martes, 8 de enero de 2013

LECTURA POSIBLE / 83

EL POBRE DERROCHADOR, DE ERNST WEISS

En una novela que nunca se ha traducido al español, el médico y asesino Georg Letham purga su crimen (el homicidio de su esposa) en un exótico paraje de América del Sur, la colonia penal de la Isla del Diablo, a cuyas extremas condiciones sobrevivieron en la vida real sólo unos pocos, entre ellos el anarquista Clément Duval y el capitán Alfred Dreyfus, protagonista a su pesar del célebre caso al que dio nombre. Georg Letham, Artz und Mörder se publicó en Viena en 1931. Y cinco años después apareció El pobre derrochador en la editorial Querido, de Amsterdam, aquella editorial que fue refugio durante algunos años de la emigración alemana, novela que también tenía a un médico por protagonista y al que igualmente su autor hizo sufrir una especie de condena, aunque esta vez sin culpa, o al menos sin culpa conocida.

Ernst Weiss, autor de ambas obras, al que ya nos hemos referido aquí a propósito de su novela corta Jarmila, explicó en su correspondencia que El pobre derrochador, a diferencia de la novela precedente, carecía “de acontecimientos fuera de lo normal, de grandes personajes, de ratas, de tifus exantemático; lo que intento presentar es, más bien, el tono de una narración y la amarga verdad de la realidad cotidiana”. La novela fue elogiada por Alfred Döblin, que por aquel entonces ejercía de médico en un barrio obrero de Berlín, y para quien la obra, “más que una novela, es una narración; el libro informa, y uno tiene la sensación (gran alabanza) de que todo podría ser verídico”. Por su parte, Albert Ehrenstein vio en ella un “compendio extraordinariamente interesante de la imagen del alma humana”, lo que venía a hacer de El pobre derrochador “una necrológica de la vida perdida de toda una generación”. La obra tuvo una buena recepción en las revistas que publicaban los exiliados alemanes en Moscú, Internationale Literatur y Das Wort. Sin embargo, tras la guerra el libro cayó en el olvido más absoluto, del que sólo fue rescatado en 1965 por la editorial Claassen de Alemania Occidental y en 1967, en la RDA, por la editorial Aufbau. Entre nosotros fue publicada hace unos años por Siruela.

En el epílogo a la edición que comentamos, Peter Engel nos cuenta que se encontró con Weiss en 1935 en Berlín, ciudad a la que éste, que ya llevaba dos años exiliado en París, había vuelto para ser tratado de una úlcera de estómago y para comprobar si le sería posible publicar en la Alemania nacional-socialista. Por desgracia, la existencia del exiliado en París no era nada fácil, y allí subsistía a duras penas con la ayuda que regularmente le enviaban Stefan Zweig y Thomas Mann. De vuelta en París, Weiss pide por carta a un amigo el envío de ciertos libros sobre oftalmología y cirugía que necesita para redactar la obra en la que está trabajando, la cual culminaría en sólo tres meses, y que dedicó a Stefan Zweig. Más tarde dedicaría a Thomas Mann su última novela, El seductor, que se publicó en Zurich en 1938, dos años antes de su suicidio en París, el mismo día (15 de junio) que las tropas nazis entraron en París.

El pobre derrochador está escrita en primera persona, y su protagonista-narrador, cuyo nombre desconocemos, es hijo de un eminente oftalmólogo austríaco. A la manera que es propia de una novela de formación, el protagonista nos narra su infancia a la sombra de un padre por el que siente devoción y que se complace en mostrarse tiránico con él. Este hombre, el padre, médico de éxito, planeará sobre toda la existencia de su hijo, a quien, en contra de sus inclinaciones, orientará hacia el ejercicio de la oftalmología, a la que el narrador deberá consagrarse en la clínica familiar. Sin embargo, la relación paterno-filial descrita por Weiss está lejos de explicarse con una sencilla fórmula (padre castrador=hijo sin carácter), y más bien está repleta de complejos y sutiles matices que permitirán aparecer al padre como buen consejero frente a los desvaríos del hijo, el cual a su vez ejercerá una suerte de tiranía sobre otros personajes, en especial su esposa, antigua sirviente de la familia.

El padre representa un principio de autoridad propio de la época, el del paternal y clemente emperador, quien puede ejercer su poder “porque nada ni nadie se lo impide”, o como escribió Eherenstein: “porque el destino del joven está ya inscrito en el amor-odio hacia ese padre de tamaño sobrenatural que limita, impide, retrasa, aplasta el crecimiento psíquico de su hijo, quien lo idolatra y, sin embargo, lucha inconscientemente con él”. Esta relación, perfilada ya desde la infancia, se enriquece en lo sucesivo con nuevos episodios que terminan por configurar una especie de cuadro clínico que habría podido ser atendido por la especialidad a la que el hijo, en contra de la opinión del padre, se sentía llamado: la psiquiatría. A ésta, que ejercía en el protagonista una poderosa fascinación motivada por una experiencia infantil, pudo finalmente dedicarse durante uno de los períodos en que estuvo libre de la autoridad del padre. El otro período al que nos referimos, anterior al de su ejercicio de la psiquiatría, fue el de la Gran Guerra, que llevó al protagonista hasta los Cárpatos y que concluyó de manera abrupta cuando resultó gravemente herido.

Mención aparte merecen las dos mujeres que, como polos opuestos, fluctúan en la existencia del protagonista, quien concebirá con ambas sendos proyectos de vida liberadores de la figura paterna, siempre frustrados. La primera, Vally, es la sirvienta de la casa, quien, pese a su mayor edad, es tan inexperta en materia amorosa como el narrador. El idilio entre ellos concluye cuando, ya casados, él comprende haber sido víctima de un engaño, precisamente el falso embarazo que fue causa del matrimonio y que acarreó varias consecuencias, entre ellas la de que el protagonista perdiera el derecho a su herencia. El hijo esperado nace más tarde de lo previsto, y Vally volverá a convertirse con el tiempo en la criada de la casa. La otra figura femenina es la mundana, millonaria y caprichosa (pero a la vez ya casada) Eveline, con la que el protagonista vivirá su correspondiente idilio en la clínica psiquiátrica en la que éste ejerce en el breve período en que se ve libre de la oftalmología. Pues Eveline está enferma, y el suyo es además un mal hereditario que no dejará de afectar al médico ulteriormente. Quizá la pasión experimentada por el narrador hacia este personaje, por lo demás inolvidable, como también lo es la sacrificada Vally, sea consecuencia del hecho de que ella pertenece a una esfera totalmente ajena a la del padre, lo que convierte también a esta relación, y a los insalvables obstáculos que deberían vencerse para consumarla en su integridad, en nuevos y feroces episodios del combate entre éste y aquél.

Otro personaje notable es Pericles, el filosófico amigo de la infancia con el que el protagonista se tropezará en las circunstancias más diversas, al que terminará salvando de la muerte y de la locura y que en la última parte del libro reaparecerá no ya como un nuevo y profético Nietzsche, sino como un odioso y triunfal representante del nuevo orden. Este nuevo orden, sobrevenido en los duros años de la inflación y la escasez, anuncia un tiempo de terror que cuando Weiss escribía era ya el suyo, y al que de ningún modo podían sentirse (ni el autor ni su personaje) afines. Lo que viene a ser una razón más para el desengaño y el extrañamiento del protagonista.

¿Y, en resumen, qué es lo que derrocha generosamente, como una y otra vez le recrimina su padre, este amante y psiquiatra frustrado? Pues ni más ni menos que la vida, ese conjunto de ilusiones, amores, iras e impulsos de toda índole puestos casi siempre en el lugar equivocado, y por los que muy poco o nada recibe a cambio. En último extremo, la inadaptación del personaje, dotado de unas potencialidades que nunca llegan a cuajar en nada, no sólo es producto de la sombra perenne del padre, sino también del desvanecimiento de una época. El libro, como se desprende de lo anterior, contiene un preciso retrato psicológico del personaje en cuestión, el cual permanecerá por siempre tan innominado como desvalido, pero también de su tiempo y de las aprensiones que éste suscitaba. Con no menos mano maestra el autor ha trazado a los personajes secundarios, lo que incluye a Judit, una de las hermanas del protagonista, a la madre de ambos y por supuesto al padre, cuya grandiosidad se acrecienta con la impotencia del hijo y que incluso, todavía en su vejez, conserva la estatura colosal de aquel otro padre al que Kafka, amigo de juventud de Weiss, escribió una memorable carta. No es extraño que algunos críticos, tras la recuperación de esta novela escrita sencillamente y que da mucho que pensar, la hayan considerado una de las más importantes del siglo pasado en lengua alemana.

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