miércoles, 14 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 39


THOMAS MANN: CUENTOS COMPLETOS

Escribiendo sobre su infancia, un personaje ya adulto recuerda así a su madre: “una carita de niña, sosegada, delicada y soñadora… Solía contarme, con su voz baja y discreta, unos cuentos que no conocía nadie más”. El recuerdo del padre es totalmente distinto y aparece así: “un caballero alto y fornido… Era un hombre poderoso de gran influencia en los asuntos públicos”. Y el protagonista añade: “Yo, por mi parte, me quedaba sentado en un rincón, contemplando a mi padre y a mi madre como si estuviera escogiendo entre los dos y me planteara si la vida se vive mejor con la ensoñación de los sentidos o con la acción y el poder”.
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En otra historia, un hombre en la treintena, contrahecho a causa de un desgraciado accidente que sufrió en la infancia, y que ha vivido apartado de la vida, a cubierto de toda influencia exterior, conoce a la bella esposa de un importante personaje y de inmediato siente que lo que constituía su existencia, lo que había tomado por una especie de orden y de  felicidad, se trastorna. Ella se le presenta con la fuerza inexorable del destino: “Por mucho que tratara de defender su paz, por su causa había tenido que rebelarse en su interior todo lo que había estado reprimiendo desde su juventud porque sabía que para él sólo iba a significar tormento y perdición”.
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Estos dos pasajes, tomados respectivamente de El payaso y de El pequeño señor Friedemann, se hallan posiblemente en el centro del universo vital y narrativo de Thomas Mann, un centro que vendría a ser algo así como el aire un poco enrarecido y cargado de nostalgia que procede de alguna lejana evocación infantil, tan recóndita como perenne, y que alienta en la totalidad de su obra. Claro es que obra tan magna, que incluye algunas de las novelas (y de los relatos) imprescindibles del siglo pasado, ha de tener por fuerza otras fuentes, otros conflictos, pero ninguno está tan ligado a la intimidad de Mann, a su razón de ser en tanto que escritor, como los que se sugieren en los pasajes citados. Por un lado, la persistente contradicción existencial entre el sentir y el razonar, o lo que es lo mismo: el desplegarse espiritualmente en las ideales alturas de la poesía (lo que vendría a significar de hecho una actitud ante el mundo contemplativa y, por así decirlo, femenina) o una cosmovisión decididamente abocada a lo analítico y lo práctico (a lo vigoroso y, otra vez por así decirlo, a lo masculino). Y por otro lado, un temor profundo hacia los otros y, en general, hacia la vida, la cual no por ello deja de ser venerada y de presentarse no sólo como atractivo, sino también como necesidad, destino insoslayable ante el cual sólo caben la entrega total, y por tanto la autodestrucción, o la renuncia.
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Thomas Mann trató de resolver estos dualismos dejando para la existencia mundana sólo la acción y el poder (fue un hombre distante, enérgico, excelente agente de sí mismo), y extirpando de ella todo lo que, en su condición de homosexual, podía amenazarle. Con ello renunció propiamente a la vida y a sí mismo, y dejó su refinada sensibilidad y la expresión de sus luchas interiores para la literatura. En realidad toda su apariencia de ordenado y convencional hombre burgués, declarado apolítico, esposo ejemplar, padre de seis hijos, no es más que una farsa, pero una farsa mantenida con disciplinado rigor, sin (grandes) flaquezas conocidas. No es de extrañar que sus obras se alimenten de un anhelo desesperado de vida, que en ellas abunden la sensualidad y el erotismo, pero confinados a una estrecha intimidad sin contacto verdadero con el exterior, en forma de ansia reprimida, sometida a las convenciones de lo que en su época se consideraba decente. Luchino Visconti supo captar el patetismo de este sacrificio, la angustiosa voluntad de mantener una apariencia, en su versión para el cine de La muerte en Venecia, esa historia dominada por la presencia de Tadzio, el objeto que se ama, para el que se vive y que sin embargo Gustav Aschenbach sólo se permite observar a distancia, y cuyo deseo no puede tener más consumación que en la renuncia, cuando los tintes con que Aschenbach se ha embadurnado empiezan a deslizarse por su frente, en el desmayo previo a la muerte.
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Y es que así son los personajes de Mann, por mucho que estén descritos con gran riqueza psicológica: como pequeños impulsos cargados de apetencia de vida, míseros seres resguardados de toda perturbación y sin embargo anhelantes de ser perturbados, frágiles seres que literalmente se deshacen, se esfuman en la incontinencia del deseo, como el pequeño Friedemann rechazado por su amada que se deja caer en el río iluminado por la luna; o como el modesto Hans Castorp de La montaña mágica, que entonando una canción se pierde de vista en el humo de una batalla.
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Sucede que, en el universo de Mann, el amor desempeña el papel de disolvente, es de hecho la Gran Subversión, la cual, cuando no es doblegada por la renuncia, se manifiesta apoteósicamente en el extremo contrario, como en el cuento Sangre de Welsungos, que está inspirado en el primer acto de la Walkyria y que narra una historia de amores incestuosos. Y es que la música de Wagner, con su torrencial romanticismo y su radical cuestionamiento del decoro burgués, está presente aquí y allá en los relatos de Mann, como lo estaría también en la educación sentimental de Adrian Leverkühn en Doktor Faustus.  
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La editorial Edhasa ha reunido por primera vez en castellano todos los cuentos de Mann en un solo volumen, y lo ha hecho con generosidad, pues junto a los relatos juveniles que constituyen una especie de estampas modernistas o de poemas en prosa (Visión, La caída) y a los que por su intención y dimensiones corresponden propiamente el nombre de cuentos (Hora difícil, El niño prodigio, o los mencionados más arriba), el libro incluye las novelas cortas La muerte en Venecia, Las cabezas trocadas (en la traducción de Francisco Ayala), Mario y el mago, Tonio Kröger y La engañada, además de alguna sorpresa desconocida hasta ahora para el lector español, como es el caso de Tristán e Isolda, narración basada en el célebre poema épico y que estaba destinada a ser el guión de un film. El orden cronológico de las narraciones, desde 1893 hasta 1953, abarca toda una vida creativa y permite seguir la progresión del autor en el dominio de su oficio, un dominio que ya había dejado patente con sólo veinticinco años cuando escribió Los Buddenbrook, y que habría de pasar por varias fases de madurez. Pues Mann, inicialmente poeta, tuvo que convertirse en narrador, y después todavía en ensayista, proceso del que queda constancia en este volumen cuyas partes no ocultan su parentesco con obras más ambiciosas, como sucede con las citadas Tonio Kröger y Los Buddenbrook.
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Como sus personajes, también Mann ocultó su debilidad, con la que convivió y que, por necesidad, convirtió en literatura. Una literatura de altos vuelos, herencia de la mejor novela realista del siglo XIX pero a la que él incorporó una personal psicología en la que había sitio tanto para la ironía como para la crueldad. Él, que se consideró en su juventud al margen de la política, en su calidad de miembro de honor de una pretendida aristocracia de las letras y el arte, tuvo que descender de sus sublimes alturas para constituirse en principal y casi único defensor de la fracasada República de Weimar, y en testigo anonadado de lo que vino después. Como escribió en 1937, cuatro años después de iniciarse su exilio, nunca imaginó que se vería “como emigrante, expropiado y proscrito de mi casa, ocupado en una protesta política profundamente necesaria”. Thomas Mann sobrevivió una década al fin de la guerra pero no volvió a Alemania, a pesar de lo mucho que se requería su regreso. Y es que la vida de la que tanto se había protegido acabó por herirle como hirió también a sus creaciones. Porque en Mann, aquello de lo que él se privó es lo que nos ha dejado en herencia, de la que una parte no pequeña se encuentra en este volumen de cuentos, fuente inagotable de placer y reflexión. Eso, precisamente, es la literatura.

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