SCHNITZLER, ENTRE CUENTOS Y VERDADES
La señorita Bertha Lehmann era una alemana del norte que se había trasladado a Viena junto a su humildísima familia, de la que eran parte una actriz secundaria, un figurante y hasta un poeta. No parece que la propia Bertha pisara alguna vez las tablas de un escenario, pero sí es seguro que, en su calidad de institutriz de los hijos de uno de los médicos más famosos de Austria, inculcó en al menos uno de ellos el amor por las letras y el teatro. “Ella”, nos cuenta su pupilo, “fue la que me instó a gastar la mayor parte de mi asignación en esos libritos amarillos de la entonces recién fundada Biblioteca Universal Reclam”. Así, el muchacho descubrió Los bandidos, La doncella de Orleans, La novia de Messina y Emilia Galotti. En una ocasión la institutriz se hizo acompañar por el pupilo en una visita a su novio, teniente de infantería, escena en la que, como aquél escribió mucho más tarde, “me rozó el aire de suburbio vienés, el ambiente de obra de teatro popular vienés, cautivándome de inmediato sin yo darme cuenta”. La vida no fue generosa con Bertha, cuyo teniente, ya casados, tuvo que pasar a una vida civil a la que nunca se adaptó, cayendo en primer lugar él, y luego también ella, en el alcohol y la miseria. Muchos años después, convertido el joven pupilo en el escritor más importante de la época en lengua alemana, la anciana Bertha, ya viuda, seguía enviando a Arthur Schnitzler sus pequeños bordados y sus cartas.

Esta moderna concepción del arte, no ajena al famoso distanciamiento que Brecht concebiría unas décadas más tarde, se la debe Schnitzler a experiencias ya vividas en la infancia y en particular a la estrecha familiaridad que en esos años tuvo con el mundo del teatro y con sus gentes. Y es que no es en balde para una mentalidad infantil el departir amigablemente con los actores, a los que Schnitzler trataba a diario en calidad de hijo del mayor laringólogo de Viena. Para él no había ruptura entre realidad y escena, siendo éste el lugar en el que los hombres juegan a ser otra cosa, aunque en todo momento no sean sino encarnación de sí mismos. Consideración que es válida para el teatro de Schnitzler no menos, dicho sea de paso, que para su obra narrativa.
Schnitzler, que fue el maestro venerado de toda una generación de escritores europeos, y sin el que no existiría, por ejemplo, la obra de Stefan Zweig, había fallecido ya cuando los nazis se hicieron con el poder, lo que no impidió a estos ponerle a la cabeza de la lista de los escritores “degenerados” cuyos libros no merecían otro destino que el fuego. En cierto modo fue “el Mahler de las letras”, y así como las composiciones de éste debieron esperar varias décadas hasta que obtuvieron el reconocimiento que merecían, también la obra de Schnitzler cayó en el olvido más absoluto (en nuestro caso un olvido de casi un siglo) hasta que no hace mucho ha vuelto a ser apreciada. A esta recuperación ha contribuido de manera notable la editorial Acantilado, a la que se debe la edición en castellano de gran parte de su obra narrativa. Hoy ya la nómina de libros de Schnitzler disponibles entre nosotros empieza a ser respetable, y de ellos los publicados más recientemente son En busca de horizontes, El regreso de Casanova y Relato soñado.
En busca de horizontes, de 1908, es tal vez la novela más ambiciosa, y una de las pocas que merece tal nombre, de este autor que ejerció su maestría en el relato y la novela corta. El libro tiene una voluntad testimonial, casi periodística, y constituye un extraordinario retrato de la sociedad vienesa de principios de siglo. Su protagonista, Georg, es un joven que se halla a las puertas de su ingreso en la vida, lo que otorga a su peripecia un tono de “novela de formación”, por mucho que la narración abarque sólo un período de dos años. Los horizontes a los que se refiere el título no son sólo los de Georg, sino también los de su hijo todavía no nacido, cuya gestación ocupa gran parte de la novela y a quien en el momento en que ésta fue escrita sólo podía augurársele un porvenir más que incierto, lo que la ulterior historia de Centroeuropa confirmaría trágicamente. Es la novela del fin de un mundo que aquí es descrito con detalle, el de la Viena finisecular, y por el que transitan numerosos personajes secundarios que componen un completo cuadro social. La edición que comentamos va precedida por una muy útil introducción de quien es además su traductor, Miguel Ángel Vega.

El regreso de Casanova fue escrita en 1917, y debió de ser una de las narraciones de Schnitzler que más disfrutó su amigo Freud. En ella el libertino y conquistador se nos aparece a las puertas de la vejez, ya cansado y deseoso de ser admitido en su natal Venecia, de cuyas cárceles se evadió hace años. Los datos que maneja el autor son reales y están tomados de los documentos que se conservan de la vida de Casanova, pero el episodio que nos narra es enteramente una ficción. Pues sucede que el burlador tropieza con una joven de gran belleza que le hace evocar sus andanzas de juventud y considerar las privaciones de su edad actual. En principio el ya más que maduro Casanova no alberga ningún plan de seducción hacia la joven, pero esto cambiará cuando ella se le aparezca como una competidora feroz en el plano intelectual. Marcolina es en efecto una erudita además de una belleza, por lo que viene a ser algo así como el ideal femenino que Casanova cree haber buscado durante toda su vida. Que el ideal hecho carne se le aparezca ahora es una humillación y una afrenta del destino que el cincuentón, convertido en enemigo a muerte de la juventud, no puede tolerar, por lo que de inmediato decide acosar y someter a la joven a cualquier precio. El relato contiene una de las mejores y más atrevidas descripciones psicológicas de toda la obra de Schnitzler, la cual constituye una profunda reflexión de carácter filosófico acerca de la vejez.

Schnitzler fue médico y su exterior vida burguesa no dejó ver los desórdenes que se producían en el interior. Porque la obra de Schnitzler es toda ella producto de ese lado oscuro, proscrito por la sociedad, que es acaso la verdad más íntima del ser humano. Sus libros están llenos de pasiones, de irracionalidad, de sexo y de muerte, de lo que son buena muestra Apuesta al amanecer o La señorita Else, pero también de ironía y humor, los cuales son más perceptibles quizá en sus relatos, en especial en el último que escribió, Yo, que figura en la antología El destino del barón von Leisenbohg. Su radical modernidad, de la que ya participó en su calidad de miembro de la Jung Wien (Joven Viena), junto a Hofmannsthal y Karl Kraus, reside en el hecho de que supo ver como nadie esa vulnerabilidad a la que el hombre se enfrenta cotidianamente y que consiste en la pérdida de todo soporte y referencia, pérdida que subyace en la súbita anulación de las inhibiciones que nos impone la cultura. Es por ello nuestro contemporáneo y algo más: nuestro cronista.