viernes, 25 de diciembre de 2009

LECTURA POSIBLE / 3


ESCARLATINA EN LA MONTAÑA MÁGICA


La benemérita editorial Acantilado, a la que debemos la edición de gran parte de la obra de autores como Stefan Zweig o Joseph Roth (a veces en primeras traducciones al castellano), tuvo a bien regalarnos hace unos años una colección de relatos del primero de los autores citados bajo el título de Noche fantástica. De los relatos incluidos en este volumen me quedo con el que le da nombre y con Escarlatina, que es casi una novela corta. Cuanto mejor vamos conociendo la obra de Zweig más sorprendente nos resulta este autor que gozó de enorme éxito en las primeras décadas del siglo pasado y que ocupó un lugar central en la literatura europea hasta que los bárbaros llegaron a Alemania, momento en el que inició el camino de un incierto exilio que a él le llevó a Brasil y más tarde al suicidio, siendo ya para entonces un autor prohibido y olvidado al que lenta, felizmente, recordamos ahora.
Bastaría que Zweig hubiera escrito sus memorias, a las que llamó El mundo de ayer (también editadas en Acantilado), para merecer que le recuperáramos de tal olvido, pero sucede que fue un autor sumamente prolífico que tocó todos los géneros, incluidos los habitualmente vedados a la creación literaria, como por ejemplo la ópera. A estas alturas las obras de Zweig ocupan ya un buen trecho de los estantes de cualquier buena biblioteca, y lo que más sorprende es que no haya entre tal cantidad de obras una sola que resulte desdeñable, que carezca de interés o que deje indiferente. ¿Cuál era el secreto de Zweig? Quizá la respuesta debería orientarse en esta dirección: él fue un lúcido, culto e independiente espectador de su tiempo, debiéndose hacer notar aquí que el adjetivo independiente no implica en su caso nada parecido a un aristocrático desdén hacia la realidad, sino todo lo contrario: Zweig tomó partido, se comprometió (en el mejor sentido que tiene esta palabra hoy tan devaluada) con ideas y personas, sobre todo con personas, siendo sin duda esto último lo que hace que hoy sea tan moderno y accesible. Zweig, por lo demás, fue un heredero consciente y riguroso de esa gran corriente literaria que, hasta la llegada de los bárbaros, fue la alemana.

El relato o casi novela corta Escarlatina (Scharlach) se publicó por primera vez en 1908. Cuenta la historia de Bertold Berger, un modesto joven de provincias que se traslada a Viena para estudiar medicina. Siendo de carácter apocado y retraído, el joven no se adapta al esplendor y a las miserias, a las luces y sombras de la vida mundana. Un desgraciado episodio amoroso le aparta aún más del mundo al que debería integrarse, y finalmente cree poder encontrar un sentido a su vida cuando vela durante unas noches a la hija de la patrona de la casa en que está alojado, la cual padece la enfermedad que da título al relato. La joven se recupera, insinuándose entre ellos el nacimiento de un afecto que promete al héroe un futuro que poco antes le resultó inimaginable. A los pocos días descubre los primeros síntomas de la enfermedad, de la que se ha contagiado y que termina con él rápidamente, ya que “esto es lo que ocurre con casi todas las enfermedades infantiles: los niños las superan y los adultos se hunden con ellas”.
El tono, el estilo y la atmósfera están muy en la línea de la literatura alemana, y, siendo como es Escarlatina una novelita, participa sin embargo plenamente de ese gran aliento, filosófico y romántico, que es propio del Bildungsroman o “novela de formación”. El argumento recuerda inmediatamente a La montaña mágica, que se publicó en 1924, y no tengo duda de que Thomas Mann conocía el relato de Zweig, con el que comparte todo lo esencial, empezando por el carácter y la edad de los protagonistas (la edad en la que se le pide todo a la vida). Igual que Escarlatina, La montaña mágica también tenía que ser una novela corta, la cual, sin embargo, y como a veces sucede (fue el caso del Quijote), cobró vida propia. Resulta curioso que tal parentesco no haya merecido la atención de los estudiosos de la novela de Mann, para quienes el origen de la misma se encuentra en una visita hecha por el autor a su esposa en un sanatorio de Davos, donde ella se reponía de una dolencia pulmonar. El director de la institución también detectó en Mann una afección del pecho, y le invitó a que ingresara en el sanatorio durante una temporada, a lo que él se negó en redondo. De tal contacto con la enfermedad Mann salió indemne y por eso pudo escribir su libro, pero no así el protagonista de Zweig ni tampoco su Hans Castorp, estos intrépidos escaladores de sus respectivas montañas mágicas, estos perseguidores de felicidad que tan familiares nos resultan, que se fueron tan pronto y que sin embargo vivieron y experimentaron todo lo que le es dado vivir y experimentar al hombre, todo excepto quizá (mejor para ellos) la fatiga que es propia de la vida cuando se prolonga en exceso.

No corresponde citar aquí lo que los bárbaros decían de Zweig y Mann, pero sí lo que Georg Lukács afirmó respecto al autor de La montaña mágica, al que consideró “el último novelista burgués”. Visto lo visto, y con la perspectiva que nos da el tiempo, hoy podría reducirse sin grave riesgo la opinión de Lukács, afirmando sencillamente que Thomas Mann fue el último novelista. Hay, por supuesto, un camino en la literatura, y no sólo en la literatura: también en el pensamiento, en la historia y en la tragedia de Europa, un camino que conduce de Zweig a Mann; del Imperio Austro-Húngaro a la República de Weimar y a lo que vino después; del falso orden de la sociedad corporativista de Francisco José al caos, y otra vez (ya que la historia se repite) al falso orden actual. Por eso Zweig y Mann son decididamente nuestros contemporáneos, como lo son también sus creaciones, estos humildes Bertold Berger y Hans Castorp, cuyo destino ya se les anunciaba, cuando aún florecían, en la canción de Schubert que el último de ellos escuchaba en el sanatorio al que había ido por unos días para visitar a su primo enfermo: Der Lindenbaum (El tilo), canción que Hans Castorp volvió a tararear cuando, ya soldado y sabio, avanzaba entre las trincheras para perderse enseguida, como si su vivaz persona no hubiera existido, entre el humo de la guerra y de la vida. Y así, el árbol en el que una vez el poeta grabó el nombre de su amada no invita hoy sino a la extinción:
Sus ramas murmuraban,
como llamándome…
Aquí encontrarás descanso.

Los interesados en la relación de Stefan Zweig con la música pueden consultar este artículo que escribí hace tiempo para la revista Filomusica.

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