miércoles, 10 de junio de 2009

MÚSICA NOCTURNA / 2



EL ALBÉNIZ Y ARTAUD

Hace sólo unos días ha vuelto a abrir sus puertas el Teatro Albéniz, al que no hace mucho ya se daba por desaparecido gracias a la diligente gestión cultural de la presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre. La feliz y casi inesperada reapertura del teatro se produce después de dos años de cierre en los que ha habido de todo: desde el día en que el gobierno autonómico retiró su protección al edificio, lo que permitió su adquisición por parte de una inmobiliaria, hasta que el alcalde Alberto Ruíz-Gallardón aplicó una normativa municipal que lo ha salvado in extremis, al menos por unos años. Es triste que también los teatros se conviertan en objeto de cambalache en estos litigios y desavenencias que los poderosos tienen entre ellos. Por otra parte, me temo que a la provisional salvación del teatro ha contribuido de manera decisiva la actual crisis de la construcción, con el consabido descenso del interés especulativo y la previsible disminución de ganancias que ahora mismo habría significado seguir con el proyecto previsto. En todo caso, la reapertura del Albéniz es una buena noticia que trae a la memoria de quienes lo frecuentaron en los últimos veinte años, cuando era una de las principales instituciones de la cultura madrileña, algunos de los mejores momentos que últimamente han podido vivirse en un teatro. Voy a referirme a uno de ellos.

El espectáculo Les Cenci, sobre la obra homónima de Antonin Artaud, se representó en el Albéniz hace dos años, dentro del ciclo Operadhoy, siendo por tanto uno de los últimos montajes que se vieron en él antes de su cierre. Alumno de Stockhausen y Kagel, el compositor Giorgio Battistelli (Albano Laziale, 1953) escribió esta obra en 1997. La puesta en escena fue de George Lavaudant y la dirección musical de Luca Pfaff. En sus Crónicas Italianas, Stendhal escribió estas palabras acerca de Francesco Cenci: “¿Con qué acciones que hablen por sí mismas, yo, romano, nacido en Roma en 1527, precisamente en los meses en que los soldados luteranos del condestable de Borbón cometieron las más afrentosas profanaciones contra las cosas santas; con qué acciones podré demostrar mi coraje y disconformidad ante todo esto…? ¿Cómo dejaría yo boquiabiertos a mis estúpidos contemporáneos? ¿Cuál será el modo de tener la inmensa satisfacción de sentirme diferente de todo el vulgo que me rodea?” 

La obra de Artaud, escrita en 1935, tiene el carácter violento que cabe esperar de su “Teatro de la Crueldad”, pero también esa naturaleza indefinible que orientaba a sus creaciones de entonces hacia la obra de arte total. Por “Teatro de la Crueldad” Artaud entendía una nueva dramaturgia que debía minimizar la palabra hablada y dejarse llevar por una combinación de movimiento físico y gesto, sonidos inusuales, y por la eliminación de las disposiciones habituales de escenario y decorados. Con los sentidos desorientados, el espectador se vería forzado a enfrentarse a su fuero interno, a su ser esencial, despojado de su hipócrita máscara. Impedido siempre por enfermedades físicas y mentales, apenas fue capaz de poner sus ideas en práctica. Su libro El Teatro y su Doble (1938) expresa su admiración por el teatro de Extremo Oriente y en especial por el balinés, en el que el movimiento, el gesto, y en definitiva la manifestación física, al adquirir un carácter ritual, imperan sobre el texto, ese “tirano del significado”. Lo que él llamaba el “Teatro de la Crueldad” no aludía sólo al sadismo o a la aparición del dolor en escena, sino también a la violenta determinación física de destrozar la falsa realidad. Ésta no es más que una convención de la que participan por igual actores y espectadores, pero no la auténtica realidad, que se encuentra en la imaginación apasionada y convulsa, en el pensamiento y el deseo. Artaud, que abogaba por el teatro hecho de un lenguaje único, un punto medio entre los pensamientos y los gestos, describía lo espiritual en términos físicos, y creía que toda expresión es expresión física en el espacio. Su obra Les Cenci fue un fracaso, lo que le determinó a viajar a Sierra Madre, en México, donde vivió varios meses familiarizándose con la cultura solar de los indios tarahumaras, que le revelaron un mundo en el que un hombre desesperado, no tanto por la locura que padece como por el tratamiento psiquiátrico, encuentra a sus iguales.

Y creo que el montaje visto hace dos años en el Albéniz no habría disgustado a Artaud. La austeridad de la puesta en escena y la exquisita interpretación de solistas y orquesta se beneficiaron de una iluminación creadora de ambientes, a lo que se unió una instalación sonora que envolvía por igual a cantantes y público. Resulta milagroso que el grito de Artaud, tanto tiempo silenciado, pudiera escucharse en medio de nuestra actual miseria política y cultural, y que pudiera verse en la valiente propuesta que Battistelli y Lavaudant presentaron hace ahora dos años en el viejo, por entonces desahuciado, y en la actualidad de nuevo resurgido Albéniz. ¿Ofrecerá en el futuro el escenario de la Calle de la Paz otros momentos así?

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