permanecer en clase y que contribuyeran a hacer triunfar el ideario de la Tercera Ola obtendrían una nota colectiva de sobresaliente. En cambio, los que optaran por separarse del grupo deberían ingeniárselas “desde fuera” para hacer fracasar el movimiento, y esto por los procedimientos que consideraran oportunos. De lograrlo, serían los hipotéticos disidentes los que merecerían una buena nota, castigando en todo caso a los derrotados con el suspenso. Se observa de entrada una desproporción entre las posibilidades de éxito de los que permanecieran fieles al grupo y los autoexcluidos. Esto se explica fácilmente, ya que en cualquier terreno de la vida es más fácil lograr los objetivos dentro de un grupo que fuera de él. De esta forma la disidencia aparecía lastrada ya desde el inicio con una importante desventaja, la cual era de hecho una coacción que debía persuadir a los alumnos de mantenerse en el grupo.

El fin de éste era la eliminación de la democracia. La idea de que la democracia enfatiza la individualidad se consideró negativamente y en forma de obstáculo a un verdadero y eficiente orden social. El lema era: “Fuerza mediante la disciplina, fuerza mediante la comunidad, fuerza mediante la acción, fuerza mediante el orgullo”. El profesor Jones repartió entre sus alumnos unas tarjetas, de las que cierto número estaban marcadas, que se entregaron vueltas del revés y de manera aleatoria. Los receptores de una tarjeta marcada se convertían en el acto en “policía secreta”, destinada a denunciar los posibles comentarios y actos contrarios a la organización. A los alumnos les hacía preguntas que debían ser contestadas con un máximo de tres palabras, a las que había que añadir obligatoriamente la fórmula “señor Jones”. Además creó un saludo igualmente obligatorio parecido al hitleriano, el cual sus alumnos debían repetir incluso al encontrarse fuera de clase.

Según las anotaciones que Jones escribió unos años más tarde, hacia el tercer día del experimento el número de alumnos de su clase había aumentado de 30 a 43, y al final de ese mismo día los miembros de la Tercera Ola eran ya más de doscientos. Por varios procedimientos el profesor pudo constatar que después de sólo tres clases se había producido una mejora drástica en el rendimiento académico de sus alumnos, así como un aumento general de la motivación. Sin embargo, el propio Jones terminaría por reconocer (nueve años más tarde) que para entonces el experimento se le había ido de las manos. Sin explicar las razones, el cuarto día el profesor anunció a la clase el fin del experimento, pero sin éxito, a causa del rechazo de sus alumnos, fuertemente involucrados con el proyecto por medio de la lealtad y la disciplina. Entretanto, una estudiante, convertida en única disidente de la Tercera Ola, pasó a organizar la oposición a la misma por medio de carteles que colgó en los pasillos del instituto, y que alguien (nunca llegó a saberse quién) retiraba de inmediato. Tras varios días de tensiones que se extendieron por todo el centro educativo, Jones anunció a la clase que la organización era parte de un movimiento a escala nacional y que pronto, por medio de un mensaje televisivo, se daría a conocer al mundo la Tercera Ola y su candidato presidencial. El día señalado la mayoría de los estudiantes del Instituto Cubberley se concentró ante el televisor, que permaneció en negro. Jones explicó a los asistentes el sentido del experimento, que concluyó entonces con la proyección de una película sobre el nacional-socialismo.

Los psicólogos han estudiado a fondo la experiencia, encontrando en ella similitudes con el funcionamiento interno de las bandas que, agrupadas racialmente, constituyen un serio problema de la juventud americana. Igualmente se han señalado analogías con grupos terroristas y, lo que es acaso más inquietante, con asociaciones deportivas, partidos políticos, congregaciones religiosas y grupos empresariales. El experimento se inscribía en una corriente inaugurada en 1961 por el profesor de la Universidad de Yale Stanley Milgram, el cual demostró la disposición de un grupo de voluntarios a obedecer las instrucciones de una figura autoritaria aun cuando éstas entraran en conflicto con la conciencia de los participantes.

El experimento de Jones no dio ninguna respuesta, pero sí planteó nuevas y graves preguntas. Y de manera involuntaria demostró que el fascismo también era fácilmente reproducible, sin condicionantes históricos ni económicos, en la progresista y liberal California de los años ’60. ¿Cabe entender que el fascismo puede crearse en el vacío, partiendo de la más absoluta nada, igual que una rutinaria y trivial experiencia de laboratorio? ¿Es hoy la Europa del sur sujeto de una prueba de laboratorio, concebida improvisadamente y sin un fin preciso? ¿Y es que somos acaso alumnos aplicados? ¿Se han repartido ya las tarjetas y te ha tocado a ti, lector, la carta marcada?

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La Ola (en español), Dennis Gansel, 2008

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