miércoles, 29 de junio de 2011

CRÓNICAS TOLEDANAS / 8


LA HORA ESPAÑOLA

Como las entrañables historias del abuelo Cebolleta, ha vuelto a celebrarse el Corpus Christi toledano. Esta vez a plena satisfacción de todos excepto de los hoteleros, como siempre. Y eso que ahora sí había razones para el regocijo general y hasta para que la fiestecita ocupara un espacio en la prensa, en la amarilla, se entiende. Ante todo, el Corpus volvía a caer en jueves, como Dios manda y como ha sido “toa’la vida”, según las interesantes declaraciones hechas por diversos ciudadanos a una televisión local (por cierto: menudos tejemanejes se traen en la Comunidad Autónoma, o en el Ayuntamiento, o donde sea, con el dichoso Corpus y con el calendario. ¿Qué pasará el próximo año, volveremos a tener un solo Corpus verdadero o nos obsequiarán con media docena de ellos?). También había una indescriptible y justificada expectación por ver a doña Dolores de Cospedal en su nueva efigie de presidenta y disfrazada de Morticia Addams (ay, qué más quisiera esta señora que parecerse, aunque fuera sólo un poco, a esa actriz extraordinaria que fue Carolyn Jones). Como de costumbre, la ciudad imperial y durmiente se espabiló un poquito, se acicaló con sus consabidas flores artificiales, que en su cateta fantasía constituyen el máximo del buen gusto, hubo verbena hasta altas horas y una corrida de toros en la que intervinieron los diestros El Cordobés y Paquirri. Todo esto suena a antiguo, ¿verdad?, o mejor dicho, a viejo. ¿Nos hallamos en el túnel del tiempo, enganchados a un bucle que nos mantiene firmes e inquebrantables, cual requeté o alférez provisional, en los años 50 del siglo pasado? ¿Es nuestro alcalde una reencarnación de ese otro gran actor que fue Pepe Isbert, el cual nos debe una explicación (llevamos sesenta años esperándola, y lo que nos queda)? Admitámoslo: la hora española va con retraso. O se ha parado.

Pero volvamos un poco más atrás en el tiempo. Seguimos en Toledo, cuando todavía no era una ciudad-aparcamiento. Siglo XVIII. El relojero Torquemada se ausenta de su relojería para ir, como es su costumbre todos los jueves, a poner en hora los relojes públicos de la capital castellano-manchega. Mientras, su esposa Concepción se queda en el establecimiento y aprovecha la oportunidad para serle infiel con su amante Gonzalo, un joven estudiante. Pero aparece Ramiro, un musculoso mulero, al cual le pide caprichosamente que transporte a una habitación del piso superior todos los enormes relojes que se encuentran en la tienda. En el interior de uno de ellos se encuentra Gonzalo y en otro el banquero don Íñigo, inesperado admirador oculto de Concepción. Tras algunas dudas, ésta se decide por el fornido mulero, al que conduce a su habitación. Cuando regresa Torquemada, sorprende en sus respectivos relojes a los dos amantes frustrados, Gonzalo y don Íñigo, los cuales, para salir del apuro, compran los relojes y se largan con viento fresco, aunque no contentos. Torquemada, pasmado por el éxito del negocio, se queda un rato pensativo, pero al final decide que es mejor no hacer preguntas, por si acaso.

Lo anterior, que es el argumento de la ópera en un acto L’heure espagnole, que Maurice Ravel compuso a partir de un libreto de Franc Nohain, y que se estrenó hace ahora cien años, no necesita una interpretación. La obra carece de trascendencia, es un jueguete cómico, absurdo, pícaro, no se mete con nadie y no aspira a instruirnos con moralina alguna. Intentar destriparla no es sólo inútil, sino además contraproducente, porque se corre el riesgo de quitarle la gracia. A mí en cambio se me ocurre que la broma puede ir en serio, y que esta flor musical, tan vistosa y alegre, podría estar envenenada. Porque, a ver, ¿qué necesidad hay de endosar al marido relojero, por si tiene poco el pobre, el nombrecito del más famoso y terrible inquisidor? ¿Por qué convertirle en funcionario público, es verdad que un poco venido a menos, lo que nos permite imaginarle como un hombrecillo aburrido, nostálgico de los tiempos en que su homónimo enviaba a la gente a la hoguera y se quedaba tan ancho, como el que se bebe un vino de la tierra? Y por otra parte, ¿realmente este Torquemada es un funcionario venido a menos? Pues se me antoja que no es poca cosa el cargo de poner en hora todos los relojes de la capital autonómica. ¿Y por qué tengo la sospecha de que la hora que pone en ellos es siempre una hora atrasada? ¿Y qué decir de Concepción? Los burlados son un funcionario de la hora oficial, un estudianre remilgado y un banquero. Mientras su marido se encarga de hacernos vivir a nosotros en el pasado, ella se dedica a sus libertinas andanzas, esconde a sus amantes en relojes averiados, lo que equivale a decir que ya no los quiere, los deposita también a ellos en el pasado y al final se lía con el mulero, que es el último que ha venido y ostenta por ello el encanto de la novedad. Concepción vive en el momento presente, de hecho es el único personaje que vive en esta historia, pero es la suya una vida que sólo puede desplegarse de puertas adentro, una vida clandestina, desprovista de reconocimiento y de presencia social. Visto así, el argumento cambia. Concepción está viva, y vive a su hora. Además su propio nombre alude al futuro, o a algo que sería posible en un futuro. Nadie en la ciudad tiene menos mando que ella, y sin embargo intuimos que manda mucho, desde luego más que el relojero y más que la banca. Ella sola es capaz de poner en entredicho al sistema. Y no obstante, ¿quién puede dejar de simpatizar con ella, quién excepto el necio y complaciente Torquemada, el que no hace preguntas por si acaso?

Alguna ciudad envidiosa, puede que incluso patrimonio de la humanidad, querría para sí misma esta ópera, que muy bien puede ostentar el título de Ópera Toledana y que aquí, como somos muy nuestros, guardamos en secreto. No dudo que muchas ciudades estarían encantadas de haber servido de inspiración al autor del Bolero, y de que éste hubiera escrito alguna ópera ambientada en ellas. Además, sin necesidad de una gran imaginación, podemos suponer lo que muchas de esas ciudades que se encontraran en tal caso habrían hecho en este 2011 en celebración de la genial y surrealista ópera raveliana. ¿Por qué no una exposición de pintura relacionada con el tema de la obra y que incluyera, por ejemplo, los figurines empleados el día del estreno? ¿Un congreso internacional de especialistas en la música y la dramaturgia del autor? Y, puestos a imaginar, ¿por qué no una representación de L’heure espagnole? Tales cosas son las que dan prestigio a una ciudad y las que sitúan a ésta en el mapa cultural. Lejos de ser procedimientos inusuales, los aquí sugeridos forman parte de la normalidad cultural (y turística) de todas las ciudades europeas, no digamos ya de las que son patrimonio de la humanidad. Basta tener un programador avispado, algo de iniciativa y una cierta capacidad de organización. Virtudes todas ellas que, como el mismo Ravel, quedan fuera de este pasado recurrente en el que vegetamos y con el que comulgamos cíclicamente cada año, este pasado al que nos obliga Torquemada y en el que reina el culto a la tradición, es decir, a lo que ha sido así “toa’la vida”.

Habría sido divertido ver L’heure espagnole en Toledo y a los cien años de su estreno. Nuestro alcalde, modesto aprendiz de Pepe Isbert, habría podido estar presente con su cara angelical, y aparecido ante la prensa y sus electores como una persona culta, cosa que nunca está de más. Doña Dolores de Cospedal habría podido presentarse con su disfraz de Morticia Addams, toda de negro, con peineta y toquilla de encaje. Se me ocurren muchos toledanos que, sin necesidad de disfraz, podrían haber hecho a la perfección el papel de Torquemada, pues nadie mejor que ellos domina el arte de no hacer preguntas, por si acaso. Y Ravel, de haber podido asistir, se habría reído mucho.

A falta de L’heure espagnole, espero se me permita sugerir alguna pequeña innovación para el próximo Corpus toledano. Y es que he comprobado que este día los nativos se prestan mucho al disfraz y a la exageración, de lo que queda constancia en los caballeros vestidos de señoras y a los que llaman obispos, en los individuos vestidos de obispos y a los que llaman cofrades, y en las damas que, con más o menos fortuna, imitan a Morticia Addams. Como por otra parte el último Corpus coincidió con la fiesta del Orgullo Gay, se me ocurre lo siguiente: ¿estaría de más en un Corpus actualizado una cofradía de gays y lesbianas, la cual sin duda añadiría un colorido de lo más encantador a la ceremonia procesional del paseo de la Hostia? ¿Y qué me dicen de lo mucho que saldría ganando nuestro atractivo turístico? Ya me imagino a miles de infieles acudiendo de los más remotos lugares para ocupar la totalidad de nuestras plazas hoteleras. Vamos, digo yo. El asunto puede discutirse en la próxima asamblea a celebrar en la Plaza de Zocodover, y a la que el alcalde y el arzobispo están invitados para que empiecen a poner su reloj en hora y así se vayan enterando.

De nada.

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Himno a las lesbianas, de Agustín González Acilu, interpreatado por la soprano toledana Esperanza Abad.

1 comentario:

  1. Claro que la hora de España es un misterio, cada vez mas tenebroso. Ahora falta acordarse de las tarascas que tenían la finalidad de reirse de todo, parece que no ha pasado mucho tiempo cuando algunas desfilaban con Ana Bolena por aquelllas calles de Toledo, Parece eu el tiempo bo ha pasado mucho... Y ya quisiera la Cospedal parecerse en algo a Pepe Isbert con perdón.

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