viernes, 5 de febrero de 2010

DISPARATES / 8


DEL BOOM AL CRACK

The Financial Times, oráculo infalible de Occidente, ha descrito en términos bastante oscuros el futuro de la economía en nuestro hermoso y soleado país, siguiendo así los pasos de otros artículos de la misma publicación y de The Economist el año pasado. “Una torpe España debe guiar a Europa”, se ha escrito allí en referencia a la actual presidencia transitoria de la Unión Europea. Dejando aparte el hecho de que unos piratas informáticos consiguieran colar a Mr. Bean en la página web de la presidencia española, a pesar de los 12 millones de euros que el gobierno paga a Telefónica por el mantenimiento de dicha página, parece ser que esta vez los chicos de las altas finanzas van en serio, si bien algunas de sus clarividentes observaciones no constituyen ninguna novedad para el indígena medio. Así, en efecto, que Rodríguez Zapatero, como su política, es “extraordinariamente anodino” es una revelación un poco tardía para los españoles, que ya saben algo de eso. Otra cosa muy diferente es que estos agoreros anglosajones dispongan de alguna receta o paliativo aplicable a nuestro caso.

Hace unos días, mientras el teólogo Zapatero rezaba en Washington, los hombres de negocios Pedro J. Ramírez y Adolfo Domínguez reclamaban con entusiasmo el despido libre como única solución a los males que nos aquejan, especialmente para combatir el paro. Y es que después de la experiencia de esta crisis a la que nos han llevado las políticas neoliberales, algunos demuestran a diario su nula imaginación insistiendo en la necesidad de seguir aplicando las mismas políticas, que en tiempos difíciles, y naturalmente hoy, como siempre, exigen el recorte del gasto público y la reforma laboral, entendiéndose por gasto público el paquete en el que van incluidos todos los subsidios sociales (por cierto que España es uno de los países de Europa que destina menos dinero a este capítulo de su presupuesto), y entendiéndose por reforma laboral el abaratamiento del despido. Por primera vez se habla abiertamente de recortar las pensiones y de revocar otras medidas sociales, ya que se parte de la premisa indiscutible de que los responsables de la crisis son los trabajadores, y en buena lógica son ellos los que deben pagar las consecuencias. Mientras tanto, el mismo día en que la pareja Ramírez & Domínguez formulaba sus exigencias, la prensa informaba de que el año pasado el Banco de Santander ha vuelto a batir su récord de beneficios, repartiendo esta vez entre sus accionistas la nada desdeñable cantidad de 9.000 millones de euros.

Una vez concluido el boom inmobiliario, el futuro crack de la economía española señalará algo más que el fracaso de la política económica seguida en las últimas décadas por el binomio PP-PSOE. No se podían figurar los tecnócratas del Opus Dei que a mediados de los años 50 del siglo pasado concibieron aquel proyecto económico que debía colocar a España en Europa (una vez cumplido el necesario trámite del fallecimiento del Caudillo) que su modelo, intacto, iba a seguir vigente en la segunda década del siglo XXI. Aquel proyecto de desarrollo se basaba en el auge de la construcción y el turismo, y en una modesta industrialización favorecida por la mano de obra barata, la ausencia de sindicatos y la privación de derechos laborales. Además, el modelo se benefició en sus inicios de una alta natalidad que hacía viable la Seguridad Social, así como de una emigración masiva a Europa que mantenía en términos razonables el índice de desempleo y que tuvo un segundo efecto favorecedor de los intereses de aquellos tecnócratas: la entrada de divisas procedentes de los emigrados. El crecimiento económico, en condiciones tan ventajosas, fue imparable, y permitió al español medio acceder a la sociedad de consumo (coche, electrodomésticos, vivienda), lo que a su vez hizo posible la perpetuación del franquismo hasta su muerte biológica, y más allá, su sucesión. Los economistas de entonces, sin embargo, no fueron muy optimistas con respecto al plan ideado por los discípulos de Monseñor Escrivá de Balaguer, ya que se apoyaba en dos sectores particularmente inestables (por su dependencia de factores externos de difícil o imposible control): la construcción y el turismo, sectores además muy proclives a la corrupción; y por la gran disparidad de las rentas obtenidas por el capital y las obtenidas por el trabajo. Los previsibles conflictos sociales originados por dicha disparidad fueron más tarde, ya con España en la Unión Europea, ahogados por medio de un fortalecimiento del consumismo y de la (in)cultura a él asociada (mejores coches, segunda vivienda en el campo o en la playa, ocio de vacaciones y electrónico), segunda etapa de crecimiento que fue posible gracias a los capitales venidos de fuera, esta vez en concepto de Fondos de Cohesión y de enormes inversiones inmobiliarias de origen más que dudoso.
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Si exceptuamos la retirada de inversiones extranjeras provocada por la adquisición de derechos laborales y por el surgimiento de otros mercados de mano de obra más barata, el modelo económico (incluida la fiscalidad) permanece hoy intocable, en virtud de esa creencia tan española de que es mejor dejar las cosas como están y de la convicción de que la economía que hemos heredado es de mírameynometoques. Incluso los escándalos financieros que crearon algún que otro sobresalto en los años terminales del franquismo, tales como Sofico y Matesa, recuerdan por sus características a los escándalos con que nos desayunamos hoy cada mañana.

Decía Grocio que las cosas ocurren en el tiempo, pero no por el tiempo. Quienes creyeron que la economía española adoptaría otras formas, otra vitalidad, otros hábitos, por el simple paso de los años, dejando ir libremente al Santísimo Mercado, no habían leído a Grocio, ni sabían que las grandes transformaciones son producto de la creatividad humana. De ahí que el viejo proyecto desarrollista haya adquirido en la actualidad la forma de una economía de rasca y gana en la que los inmigrantes son mano de obra para usar y tirar, economía por cierto muy ligada, además de a los intereses de toda la vida, a los dos partidos hegemónicos y a la empresas que, por el uso y abuso del clientelismo, el tráfico de influencias y las privatizaciones, se les han asociado. Dice ahora Mariano Rajoy que se respiran “aires de cambio”, pero este cambio no afectará a la economía, que ni ha cambiado en setenta años ni es de esperar que vaya a cambiar ahora, entre otras cosas porque la economía de Rajoy, como la de Zapatero, es la misma que planearon aquellos lejanos tecnócratas a mediados del siglo pasado. Al fin y al cabo, los beneficiarios de este estado de cosas son ahora los mismos de entonces, o tienen al menos los mismos apellidos, y, como sus padres y abuelos, la misma reticencia a toda revisión de la economía, de la que creen, no sin razón, que saldrían perjudicados. Si los políticos de hoy no han hecho nada para cambiar el modelo económico en más de treinta años, ¿por qué iban a querer hacerlo ahora? Y sin embargo, tal vez entre ellos mismos empiece a despertarse en el momento presente la conciencia de que este caduco y agotado modelo, trapo sucio lleno de agujeros y remiendos, que ha sido exprimido hasta la extenuación, requiera ser revisado, aunque sólo sea por aquello de que los grandes trastornos políticos suelen ir aparejados a no menos grandes desastres económicos. Pues parece que sólo un desastre en el ámbito de la economía podría quebrar este bipartidismo y esta alternancia que nos afligen. Ya no en interés de los ciudadanos, sino de los mismos PP y PSOE, estos políticos nuestros deberían atender a las peligrosas señales que vienen de la economía. A menos que seamos nosotros los que tomemos en serio las recomendaciones de Ramírez & Domínguez y adoptemos por fin el saludable derecho al despido libre… de los políticos.

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