domingo, 13 de diciembre de 2009

DISPARATES / 6

GUERRAS NECESARIAS

Si se acepta la hipótesis, muy extendida, de la honorable independencia de quienes entregan los Premios Nobel, habrá que descartar la idea, también muy extendida en los últimos meses, de que la concesión del Nobel de la Paz a Barack Obama no es más que una operación de marketing ideada en la Casa Blanca o en sus aledaños. Y en ese caso, si se tiene en cuenta la bisoñez del actual presidente de Estados Unidos, deberíamos interpretar la concesión de tan prestigioso premio como una especie de voto de confianza, o puede que como la plasmación de un deseo internacional: el de que Obama, con el tiempo, se haga merecedor de dicho premio.

El Nobel de la Paz lo concede el Parlamento noruego y está dotado con la cantidad de diez millones de coronas suecas (cerca de un millón de euros). No es la primera vez que un presidente norteamericano recibe tal distinción, que sin embargo no recibieron ninguno de los Bush ni tampoco Reagan, pero sí Jimmy Carter y también Al Gore, aunque es cierto que este último se quedó a las puertas de la Casa Blanca. Sin olvidar, claro está, a Henry Kissinger, que nunca fue presidente pero trabajó a las órdenes de tres de ellos: John F. Kennedy, Richard Nixon y el propio Carter. ¿Qué méritos reunían estos personajes para verse premiados con el Nobel?

Veamos: a Jimmy Carter, que ha pasado a la historia como gran paladín de los derechos humanos, se le escapó un ligero desliz cuando en 1977 recibió a Augusto Pinochet en la Casa Blanca; Al Gore también es considerado un paladín, pero de la ecología, y en especial es conocido como divulgador de los peligros del cambio climático; menos conocido es que en 1999, siendo vicepresidente de Bill Clinton, aprobó el llamado Plan Colombia, que entre otras lindezas incluye las fumigaciones aéreas con glifosato de cultivos de coca y de poblaciones, sin que hasta la fecha se conozcan a ciencia cierta los efectos de este herbicida sobre el metabolismo humano. Kissinger es un caso aparte, y sus contribuciones a la paz mundial sí son bien conocidas: Gore Vidal dijo de él que es el mayor criminal de guerra que anda suelto por el mundo, y al parecer con razón, si echamos un breve vistazo a sus incansables actividades en los años 70 del pasado siglo: principal organizador de los golpes de estado de Pinochet en Chile, de Bordaberry en Uruguay y de la Operación Cóndor, responsable de la desaparición de miles de personas en América Latina; promotor del golpe de estado en Argentina y de la Junta Militar que le sucedió; cómplice del general Suharto en el genocidio de Timor Oriental; planificador de los bombardeos de Laos y Camboya y de la subida al poder de los jemeres rojos, que exterminaron a dos millones de civiles…

Con estos antecedentes, ¿qué cabe esperar del flamante Nobel de la Paz? Ante todo, la experiencia parece indicar que la política exterior norteamericana se rige por un consenso más centrado en el Pentágono que en la Casa Blanca y al que son leales los dos todopoderosos partidos alternantes. Desaparecida la URSS, la vieja teoría del Destino Manifiesto que sirvió para erradicar a los nativos norteamericanos podría justificar hoy más que nunca al reaccionario bloque militar-armamentístico en su (¿justa?) aspiración de dominar el mundo. A las grandes expectativas creadas por la victoria electoral de Obama ha sucedido rápidamente un desengaño: el de la comprobación de que no va a cambiar en lo más mínimo la política exterior en lo referente a los grandes conflictos mundiales: las guerras de Irak y Afganistán, la siempre aplazada creación de un estado palestino y la tensa situación creada en Latinoamérica con los nuevos movimientos político-sociales emergentes en la última década. En conjunto, y ante tales fenómenos, la figura de Barack Obama se nos antoja cada vez más descolorida, y casi tan insípida e inodora como la de cualquier líder socialdemócrata europeo. La vergonzosa manera en que un presidente constitucional ha sido desalojado del poder en Honduras y las siete bases militares ya proyectadas por Bush y que el actual presidente va a instalar en Colombia (país por cierto cuyo más que sospechoso gobierno cuenta con todas las bendiciones del Pentágono y de la Casa Blanca) permiten concebir pocas esperanzas. Golpes de estado y bases militares, en efecto, parece ser todo lo que el Nobel de la Paz tiene que ofrecer. Como siempre.

No creo que los bienintencionados parlamentarios noruegos escucharan con agrado las palabras de Obama en defensa de las “guerras necesarias”. Hace poco he tenido ocasión de ver la película City of life and death, título que ha recibido internacionalmente la producción china Nanjing! Nanjing!, prodigiosa y sorprendente obra maestra que ha sido dirigida por Lu Chuan y que recibió la Concha de Oro en el último Festival donostiarra. En un excepcional blanco y negro, la película describe la ocupación de Nanking por el ejército imperial japonés en 1937. ¿Es posible, se pregunta uno después de verla, que pueda haber alguien convencido de la necesidad de la guerra? Pues sí, y nada menos que un Nobel de la Paz.
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