martes, 15 de enero de 2013

LECTURA POSIBLE / 85


TRES HISTORIAS DE CHÉJOV

Taganrog, entre el Mar de Azov y la estepa, era en 1860 una pequeña población portuaria. Disponía de una calle principal de casi cien metros, sin asfaltar, y de una pujante minoría griega dedicada al comercio. Uno de los miembros de la paupérrima comunidad rusa de Taganrog era Pável Yegórovich Chéjov, hijo de un hombre excepcional que, habiendo nacido esclavo de un terrateniente, consiguió comprar su libertad y además aprendió a leer y a escribir. Más tarde el zar Nicolás II abolió la esclavitud, lo que permitió a los campesinos ser dueños de sus cuerpos. Las tierras, sin embargo, seguían siendo propiedad de los mismos amos, que cedían a los ex esclavos pequeñas parcelas a cambio de su trabajo y de unos elevados impuestos, razón por la cual la vida para muchos, sometidos a eternos trabajos y a no menos eternas deudas, se volvió aún más miserable. Pável Yegórovich prosperó. Era un hombre devoto que se convirtió en director del coro de la iglesia y que, tras ser chico de recados y empleado de un comercio, consiguió abrir su propia tienda de comestibles y mercería. A atender el establecimiento le ayudaban sus seis hijos, todos ellos criados a golpes de látigo, los cuales, en los ratos que les dejaban libres la tienda y la escuela, debían acudir a la iglesia para ensayar cantos religiosos a las órdenes de su padre. Uno de ellos, llamado Antón, estudiante de medicina en la Universidad de Moscú, se había convertido en 1885 en un escritor que empezaba a tener cierta fama, por lo que fue invitado a colaborar en un importante periódico de San Petersburgo, el Nóvoye Vremia. Antón Chéjov, que tenía veinticinco años, escribió entonces una carta a su amigo el escritor Alexei Suvorin, en la que le aconsejaba: “Escribid el cuento de cómo un joven, hijo de un siervo, que ha trabajado de empleado en una tienda, ha cantado en el coro de una iglesia, ha estudiado en un instituto y en la universidad, que ha aprendido a respetar los grados, a besar la mano a los sacerdotes, a someterse al pensamiento ajeno, a dar las gracias por cada trozo de pan, y que se ha visto obligado a acudir a la escuela sin chanclos, elimina después de muchos sufrimientos, gota a gota, al esclavo que hay en él, y un buen día siente que por sus venas ya no corre sangre de esclavo, sino sangre verdadera, sangre humana”.

Hoy la correspondencia entre Chéjov y su amigo Suvorin es bien conocida, y resulta indispensable para comprender cómo el autor de Tío Vania se despojó de todo lo que juzgaba superfluo para alcanzar la máxima sencillez, la misma que nos sigue cautivando en cada uno de sus cuentos y novelas, como también en su teatro. De cómo un escritor llega a la sencillez es precisamente de lo que trata toda la obra de Antón Chéjov.

Hasta 1890, cuando nuestro autor viajó a la colonia penitenciaria de Sajalín, su naciente prestigio se basaba principalmente en los relatos humorísticos que publicaba en las revistas literarias, unos relatos constreñidos por el limitado espacio que se imponía al autor, y por los que se extendió la creencia de que a éste, dotado extraordinariamente para la vis cómica, le faltaba en cambio talento para la literatura seria. Esta “seriedad” de la literatura rusa venía de antiguo, y procedía de la frase acuñada por Nikolái Nekrásov según la cual “poeta no puedes ser, pero ciudadano has de serlo por fuerza”, idea esta que vinculó a la literatura rusa con el despertar de una conciencia social y nacional. Que los primeros lectores de Chéjov no entendieron su obra, que sólo vieron en ella la sátira, y no la denuncia de una sociedad cruelmente jerárquica e injusta, es algo que ilustra su célebre relato La muerte de un funcionario, en el que su protagonista, hallándose en el teatro, estornuda sin querer sobre la calva de un burócrata de rango superior, de lo que resulta una humillación pública que el protagonista no puede soportar y que le cuesta la vida. El tono humorístico del relato, la misma ridiculez de su protagonista, constituyen una crítica social impactante y que acaso la censura no habría tolerado si la historia se hubiera presentado de otro modo.

El éxito de Chéjov le permitió disponer de más espacio en las revistas, a lo que se debe la redacción de algunas narraciones que, siendo todavía de extensión breve, contienen ya algo más que cuadros satíricos, y en las que el autor se las ingenió para introducir todos los elementos propios de la novela, para cuya exposición otros autores habrían requerido las consabidas quinientas páginas del mamotreto decimonónico. Así sucede con La estepa (1888) y El reino de las mujeres (1894).

La primera de estas novelas cortas fue saludada con entusiasmo por diversos autores, entre ellos Vsévolod Garshín, quien escribió que “en Rusia ha nacido un nuevo gran escritor”. Y es que esta obra maestra ya reúne los requisitos que se exigían a una novela seria, aunque ciertamente presentados al público de una manera completamente nueva. Cuenta la historia del viaje en carro hecho por su protagonista, un niño, a través de la estepa. Al niño, que va a ingresar en un instituto, le acompañan un pope y su tío, los cuales aprovecharán el viaje para vender unos fardos de lana. La narración carece propiamente de argumento: no hay clímax, ni conflicto, ni episodios singulares, pero la carencia de todo ello no impide que el relato sea literalmente vivido por el lector con la mayor tensión, ni que nos muestre toda la realidad de la estepa y de sus habitantes ni que nos sitúe en el centro de la subjetividad de este infante que experimenta su particular iniciación en un nuevo e incierto período de su vida. Se trata de una narración experimental que establece ya, de una vez por todas, los procedimientos que Chéjov empleará en el resto de sus novelas cortas, y lo que es más sorprendente: también en su teatro. Pues en efecto la narración transcurre en un presente continuo (sólo interrumpido por las cabezadas del protagonista en lo alto del carro) y en un mismo espacio físico; y si en conjunto no responde a las tan traídas y llevadas tres unidades aristotélicas es porque aquí no existe el famoso tema único, ya que durante la misma no ocurre nada de lo que la literatura clásica consideraba “trascendental”.

Cuestión aparte, en la misma narración, la constituye el punto de vista chejoviano, que nos hace presenciar la historia a través del protagonista y es causa de que ésta adopte la forma que corresponde al relato de un niño. Así, “retenía sólo imágenes como de cuentos, de fantasía. Además, todo lo que había alrededor no predisponía para pensamientos corrientes”. En esta atmósfera de cuento infantil, aparece el pájaro que los habitantes de la estepa llaman “dormilón” y que dice “spliú, spliú, spliú” (duermo, duermo, duermo), palabras que más tarde, plenamente identificado ya con el entorno, repetirá el niño en su carro, convertido así también él en personaje estepario. Del mismo modo, los postes del telégrafo son “lapiceros hincados en la tierra”, los cardos corredores empujados por el viento “tienen miedo”, la lluvia y la estera con la que el niño se cubre “se comprenden la una a la otra y empiezan a dialogar de algo muy deprisa, alegremente y de forma muy desagradable, como dos urracas”. El narrador antropomorfiza animales, objetos y fenómenos naturales, pero también objetiviza a las personas, como sucede con uno de los carreteros que trata de protegerse de la lluvia con una tela, el cual se convierte en el “triángulo Emilián”. La eficacia de esta identificación del narrador con el niño, y de éste con la estepa vista a la manera que le es propia, poblada por gigantes, animales y objetos que parlotean, consigue transmitir al lector la impresión de que es la estepa la que nos habla, y la de que lo hace al ritmo pausado del carro que la atraviesa.

Aunque posterior a su estancia en Sajalín, El reino de las mujeres está escrita aún en ese tono en apariencia ligero del primer Chéjov. La protagonista es una joven que ilustra uno de los temas predilectos del autor: el cambio de clase social, que, a la inversa que aquí, volvería a tratar en 1896 en esa otra obra maestra que es Mi vida. Anna Akimovna, nacida en la clase trabajadora, es ahora propietaria de la fábrica que fundó su hacendoso padre. Ella no está muy convencida de ser una buena administradora de la fábrica, pues como dice: “Cuando vivía mi padre había más orden, porque él mismo había sido obrero y sabía qué hacía falta. Yo no sé nada y sólo hago tonterías”. Sus responsabilidades ahogan a Anna, quien no puede disfrutar de los placeres propios de su edad. De nuevo los acontecimientos transcurren en un presente continuo, de hecho en un mismo día, que además por ser fiesta convierte la casa de Anna en un espacio público lleno de idas y venidas, y el relato en una especie de mozartiana foille journée. Un día loco en verdad en el que de nuevo no sucede nada extraordinario, que avanza de manera voluble, a saltos (como la protagonista), y en el que el narrador encuentra sitio para hacer apología de un autor por el que profesaba admiración: “Toda la literatura nueva, a la manera del viento de otoño en una chimenea, gime y aúlla: ‘¡Ay, infeliz!’ De todos los escritores contemporáneos sólo leo a Maupassant. ¡Un artista espeluznante, milagroso, sobrenatural!” De la disparidad entre esta protagonista y el de La estepa se deduce el radical cambio en la entonación del narrador, aquí de carácter mundano, ya conocedor de los desengaños de la vida, pero también rebosante de esperanzas. A un ritmo acelerado, pasan por la casa y por el relato numerosos personajes secundarios que alternativamente entretienen, incordian y fatigan a Anna, quien finalmente se quitará la molesta ropa, reirá y llorará recordando a su amado imposible (imposible porque es un obrero de su propia fábrica), y confesará a su también infeliz doncella: “¡Somos tontas! ¡Qué tontas somos!”

El viaje de Chéjov a Sajalín, como ya se ha sugerido, causó en él una impresión que no dejó de tener consecuencias en su obra. El conocimiento de las miserias sin nombre allí presenciadas superaba todo lo que nuestro autor ya sabía desde la infancia acerca de los desheredados de este mundo, especialmente de los campesinos. A este período pertenecen relatos como El pabellón número seis (1892) y En el barranco (1900). Maria Yermolova, la actriz favorita de Stanislavski, dijo acerca de ésta última: “El chejovismo es para mí símbolo de tiniebla impenetrable, de enfermedades e infortunios de toda clase”. Cosa curiosa que al autor que fue juzgado incapaz de escribir narraciones serias acabaran achacándole un exceso de pesimismo. Y sin embargo En el barranco, que como las anteriores carece de argumento reconocible, no es más que la crónica fiel de una realidad que por entonces existía, aunque a mucha distancia de los salones de Moscú y San Petersburgo, crónica que configura una sociedad provinciana dominada por el caciquismo, el crimen y la ignorancia. Y también ella es obra mayor de este autor-actor que se encarnaba en sus personajes, del que parece haberse dicho ya todo y cuya grandeza, sin embargo, aún no se ha apreciado enteramente, y de quien el especialista en literatura rusa Ricardo San Vicente escribió que “ha sabido reproducir en su obra el ruido de la vida, y su pavoroso silencio”.

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