miércoles, 21 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 44


PATRICK MODIANO: EN BUSCA DE LA IDENTIDAD PERDIDA

La obra de algunos autores es un reflejo no disimulado de su vida, o de una parte de ella. Por ceñirnos al ámbito francés y contemporáneo, y más concretamente al de autores felizmente vivos y en activo, podría mencionarse a Le Clézio, autor al que ya hemos hecho alusión aquí y que tras unos inicios en los que pareció encomendarse a la última vanguardia europea, encarrilado hacia una crítica formal de nuestra vida urbana y sedentaria, con su correspondiente soledad metafísica, dio un brusco giro a su obra, momento en el que el mismo autor se convirtió en un vagabundo global rastreador de historias, de hombres y de lugares. Un giro afortunado, sin duda, que nos ha dado al mejor Le Clézio y que supone un punto y aparte en lo literario y en lo personal, todo ello ilustrado en esa novela de verdad rupturista y por momentos escalofriante, casi un descenso a los infiernos, que es El diluvio.

Otro tanto sucede con Patrick Modiano. Pero con la importante diferencia de que en él la ruptura vital (el alejamiento de sus padres y el ingreso en la edad adulta) da origen a la totalidad de su obra, la cual adquiere desde su inicio el carácter de ilustración de un acontecimiento que divide en dos el itinerario del hombre, confiriéndole ese dramatismo que es propio de lo autobiográfico, esa certidumbre que invade al lector cuando lo que lee es realidad vivida. Una realidad que para Modiano es su infancia y juventud. Ambas suponen por sí mismas casi un descenso a los infiernos, y alimentan, como un hilo conductor, constante y renovado, toda su obra.

Modiano nació en Boulogne-Billancourt (Hauts-de-Seine) en 1945. Su padre, descendiente de judíos italianos, eterno aspirante a empresario dedicado a actividades no siempre lícitas en los tiempos de la postguerra, ejerció su paternidad de un modo poco ejemplar hasta la definitiva separación entre ambos. De él conserva Patrick escasos recuerdos: los sucesivos internados a los que fue enviado, los reiterados intentos de mantenerle a distancia y un par de cartas en absoluto amistosas. Su madre era una actriz belga de segunda fila que, al igual que el padre, solía estar ausente. Habían tenido otro hijo, Rudy, que murió a los diez años de edad (a la memoria de este hermano perdido ha dedicado Modiano la mayor parte de su obra). La turbulenta infancia del autor está marcada a fuego por estos padres que vivían separados y que ocasionalmente volvían a encontrarse, cada uno de ellos con su nueva pareja, por las privaciones que todos padecieron y por las peligrosas amistades que les rodeaban: colaboracionistas, gigolós, facinerosos que en no pocos casos perecieron de muerte violenta. Por medio de algunos de ellos, afines al bando vencedor en la Guerra Civil, el joven Modiano obtiene un conocimiento de nuestra España de postguerra. Estos datos no están extraídos de una biografía sensacionalista, sino de un libro de título sarcástico del propio Patrick Modiano, Un pedigrí (2005), libro que no es ni novela ni autobiografía, sino ambas cosas, y que, más que por los hechos que describe, conmueve por la frialdad y falta de sentimiento con que está escrito. Y es que, como el autor dice, pasado tanto tiempo, ya ni el odio tiene sentido.

Esta falta de sentido ilumina (u oscurece, según se mire) el conjunto de la obra de Modiano, que, por estar desprovista de sentimentalismo, por ser la más antirromántica de toda la literatura moderna, resulta ser también la más decididamente experimental, una literatura concisa, amante de la brevedad, ajena a toda pedantería intelectual y cargada, por todo ello, de un aura de inmediatez que parece más propio del cine. Por cierto que los cinéfilos que no hayan leído a Modiano le recordarán por ser el guionista de ese film extraordinario que se llama Lacombe Lucien, que fue dirigido por el añorado Louis Malle y que está ambientado en la Francia ocupada por los alemanes y en la que medraba toda una fauna silvestre de vividores y colaboracionistas, personajes tortuosos que son los mismos que deambulan por sus novelas y para los que el autor tomó como modelos a los que poblaron su infancia.

De Modiano se han reeditado hace poco en castellano dos de sus novelas más logradas: Calle de las tiendas oscuras y Dora Bruder. La primera, que fue Premio Goncourt, toma prestados algunos recursos del género policíaco para conducirnos por un viaje interior, el de un hombre sin memoria que trata de reconstruir su identidad, lo que le lleva a realizar una investigación en la que el investigado es él mismo, si bien, al final de la lectura, nos queda la duda de si la identidad que parece haber encontrado es la que en verdad le corresponde o si ha usurpado la de otro, o si sencillamente él mismo, o el azar, la ha inventado. Obra originalísima y de una aparente sencillez, Calle de las tiendas oscuras constituyó un acontecimiento en el momento de su publicación (1978) y releído hoy resulta ser uno de esos libros por los que el tiempo pasa ventajosamente. En esta admirable construcción literaria vuelve a resultar sorprendente la realidad con que está caracterizada la amplia nómina de personajes secundarios que guían, o entorpecen, la investigación del protagonista, la cual, como es frecuente en la obra de Modiano, le llevará hasta la época de la ocupación. Todo ello ambientado en una Francia no lejana a nosotros que no quiere saber nada de su propia identidad y que guarda silencio.

Dora Bruder es también una reconstrucción, la de un período en la vida de una adolescente, de cuya desaparición advirtieron sus padres en un anuncio publicado en la prensa en 1941. La siguiente, y ya última, noticia acerca de la joven es conocida pocos meses más tarde, cuando su nombre aparece en la lista de judíos deportados a Auschwitz. Aquí el objeto de la investigación no es la propia identidad, sino el “trámite” por el que pasaron muchos ciudadanos franceses y europeos en esos mismos años, la red de funcionarios civiles y militares, la maligna administración que eficientemente localizó, etiquetó y transportó a millones hasta un mismo destino. La crónica de la desaparición de Dora Bruder (una entre tantos) vuelve a realizarse de manera fría y minuciosa, en un intento no tanto de conmovernos como de mostrarnos los hechos desnudos, desvelando las secretas complicidades y la inhumana precisión de una maquinaria estatal consagrada al exterminio. Y también aquí volvemos a encontrar personajes secundarios, reales en su insignificancia, que con esa banalidad que es propia del mal, según escribió Hanna Arendt, cumplieron con inmoral obediencia de autómatas las órdenes que recibían de sus superiores.

Como en el caso de Guy Roland, el protagonista de Calle de las tiendas oscuras, esa ficción creada por los otros que es la identidad es la causa de la tragedia de Dora Bruder, la fatal identidad que viene a ser algo así como una tara de nacimiento, y de la que es imposible separarse incluso cuando la olvidamos. Lo que tienen en común ambos personajes es que sus respectivas identidades no pueden hallarse interrogándoles a ellos mismos, sino que deben buscarse interpelando a otros, lo que puede convertirse en una metáfora y casi una lección ética de este autor que huye de las metáforas y de la ética como de la peste: las huellas de nuestro paso por el mundo, o lo que es lo mismo, lo que fuimos, no es indiferente, pues nuestros actos afectan a otros. Precisamente que “somos los otros” es lo que puede deducirse de la existencia de estos personajes en tránsito, rastreados y rastreadores, y de los que a veces, a fin de cuentas, lo único cierto que conocemos son sus nombres. Revelar la historia que hay detrás de un nombre es el asunto de la narrativa de Modiano, también cuando la historia revelada (no puede ser de otra manera) es pura ficción.

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