jueves, 22 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 45


GROSSMAN, TEXTOS DE GUERRA

Hasta no hace muchos años, sólo el lector aficionado a curiosear en los libros de historia moderna, en concreto acerca de la II Guerra Mundial, podía tener alguna vaga referencia acerca de un tal Vasili Grossman, cuya obra, en su calidad de reportero bélico, parecía ser una fuente de información obligada para quienes investigaban la llamada Gran Guerra Patriótica y en particular la batalla de Stalingrado. Que hoy no vivamos en un mundo nacional-socialista, según la opinión de muchos historiadores, es algo que debemos a esa batalla y al revés que en ella sufrieron los ejércitos de Hitler, pero si las descripciones de la misma hechas por los estudiosos pueden alardear de su fidelidad a lo allí ocurrido, de la minuciosa ilustración de las tácticas empleadas por los ejércitos en ella enfrentados, tales cosas, con ser útiles, dicen bien poco a nuestra sensibilidad, a eso que antes solía llamarse “espíritu”, acerca de la inmensa tragedia humana y del incierto destino que cayeron de pronto sobre todo un pueblo.

Aquel bien conocido reportero de guerra (lo hemos sabido en estos tres últimos años) fue un novelista excepcional que narró la contienda, y las vidas de las personas envueltas en ella, de un modo como no se había hecho desde los lejanos tiempos de Tolstoi, y que junto a una visión completa del curso de los meros acontecimientos militares, nos dejó un testimonio sobrecogedor de la humanidad sufriente, esa misma que desde hace miles de años es la causa de su propio dolor pero también la de su esperanza. Y a diferencia de lo que ocurre con no pocos libros en los que no es fácil introducirse, tal vez porque el autor ha querido poner algunos obstáculos a sus lectores, practicar sobre estos una especie de selección natural, de modo que sólo los más pacientes lleguen a disfrutar de los secretos de su obra, la dificultad con la de Grossman no reside en el acto de introducirse, sino justamente en el de escapar de ella, abandonar esa ciudad en la que permanentemente resuenan los cañonazos de la artillería, los bombardeos de la aviación, y junto a ellos los no menos angustiosos cañonazos del hambre, el odio, la mezquindad y la miseria. Pues en efecto al cerrar el libro el lector espera seguir oyendo los mismos cañonazos, ver surcados los cielos por otra cosa distinta que las pacíficas aves en formación, tan vívidamente nos ha sabido trasladar Grossman al centro mismo de la verdad de la guerra.

Vasili Grossman fue corresponsal del diario Krasnaya Zvezda desde 1941, cuando las tropas alemanas atacaron sin previo aviso los puestos avanzados en la frontera soviética, hasta la caída de Berlín en 1945. Antes de eso había sido ingeniero en Ucrania, profesión que abandonó para dedicarse a la literatura. Para entonces había publicado un par de volúmenes de relatos que pasaron sin pena ni gloria, pero que le permitieron acceder a la Unión de Escritores Soviéticos, primer paso necesario para un público reconocimiento que en el caso de Grossman tardaría en llegar, y cuya accidentada consecución no podía ser ajena a las revueltas aguas de la política del momento. Su experiencia directa en el frente, no menos que en la retaguardia, le proporcionó suficiente material no sólo para los artículos que enviaba regularmente a su periódico, algunos de los cuales, dicho sea de paso, sirvieron como prueba en los juicios de Núremberg, sino también para los miles de páginas que componen sus textos sobre la contienda bélica: Años de guerra (1946), Por una causa justa (1954) y Vida y destino, que fue escrita en 1959 pero que no pudo publicarse hasta 1980 en Suiza y 1988 en la Unión Soviética.

Años de guerra reúne algunos relatos escritos entre 1941 y 1945, y en los que el novelista Grossman convive todavía con el reportero, en lo que constituye la parte inicial de un proceso creativo que, ya liberado el novelista de la urgencia del estilo periodístico, daría sus frutos de madurez una década más tarde. Pero ya estos relatos primerizos presentan algunos de los rasgos que definirán la gran narrativa de Por una causa justa y Vida y destino: la inmediatez, la soltura en el paso de la épica colectiva a la individual, la humanísima verosimilitud de los personajes, detalle este último que entronca con la formidable tradición realista de la literatura rusa, lo que incluye desde luego al ya mencionado Tolstoi, pero también a Chéjov; y la precisión casi de documento gráfico con que el autor nos describe la vida cotidiana en tiempo de guerra, no sólo cuando esa cotidianidad, por la fuerza de la costumbre, adquiere una forma de expresión que parece banal, sino también cuando lo descrito son las atrocidades de la limpieza étnica en Ucrania o en Bielorrusia.

Con Por una causa justa nos introducimos ya en otro universo narrativo, a pesar de que los hechos que sirven de urdimbre a la novela no sean muy distintos. Novela coral, poblada por una extensa nómina de personajes de entre los que sobresalen algunos que actúan como hilo conductor, su estructura nos recuerda inmediatamente al John Dos Passos de Manhattan Transfer y al Max Aub del Laberinto mágico. Lo que no tiene nada de particular, pues las obras de estos autores participan del mismo aliento, tienen en común unos antecedentes que no invitan al optimismo y por último, aunque no en último lugar, son hijas de esa fecundación natural que recibió el realismo decimonónico cuando se mezcló con el cine. Grossman maneja con pasmosa habilidad los hilos de estos cientos de personajes entre los que, milagrosamente, no es posible perderse, a pesar de la dificultad que para el lector español supone retener los nombres rusos, todos ellos con su correspondiente patronímico y todos con sus correspondientes y a menudo numerosas familias. Muchos de estos personajes volverán a aparecer en Vida y destino, ya en otra fase de la guerra, habiendo sido rechazada la primera ofensiva contra Moscú y concentrándose todo el esfuerzo bélico sobre la ya para entonces devastada Stalingrado, ciudad de ruinas y de fantasmas bajo cuyos escombros la humanidad aún resuella, obstinada en una difícil y a menudo truncada supervivencia.

Pero es en la segunda parte, Vida y destino, donde la narrativa de Grossman alcanza su cima en el manejo de las situaciones y de la tensión dramática. A través de estas páginas nos familiarizamos con habitantes de la retaguardia, cuyas vidas están regidas por una azarosa provisionalidad y cuya suerte, en último término, estará siempre unida a la de los que se encuentran en el frente, personajes como el científico Víktor Shtrum; otros, colocados por las circunstancias en diferentes estamentos del ejército, ofrecen puntos de vista diferentes: el coronel Nóvikov desde su posición en el Estado Mayor, el comisario Krímov desde la primera línea en la que se encuentra su brigada. Como ocurre con los Campos de nuestro Max Aub, también aquí los personajes de ficción tropiezan con frecuencia con otros históricos, tanto en el bando ruso como en el alemán, y la narración incorpora, como en un documental cinematográfico, partes de guerra y discursos radiofónicos.

Que conozcamos de antemano el final de la historia, con sus luces y sus sombras, no nos exime de la lectura de estos libros, ya que lo que verdaderamente trasciende de la buena literatura no es el punto de llegada, sino el viaje. Una literatura, ésta de Grossman, que no sólo trata de la guerra, sino también de la revolución, igualmente ella con sus luces y sus sombras, sombras que impidieron que Vida y destino se publicara en vida de su autor. Éste, que para el lector desaparece desde la primera página, como si quisiera suprimir de antemano toda injerencia, todo residuo de una figura intermediaria, consigue ponernos en relación directa con los personajes, con sus pasiones y conflictos, con ese elemento único que hay en cada hombre y que se llama “rostro”. Y es que, como decía el cineasta Carl Theodor Dreyer, “nada en el mundo puede compararse con el rostro humano. Es una tierra que uno nunca se cansa de explorar”. 

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