lunes, 26 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 47


UNA TRAGEDIA NAPOLITANA

En su adaptación fílmica de La piel, la directora Liliana Cavani supo expresar con maestría el tema principal del libro de Malaparte. La aviadora y reportera norteamericana Deborah Wyatt, interpretada por Alexandra King, es una mujer atractiva, elegante, que se ha presentado en la vencida y miserable Nápoles de 1943 cargada con el idealismo y la inocencia de aquellos jóvenes norteamericanos que desembarcaron en Europa sin tener la más remota idea de lo que era una guerra. Allí observa horrorizada la degradación moral a la que han llegado los napolitanos después de veinte años de fascismo y muchos meses de bombardeos aliados. En una secuencia memorable, la aviadora confiesa sus dudas al propio Malaparte, interpretado por Marcello Mastroianni. Ante la ironía (o acaso sea cinismo) de éste, se produce en la joven una explosión de rabia, dirigiendo a continuación toda una retahíla de insultos a su interlocutor, insultos que éste soporta con sonriente estoicismo y de los que el peor es el último que le dedica: “Guappo!”. Pues guappo es en efecto el napolitano, el italiano y el europeo, y así es la antigua y civilizada Europa, capaz del mayor refinamiento, pero también, sin perder su respetable apostura, de la mayor depravación.

Como Kaputt, obra que la precede en la extensa producción de Malaparte, La piel no es propiamente una novela, sino una mezcla particular de fragmento autobiográfico y de reportaje periodístico, cosa esta última que no debe sorprender en quien fue corresponsal del Corriere della Sera en el frente del Este. Kaputt es producto de esta experiencia, como La piel lo es de los últimos años de la guerra, años que el autor pasó en la arrasada Nápoles como oficial adjunto del ejército aliado. La piel, que desde el momento mismo de su publicación pasó a formar parte del índice de libros prohibidos, se abre con una cita de Esquilo: “Si respetan los templos y los dioses de los vencidos, los vencedores se salvarán”, unos dioses que no son otros que el hambre, la miseria y la humillación, lo que desde el principio desvela el argumento de la obra, es decir, la odisea de los vencedores, o los que intentan ejercer de tales, sobre el telón de fondo de las calamidades de los vencidos, unos vencidos a los que aquéllos, recién llegados con sus flamantes uniformes, sus dólares, sus paquetes de chicle y de tabaco, no alcanzan a comprender. Y es que no son unos vencidos usuales. En ellos alienta el aire del Vesubio, como también toda una pesada y descompuesta Antigüedad que constituye nada menos que el origen de nuestra cultura, y un paisaje bello y salvaje en el que Andrómeda llora y el monstruo es aniquilado por Perseo. Difícil tarea para los vencedores la de hacerse cargo de semejante herencia. “Quizás estuviera escrito”, dice Malaparte, “que la libertad de Europa no había de nacer de la liberación, sino de la peste”.

La peste, precisamente, habría sido el título de este libro si Albert Camus no hubiera publicado su novela homónima en 1947, cuando Malaparte se hallaba todavía en plena redacción de su obra, que no vería la luz hasta dos años más tarde. Y no es casual que la idea de la peste, física y moral, se encontrara en la mente de dos autores tan distintos en aquella aciaga época. La peste a la que se refiere Malaparte es la de una ciudad, un país y todo un continente que no lucha ya por su alma ni por ningún otro ideal, noble o no, sino simplemente por salvar la piel. En esta lucha desesperada existe una variedad de registros morales que va desde la cobardía hasta la mezquindad, no más allá, pues ni siquiera los héroes, o los que serán tenidos por tales, pueden permitirse pensar en otra cosa que no sea su propia supervivencia. Objetivo de improbable consecución en esa maltratada Italia en la que la orden de detención de Mussolini (dictada por el rey únicamente para salvarse a sí mismo) ha traído como consecuencia que el aliado alemán de ayer, que todavía ocupa el norte del país, se haya convertido de pronto en enemigo, mientras que el enemigo de ayer, el que ha destruido Nápoles con sus bombardeos, es recibido como libertador. Pero libertador ¿de qué?, se pregunta Malaparte. “Ya no quedaba nada ni en Nápoles ni en Europa, todo estaba hecho añicos, destruido, arrasado: casas, iglesias, hospitales, madres, padres, hijos, tías, abuelas, primos, todo kaputt… Un montón de carne putrefacta, eso es lo que se encontrarán en Europa cuando la hayan liberado”.

De aquellos trágicos acontecimientos Malaparte fue un testigo excepcional, por una parte por su presencia en los primeros años de combates en el frente ruso, y por otra por haberse encontrado en la retaguardia napolitana cuando esta ciudad, tras el desembarco aliado, se convirtió en centro de operaciones de un nuevo y efímero frente, el cual estuvo abierto hasta el colapso alemán en Italia. Esa doble naturaleza de Nápoles en los meses de los que trata La piel hacen de ella un muestrario único de los horrores de la guerra, horrores que Malaparte anota con precisión no exenta de una fuerte emotividad, como sucede en el capítulo titulado El viento negro, en el que narra tres episodios a cual más sobrecogedor, episodios de una violencia delirante, grotesca en su exceso, que con razón traen a la memoria del autor al Goya de los Desastres de la guerra. Protagonizados por un grupo de judíos, un perro y un soldado norteamericano herido, estos breves relatos intercalados en la mitad de La piel nos descubren, por si hiciera falta, a un gran escritor, que aquí ha puesto su talento y sus recursos narrativos al servicio de unas historias de terror a la altura de las más célebres de Edgar Allan Poe, pero con la diferencia estremecedora de que lo descrito aquí es plasmación vívida de hechos reales.

Unos hechos que no dejan indiferente al lector, que son inseparables de la biografía de Malaparte y de su característico trayecto vital, que viene a ser igualmente, al nivel de un solo individuo, el trayecto mismo de Europa en un tiempo menos lejano de lo que nos gustaría. Si por sus orígenes familiares, por su formación, Malaparte no pudo dejar de ser en su juventud un fascista de primera hora, tampoco pudo dejar de ser uno de los primeros opositores al régimen en unos años en los que tal oposición requería mucho valor y era castigada duramente con la prisión y el destierro, cosas ambas que Malaparte sufrió en su piel y que le otorgaron, en sus breves períodos de libertad, el desprecio de unos y de otros, desprecio que sobrevivió al final de la guerra y que aún se incrementó cuando en los años 50 se adhirió al Partido Comunista, adoptando así lo que él consideraba el único proyecto digno que le quedaba a Europa y del que dejó constancia en diversos ensayos tras sus viajes a la Unión Soviética y a China.

La piel, no sé si hace falta decirlo, es un libro desagradable hasta la náusea, no sólo por la crueldad de los hechos que se describen, sino también (y quizá sobre todo) por el sentimiento de vergüenza y de humillación que lo impregna desde la primera página. Las mismas razones hacen de él un libro necesario. Resulta difícil imaginar a este hombre atormentado redactando semejantes páginas en su casa de Capri, la famosa Villa Malaparte que se encuentra encaramada en el promontorio de Masullo, próxima a las laderas del monte Tiberio, a las islas del mar de Positano, en el corazón de una Europa que ya lo ha visto todo y que parece permanecer ajena al sacrificio inútil del hombre. Conviene a nuestra memoria saber lo que éste puede hacerse a sí mismo, aunque sólo sea para ejercitar esa virtud de la que Malaparte, en medio de su cinismo, habría podido alardear y que también recorre las páginas de este libro: la compasión.

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