martes, 30 de julio de 2013

LECTURA POSIBLE / 111

RICHARD WAGNER: ARTE Y REVOLUCIÓN

Aunque su bicentenario se cumplió en mayo, parece que es en estos días, mientras se celebra el Festival de Bayreuth, cuando resulta más justificado referirse a Richard Wagner, personaje cuya dimensión artística (y política) ha venido a enriquecerse entre nosotros este año con dos libros que reúnen algunos textos muy poco conocidos y una colección de cartas que hasta ahora permanecía inédita en castellano: Arte y revolución y Cartas sobre Luis II de Baviera y Bayreuth.

Dichos textos abarcan dos períodos sin relación aparente entre sí, lo que no impide que acaben por formar un todo coherente que nos permite acercarnos, por una parte, al Wagner casi juvenil que participó en los movimientos revolucionarios que recorrieron Europa entre 1848 y 1849, y por otra al artista ya consagrado que escribe dos décadas más tarde acerca de su relación con Luis II de Baviera, aquel rey “virginal y hamletiano” que hizo posible, tras el fracaso de la revolución, que los principios estéticos de Wagner llegaran a consumarse en la manera en que éste soñaba ya desde su juventud.

Wagner, quien (huyendo de los acreedores) había vivido en París con su esposa Minna, se encontraba en 1842 en Dresde para asistir al estreno de su ópera Rienzi. El éxito de la misma le persuadió de instalarse en la capital sajona, en la que viviría seis años. Nombrado director de música de la corte de Sajonia, los buenos augurios de su período en Dresde quedaron frustrados cuando observó que su predecesor, Karl Reissiger, conservaba de hecho el mando, lo que le relegaba a él a una posición subordinada en la que debía asumir las responsabilidades que su rival consideraba engorrosas. Esto no impidió a Wagner componer y estrenar en esos años una obra importante, El holandés errante, y su primera obra maestra, Tannhäuser.

Mientras tanto, ha surgido en diversas ciudades alemanas un movimiento revolucionario que posee una doble naturaleza, nacionalista y social, y Wagner traba amistad con el anarquista Mijail Bakunin y con August Röckel, también él compositor y director de la revista republicana de Dresde Volksblätter. En mayo de 1849 el rey se niega a firmar una nueva constitución y la ciudad se subleva. Buena prueba de la importancia que entonces se atribuía al teatro es que una de las primeras instituciones oficiales a la que los insurrectos prendieron fuego fue la Hofoper, de la que el propio Wagner había sido director y en la que estrenó sus obras. La sublevación, y la represión posterior, se suceden mientras Wagner se encuentra en Weimar, donde recibe la noticia de que se ha dictado contra él una orden de arresto. Inmediatamente huye, de nuevo, a París.

Los textos políticos que Wagner escribió en París están redactados, pues, en el exilio y “en caliente”, y de hecho pueden considerarse como panfletos en los que el autor pretendió contribuir a un movimiento que, tras los reveses sufridos, algunos todavía consideraban vivo, no sólo en Dresde. Estos le sirvieron para manifestar los ideales de una revolución artística que debía ser pareja a la política y social. Dichos ideales ya bullían en su mente desde hacía años, y los acontecimientos vividos en Dresde no sirvieron sino para madurarlos. Algunos de los conceptos manejados aquí iban a ejercer gran influencia sobre el entonces niño Friedrich Nietzsche y en particular sobre su El origen de la tragedia, ensayo que se publicó con un prólogo dedicado a Wagner, a quien, como es sabido, idolatró hasta que, tiempo después, se produjo entre ellos una agria ruptura.

La ambiciosa teoría estética de Wagner, de la que estos textos no son más que un embrión, estaba cargada de intenciones políticas y presuponía un cambio radical en toda la sociedad que debía afectar al estado, a la economía, a la educación, al trabajo, a la forma en que debía producirse y reproducirse el arte y hasta a la arquitectura, como se vería más adelante. Se trata de un compendio de propuestas formuladas apresuradamente (si bien no por ello improvisadas), las cuales aparecieron en tres textos independientes aunque perfectamente engarzados: La revolución, Arte y revolución y El principio del comunismo, los cuales componen el volumen que ha editado Casimiro Libros.

“No tengo dinero, pero lo que sí tengo es un enorme deseo de cometer actos de terrorismo artístico”, escribió a los pocos días de iniciarse su exilio parisino a su futuro suegro Franz Liszt. Ante todo hay que anotar que el proyecto artístico de Wagner aparece en estos textos como inseparable de la revolución. El primero de ellos contiene en su inicio una frase que recuerda el comienzo del Manifiesto Comunista, que Marx y Engels habían publicado en Londres un año antes: “El viejo mundo se viene abajo; uno nuevo surgirá, pues la augusta diosa de la revolución llega, rugiendo, en alas de la tormenta”. Quienes deben temer la revolución son los miembros de la máquina estatal y del orden mundial burocrático: los príncipes, los cortesanos de rostro apergaminado surcado por todos los vicios y, no en último lugar, el especulador que “corre a la Bolsa, sopesa y calcula la subida y bajada de los papelitos, regatea y ofrece, hasta que, de repente, toda su quincalla salta por los aires”. El ciudadano honesto y laborioso, que ha sido adoctrinado para temer la revolución, es en cambio revolucionario por naturaleza, pues el fruto de su trabajo no le pertenece. Puesto que el supremo bien del hombre es su fuerza creadora, ésta no debe ser enajenada ni convertida en servidumbre, sino en fuerza libre y fuente de felicidad. Así, el autor puede hacer que la revolución hable en primera persona: “Yo quiero destruir el dominio de uno sobre los demás, de los muertos sobre los vivos, de la materia sobre el espíritu; quiero acabar con el poder de los poderosos, de la ley y de la propiedad”.

Al hilo de todo ello, Wagner hace un reflexión acerca del papel del arte como producto social en tiempo de revolución, como instrumento fecundador y liberador. Para él el modelo del arte es el de la Antigüedad griega, en especial el drama, escenificación que es a la vez una ceremonia, que al reunir todas las artes se transfigura en “obra de arte total” y que posee una entidad comunitaria, al margen de todo interés económico. Pues el arte sólo puede ser colectivo, expresión de las aspiraciones, las habilidades y el talento de todo un pueblo. Es al perder el arte este valor comunitario cuando entra en decadencia y se mercantiliza, convirtiéndose en lujo privativo de una élite. “En esto radica el interés del Estado por el teatro: lo considera como una corporación industrial y, de paso, una distracción que calma pasiones, que apaga la rebeldía, que se impone sobre el amenazador malestar de una enrabietada inteligencia humana”. Con su decadencia, el arte pasó de ser conciencia colectiva a individual, en contraposición a una creciente inconsciencia pública. Producto de ello es la disolución del drama en sus elementos constitutivos, o lo que es lo mismo: en productos aislados y empobrecidos, sin verdadero arraigo en el pueblo. Y concluye: “Sólo la Revolución puede devolvernos la obra de arte suprema. La tarea que nos espera es infinitamente mayor que lo hecho en el pasado”.

Pero la vitalidad de estas palabras tenía pocas posibilidades de consumarse en la práctica. La revolución frustrada, en efecto, dejó tras ella una Alemania poco receptiva al proyecto de una “obra de arte total”. Reclamado todavía por la justicia, Wagner iba a pasar en el exilio doce años, la mayor parte de ellos en Zurich, desde donde gestionó junto a Liszt el estreno de Lohengrin. Wagner, que ya había pasado penurias durante su exilio por deudas, tocó fondo en la ciudad suiza, en su calidad de prófugo vetado por casi todos los teatros alemanes. En esos años descubre la obra de Schopenhauer, mantiene un romance con Mathilde Wesendonck, empieza a escribir (con la duda de que llegue a verlas estrenadas) su ópera Tristán e Isolda y las del ciclo El Anillo del Nibelungo, y se separa de su esposa. Autorizado por fin a instalarse en Prusia, intenta poner en escena Tristán e Isolda, sin éxito, lo que le sume en una profunda depresión. Será en 1864 cuando, lejos de allí, se produzca un acontecimiento que cambiará su vida.

Luis II de Baviera tenía dieciocho años cuando subió al trono. Como heredero de la corona, había recibido una severa educación a la que algunos de sus biógrafos atribuyen sus “excentricidades” de adulto. Durante su reinado tuvo relaciones con el caballerizo de la casa real y con un actor húngaro, y parece que sus sentimientos hacia Wagner excedían a lo que corrientemente se entiende como una admiración artística. Por lo demás, Luis II no consiguió ninguno de los objetivos que se le habían asignado: mantener la independencia del reino con respecto al creciente poderío prusiano y dar al trono un heredero. De hecho, Baviera fue derrotada en la llamada Guerra de las Siete Semanas; y la boda con su prometida, la princesa Sofía Carlota, hermana menor de Isabel de Baviera (Sissi) se pospuso varias veces hasta que ella se casó con otro. La homosexualidad del rey le ganó la inquina de la corte, y sus fracasos políticos le hicieron desentenderse de los asuntos del reino. Se instaló en el castillo de Neuschwanstein, donde se dedicó a sus aficiones favoritas: los paseos a caballo, la naturaleza y la música.

El joven rey requirió a Wagner en Munich, pagó sus deudas y facilitó el estreno de sus óperas. Allí Wagner inició su relación con Cósima von Bülow, hija de Liszt y esposa del director que estrenó Tristán e Isolda. Con ella tuvo Wagner tres hijos antes de que su marido le concediera el divorcio. El escándalo consiguiente causó nuevos problemas al rey, a quien se le exigió que alejara a su protegido de la corte. A estos años prodigiosos, en lo vital y lo musical, pertenecen las cartas dirigidas por Wagner a diversos destinatarios y que han sido publicadas ahora en castellano por Fórcola Ediciones. A través de ellas conocemos detalles de los estrenos de sus obras en Munich, así como de la personalidad de Luis II y de la construcción del nuevo teatro sufragado por éste, el Festspielhaus de Bayreuth, consagrado en exclusiva al propio Wagner, quien participó en su diseño a fin de hacer de él el espacio escénico idóneo para su “obra de arte total”. Por ellas sabemos también cómo el ideal artístico de Wagner, en parte, pudo hacerse realidad, no por medio de una revolución, sino gracias a la generosidad y al amor de un rey. Éste, junto a su médico, se ahogó misteriosamente en el lago de Starnberg en 1886.

Los artículos y las cartas de Wagner son testimonio de un lugar, una época y una corriente de ideas (filosófica, política y moral) que tuvo una fuerza avasalladora y a la que nosotros, por costumbre, llamamos Romanticismo. En Alemania, esta corriente tuvo un sesgo abiertamente revolucionario que puso radicalmente en cuestión los valores de la industria, el mercantilismo y la productividad, en los que los románticos vieron con lucidez nuevas formas de enajenación del individuo, formas que quisieron combatir, como escribió Wagner, “con el amor al arte”. Éste, pese al fracaso de la revolución, acabó materializándose por otros medios, aunque el elitista Festival de Bayreuth que se celebra estos días haya acabado convirtiéndose (como sucede con muchas grandes ideas) en la antítesis de lo que Wagner proyectó en su juventud. Hoy nos queda el legado de su obra, musical y literaria, como promesa de un destino mejor para la dignidad humana.

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