martes, 2 de octubre de 2012

LECTURA POSIBLE / 75


SIMON LEYS EN CASTELLANO

“Los novelistas son los historiadores del presente, los historiadores son los novelistas del pasado, y todo escrito que presente cierta calidad literaria aspira esencialmente a ser poema”. Estas palabras, escritas por Simon Leys en 2005, y que vienen a constituir una especie de máxima a la que, formulada en modos y contextos variados, se ha referido abundantemente el autor, sirven también de pórtico a su propia obra, de gran influencia desde hace décadas en las letras francesas y que sólo recientemente ha empezado a ser difundida entre el lector español. Porque sucede que Leys tiene mucho de novelista, de historiador y de poeta, a lo que habría que añadir una faceta aún más rara en nuestros tiempos: la de recopilador, ya que Leys, a la manera de un paciente copista medieval, lleva toda su vida (nació en 1935) reuniendo anécdotas, observaciones y cuentos de la más diversa procedencia que han podido pasar inadvertidos a generaciones de lectores, pero que en sus manos son una fuente tan placentera como inagotable de conocimiento. Un conocimiento olvidado y paradójico en su mayor parte, el cual conforma en sus artículos un puzle de perspicaces intuiciones propias y ajenas. Leys, partiendo de lo pequeño, de lo menudo, casi de lo insignificante, acaba por transmitirnos, como sucedería en una conversación inteligente con un maestro, una visión completa de la vida.

Pero nuestro autor no es propiamente novelista, ni historiador, ni poeta, y ni siquiera se llama Simon Leys. Su nombre verdadero es Pierre Ryckmans, y según ha expresado con frecuencia sus campos de acción, los que de verdad domina, son la cultura china, la literatura y el mar. La suya es sobre todo la obra de un articulista que ha encontrado su voz personal en el pequeño formato, dedicado casi siempre a la reflexión sobre lo pensado y escrito por otros, pero con una concisión y una capacidad de síntesis posiblemente únicas en este afligido tiempo en el que, entre otras resurrecciones del pasado, ha vuelto a ponerse de moda el mamotreto. Las píldoras, o por mejor decir: las perlas de Leys han aparecido desde hace más de cuarenta años en todas las publicaciones literarias francesas que merecen tal nombre, lo que incluye La Quinzaine Littéraire y Le Magazine Littéraire, además de la Nouvelle Revue Française. Son por lo general lecturas que guardan algún pequeño tesoro en cada párrafo, y a cuyo término el lector debe concederse un descanso, tal es el grado de curiosidad y de sugerencia que lo leído le despierta. Y es que Leys domina el difícil arte de enseñar, de transmitir información, y de suscitar el examen de los asuntos más dispares desde ángulos novedosos. Es posible que a la lectura de alguno de sus textos se obre el milagro y que en la mente del descuidado lector se oiga un ligero chasquido a medias de orden físico y a medias mecánico. No hay que preocuparse, ya que se trata de una vieja maquinaria que tras mucho tiempo en desuso vuelve a funcionar: como sucedía en El informe para una Academia de Kafka, donde se demostraba que “el simio habla”, aquí ocurre que el lector piensa.

En los últimos meses la editorial Acantilado ha puesto a disposición del lector español tres libritos de Leys, de los cuales el primero es una colección de artículos aparecidos en diversas publicaciones; el segundo constituye la narración casi periodística de unos hechos atroces ocurridos a principios del siglo XVII; y el tercero, que nos muestra al Leys recopilador, reúne tres textos escritos acerca de (y por) el autor de La cartuja de Parma.

El texto que da título a La felicidad de los pececillos nos habla de la vida y de lo poco que llegamos a saber de ella, así como de los procedimientos por los que llegamos a saber algo. “La literatura”, escribió Valéry, “es una venganza del esprit de l’escalier”, como nos recuerda Leys. O sea, la vida nos somete regularmente a exámenes en los que con frecuencia merecemos el suspenso, ya que nuestra capacidad de respuesta es torpe y limitada. La totalidad de la literatura se erige frente a esta impotencia nuestra como un intento vengativo de responder con la letra impresa a las preguntas que la vida nos hace y que no hemos sabido responder previamente. Reflexión que el autor completa con un apólogo formulado hace dos mil trescientos años por Zhuang Zi, en respuesta a una observación de su maestro de lógica. La Verdad, termina por afirmar parafraseando a Hannah Arendt, “no es un resultado de la reflexión, sino su condición previa”. Por este pequeño volumen transitan numerosos personajes que ocupan un lugar destacado en el pensamiento de Leys, entre ellos Confucio, Claudel, Samuel Johnson y Sartre. Este último ya parecía llevar su Verdad incorporada antes de enunciar su filosofía existencialista, la cual le fue confirmada a la salida de un cine. En efecto, tras disfrutar de una película en la que al final no queda ningún hilo suelto, el autor de Les mots comprueba anonadado que la realidad de la calle, carente de un guionista experto, no es más que un fluir desconsiderado y caótico de hilos sueltos, sin sentido alguno. También Leys, tratando de armonizar dos de sus amores, se zambulló en la obra de Sartre en busca de todo lo que éste hubiera escrito acerca del mar. Zambullida meritoria pero de escaso fruto, ya que sólo fue capaz de expurgar tres pasajes, en los que además el líquido elemento no desempeñaba un papel muy brillante. Más extraño es lo que nos cuenta de Joseph Conrad, que no sabía nadar y que se mareó espantosamente cuando cruzó el Canal de la Mancha en su luna de miel, cosa que divirtió mucho a su reciente y no mareada esposa. El volumen incluye una Sonata para piano y aspirador cuyo intérprete es el pianista Glenn Gould y una conferencia titulada Mentiras verdaderas que el autor pronunció ante la corte suprema australiana (Simon Leys vive en Sydney, en cuya Universidad da clases de literatura china).

Los náufragos del «Batavia» es una excelente muestra del Leys narrador. En 1629 el Batavia, barco propiedad de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, se estrelló contra un arrecife de coral cerca de la costa australiana. El representante del armador y el capitán se embarcaron en una chalupa con la intención de llegar a Java en busca de auxilio, lo que aprovechó el ex boticario y prófugo Cornelisz para implantar una feroz dictadura sobre los doscientos supervivientes del barco, que se habían instalado en los inhóspitos islotes de las Houtman Abrolhos. Pocas veces una aventura marina se habrá narrado más fielmente y con mayor abundancia de detalles, lo que al fin viene a ser una de esas paradojas a las que Leys es aficionado, ya que de hecho su libro sobre el naufragio del Batavia, en el que trabajó por un período de dieciocho años, nunca se publicó, y ni siquiera lo escribió. Sucede que Leys conoció la historia en 1970, cuando se instaló en Australia. Entonces el asunto era de actualidad a causa de unos recientes descubrimientos arqueológicos que dieron a conocer al mundo cómo era la vida en uno de esos gigantescos barcos. En los años siguientes, con la paciencia que es propia de quien está persuadido de lo importante que es para la creación artística la cosa mentale, es decir, el tiempo que el artista dedica no a pintar, o a escribir, sino a madurar las ideas que más tarde reproducirá por medio de su técnica, Leys se dedicó a reunir todo el material disponible acerca del Batavia. No hace falta decir que en su mente el libro sobre el naufragio iba a ser el gran e indiscutido monumento de su por lo demás dispersa y voluntariamente humilde obra literaria. El asunto ya estaba casi maduro cuando, después de casi dos décadas, se publicó en 2002 La tragedia del Batavia, novela de Mike Dash que decía todo lo que había que decir sobre aquel hecho histórico y que hacía plena justicia al acontecimiento en cuestión. Leys desistió en el acto de redactar su libro y en su lugar decidió escribir el relato que comentamos, que, junto a unas breves páginas dedicadas propiamente al naufragio, cuenta en realidad la historia de la gestación del libro que nunca escribió.

En Con Stendhal, Leys nos presenta tres textos ajenos, siendo él responsable únicamente de su selección. El primero, que es también el más extenso, es el epitafio que Prosper Mérimée escribió a la muerte de su amigo Henry Beyle. Y digo Henry Beyle y no Stendhal porque Mérimée fue muy amigo de aquél, pero despreció a éste. Ciertamente ambos viajaron juntos con frecuencia y mantuvieron una casi constante amistad desde que se conocieron en 1820, pero a Mérimée la obra de su amigo le dejaba frío. Así, las palabras que le dedica sobre su tumba se refieren a la persona, y no al escritor. El Stendhal que describe Mérimée es un hombre tempestuoso y voluble, seguidor a ultranza de una lógica que sólo conocía él y que ni el más cercano de sus allegados podía descifrar. Mujeriego empedernido, el hombre Beyle vivió con pasión aventuras no inferiores a las que narró el escritor Stendhal, quien se definía como un “observador del corazón humano”. El segundo texto se titula Un viaje por el río en compañía de Beyle y es obra de George Sand. Tampoco a ésta le interesaba lo más mínimo la obra de su compañero de viaje, de quien sin embargo afirmaba “que no era malo”, aunque se esforzaba por parecerlo. El viaje por el río al que se refiere el título lo hizo Sand de Lyon a Aviñón con su amante de entonces, Alfred de Musset. Todos ellos se dirigían a Italia, pero Stendhal se separó de la pareja para continuar por tierra (he aquí otro escritor que detestaba el mar). El volumen se cierra con Los privilegios, conjunto de artículos que el propio Stendhal escribió en 1840, poco antes de sufrir una apoplejía. Son textos disparatados que pasan con frecuencia del más desatado humor al dramatismo. Las tres partes del libro están anotadas por Leys con el ingenio que cabía esperar e incorporan diversas ilustraciones, todo lo cual hace de éste, como de los otros libros reseñados, una necesaria introducción a la obra, proteica, siempre estimulante, de Simon Leys, de quien todavía queda mucho por traducir.

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