sábado, 24 de marzo de 2012

DISPARATES / 36


EL NEGOCIO DE LOS LIBROS O EL NEGOCIO DE LA CRISIS

La actual avalancha informativa acerca de la crisis económica, los cursillos acelerados de economía que proliferan en periódicos, canales de televisión y sitios de internet, deberían despertar la suspicacia de cualquier individuo o colectivo cuya actividad requiera una proyección pública, el cual sabe lo mucho que cuesta obtener un espacio, por reducido que sea, en la prensa, y no digamos ya un titular en primera página. “¿Cuándo va a salir lo mío?” es la pregunta recurrente que se formula miles de veces desde otros tantos gabinetes de prensa, a diario, en todas las redacciones de los medios, sin que muchas veces tal insistencia produzca fruto alguno. De ahí el resquemor que suscita nuestra mediática crisis, la cual no deja de proclamarse cansinamente a audiencias del mundo entero.

Resultan como mínimo curiosos los titulares que leemos estos días y que nos anuncian que tal país está al borde del abismo, o que la salvación de tal otro requiere medidas imposibles de adoptar por cualquier gobierno, al menos por uno que sea producto de unas elecciones y que tenga la pretensión de guardar unas formas democráticas, por modestas o rudimentarias que sean. Más bien parece que el discurso apocalíptico generalizado no aspira sino a tomar el control de la política, sometiendo ésta a unos intereses que se caracterizan por su enorme influencia en los medios de comunicación, lo que no es contradictorio con el hecho de que nunca den la cara. Dicho de otra forma: la crisis es un negocio redondo que presupone que los dineros públicos que el Estado debería devolver a los ciudadanos en forma de servicios irán por mandato divino “a otra parte”, para lo cual es imprescindible que estemos bien adoctrinados acerca de la gravedad de la situación económica, de la enormidad de la deuda pública y de la previsible perennidad de la situación presente.

El importante sector editorial (importante porque es uno de los cauces por los que se transmite nuestra cultura y porque es una de las principales industrias españolas) no es una excepción, y puede afirmarse sin exagerar que hace tiempo que de él se apoderó el pánico. Pánico, y esto vuelve a ser curioso, que no impide que en España se editen libros en cantidades hiperbólicas, difícilmente comprensibles en medio de una crisis como la actual, de cuyas proporciones se nos informa sin descanso. En efecto, según los datos oficiales, en 2010 se publicaron 132,1 millones de ejemplares, lo que ciertamente representa una sensible disminución con respecto al año anterior, aunque también es cierto que ese mismo 2010 apareció un 1,5% más de nuevas ediciones y 11,6 % más de reediciones. O sea, se editan cada vez más títulos, pero en tiradas menores. Con estos datos, ¿parece razonable el discurso apocalíptico según el cual la totalidad de las editoriales, las librerías y los mismos autores deberían ir pensando en reciclarse?

Si hay que atender a las propias editoriales, ya nadie lee libros en España, a lo que hay que añadir el detalle, nada insignificante sobre todo para las editoriales pequeñas, de que la mayor parte de las bibliotecas públicas ha dejado de adquirir nuevos títulos, y esto también al hilo de la cacareada crisis y de los recortes presupuestarios impuestos a la cultura. En estas circunstancias, cabría preguntarse qué sentido tiene un sector industrial que carece de clientes, lo que no le impide ser el tercero del país por volumen de negocio, y, lo que bien podría formar parte del argumento de una novela de Agatha Christie: ¿adónde van los libros?

La respuesta figura también en los datos estadísticos oficiales, los cuales, para no cansar al lector, resumiré así: el grueso de la minoría lectora española, que viene a tener una edad entre los 50 y los 60, compra libros y lee hoy más que nunca, a diferencia de lo que sucede en todo el resto de franjas de edad, en las que la adquisición de libros y el hábito de la lectura han disminuido, especialmente (y esto sí es grave) entre los jóvenes. Lo que sucede es que esta minoría lectora no lee los libros que debería, a juicio de los grandes grupos editoriales, pues dejando a un lado el par de bestsellers que surgen de la nada cada año y que alcanzan cifras de ventas astronómicas, los curtidos lectores, que ya se han formado una opinión propia y no se dejan engatusar fácilmente por las técnicas de marketing, prefieren unas lecturas del todo diferentes, lo que en España ha abierto en la última década un campo totalmente nuevo, campo que ha sido aprovechado por las editoriales pequeñas. Frente a los poderosos grupos editoriales, que no creen en la literatura, existe toda una nómina de editores modestos decididos a asumir riesgos, siendo estos y no los otros los que conectan hoy con el público lector. Que estos editores carezcan de medios para hacerse escuchar y que apenas estén reconocidos dentro de la propia industria editorial explica que su mensaje, que podría ser enriquecedor y desde luego crítico con el tono apocalíptico dominante, no llegue hasta nosotros.

Nada de lo anterior debería dar pie a hacerse excesivas ilusiones, y más bien podría decirse que nuestra industria editorial goza de una excelente mala salud. Una salud que no es muy distinta a aquélla en la que surgieron los pioneros proyectos editoriales del siglo pasado, como por ejemplo la aventura que inició en su momento Carlos Barral y que, mediante el amor a la literatura y a la edición de libros, dio los resultados que todos conocemos. Otra cosa muy diferente es lo que sucede con los jóvenes y con el fracaso de nuestras instituciones educativas en la promoción entre ellos de la lectura. Y es que aquí se tropieza con adversarios de envergadura, de los que el principal es el ordenador, junto a la no pequeña lista de artefactos electrónicos a él asociados. Estos no sólo suponen una forma particular de pasar en el mayor aislamiento las horas de ocio, sino que también implican una diferente relación con el mundo y con la cultura. El libro de papel e hilo requiere una lectura lineal y una dedicación que están ausentes de la electrónica. Ésta promueve una forma de relación dominada por impulsos de duración breve en los que la satisfacción deseada se obtiene automáticamente, favoreciendo hábitos que nada tienen que ver con la paciencia y la concentración asociados a la lectura. Maestros y editores esperan que los jóvenes acaben interesándose por los libros, quizá cuando dejen de serlo, pero también es posible que el uso irracional de los artefactos electrónicos modele sus mentes de un modo que les haga incapaces de soportar la letra impresa. 

Mientras tanto, los planes de las grandes corporaciones se nos aparecen cada vez de un modo más transparente, y desde luego no van encaminados hacia un fomento de la lectura de libros. El acuerdo alcanzado la primavera pasada entre Sony, Panasonic, Rakuten y Kinokuniya tiene todas las trazas de anunciar consecuencias para editores, libreros y lectores de todo el mundo. Tales compañías desearían eliminar toda competencia e intermediario por el simple procedimiento de unificar edición, distribución y venta en un solo punto, el cual será dependiente de ellas. Por supuesto en formato electrónico. Y es que la crisis, como decía al principio, es un negocio redondo para quienes de verdad ostentan el poder y aspiran a multiplicar su cuenta de beneficios. Esos poderosos son los que han puesto a la crisis de moda, la cual seguirá estándolo mientras quede un euro que en lugar de ir a la sanidad o a la educación públicas pueda ir “a otra parte”, por ejemplo a la sanidad y a la educación privadas. Así lo advierten los oráculos, a quienes poco importa que el color del gobierno sea rosa o verde. Sería aconsejable que la ciudadanía pusiera en cuestión y se desmarcara a ser posible de estos discursos apocalípticos interesados, para lo que se requiere una información que merezca tal nombre. A ella se accede, precisamente, con la lectura.

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