lunes, 17 de noviembre de 2014

DISPARATES / 118

PODEMOS Y LA CLASE MEDIA

La falta de tradición organizativa es desde hace décadas uno de los factores característicos de la sociedad española. Esta dificultad para poner en marcha y dar continuidad a movimientos vecinales, ciudadanos, laborales o productivos se muestra por ejemplo en la escasa participación que las cooperativas tienen en nuestra actividad económica. Por una extraña paradoja, España posee algunas cooperativas que se consideran modélicas en el resto del mundo. Sin embargo, el número de ellas, y el de trabajadores que engloban, son netamente inferiores a la media de los países europeos, por no hablar de las cifras que la actividad cooperativa presenta hoy en las llamadas economías emergentes, tanto en Asia como en América Latina. Sucede que si lo privado suele pertenecer en primer lugar a la esfera de lo ético, y sólo en segundo a la de lo político, lo comunitario en cambio es siempre político. El recelo que despierta el compromiso político y la escasa disposición de los españoles a asociarse en cualquiera de los campos de la actividad humana tienen raíces en el proceso de despolitización vivido en nuestro país desde el final de la guerra civil, una despolitización que continuó e incluso se agudizó en el período de la así llamada “transición democrática”. Sin embargo, no se trata sólo de que los españoles hayan dejado demasiado tiempo la política, lo público y lo comunitario en manos de los profesionales, con las consecuencias que hoy están a la vista. Se trata también de un rasgo cultural que, como casi todas las cosas, tiene su razón de ser en la economía.

Según una encuesta del CIS de julio de 2014 el 72% de los españoles se considera clase media. Esto no dice mucho acerca de la realidad social española, pero sí dice bastante acerca de cómo los españoles se ven a sí mismos. Decía hace poco el sociólogo César Rendueles que la clase media es “uno de los dos puntos ciegos (el otro es el Estado) de la teoría marxista”. Algunos autores sugieren que esto constituye uno de los motivos del actual fracaso de la izquierda en Europa. Desde el campo de la izquierda este estrato ha aparecido clásicamente como la clase conservadora por naturaleza, imitadora y reproductora de la ideología del poder, un grupo social que, como dijo Pierre Bourdieu, “es la parte dominada de la clase dominante” y cuyo código de conducta reside en un sentimiento individual y contradictorio acerca del orden social: los miembros de esta clase, en efecto, se sienten satisfechos con el sistema, pero insatisfechos con su posición dentro de él.

La clase media ha sido tradicionalmente reacia a lo público y a lo comunitario. El modelo democrático homologado en Occidente se ha ajustado hasta ahora a sus intereses, a su forma de ver el mundo y a sí mismos. En efecto, una institucionalidad que todo lo que exige a los miembros de la clase media es consagrarse a sus actividades en privado, socializarse únicamente por medio del ocio y votar una vez cada cuatro años constituye un sueño edénico para ellos, al menos mientras la economía les sonríe. Dicho sueño puede perpetuarse con independencia de los pequeños y no tan pequeños “desvíos” del sistema, como por ejemplo la corrupción política, tomada como una debilidad humana que puede perdonarse, o que por el contrario se castiga yendo a votar a otro. Muy diferentes son las cosas en tiempos de crisis.

Utilizo aquí la palabra crisis no en su sentido de proceso cíclico y transitorio, sino en el sentido de cambio, y de cambio profundo. En su libro El fin de la clase media, que ha publicado la editorial Clave Intelectual el mes pasado, el periodista Esteban Hernández sostiene que hoy la clase media es “un estrato social que se ha convertido en claramente disfuncional para un capitalismo que está tratando de acabar con él”. El libro reúne un conjunto de testimonios personales de representantes de ese 72% de la sociedad española: abogados, músicos en paro, analistas de escuelas de negocios, pequeños empresarios, autónomos… El resumen que hace Hernández no deja dudas: “La clase media creía en el futuro: confiaba en que si cumplía lo que se le había asignado el porvenir le sonreiría, que la madurez sería económicamente mejor que la juventud, que sus hijos vivirían mejor que ellos y que sus opciones vitales se ampliarían. Ahora es la clase del desencanto y de la indignación, porque sabe que su porvenir aparece oscuro: el mundo tejido por vidas estables, diagnósticos expertos, y trayectorias laborales sostenidas que esperaba está desvaneciéndose”. Y añade que “su final está trayendo numerosas novedades a la política y a la sociedad”. A estas novedades se ha referido extensamente Zygmunt Bauman en su descripción de nuestro mundo líquido, del que ya he hablado aquí. Sucede además que a los cambios habidos en el ámbito de la cultura y de la economía van a añadirse en el futuro otros que ya se anuncian y que servirán para modificar nuestro actual marco normativo. Es el caso del TTIP, el acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos y Europa del que hablé aquí el pasado abril y que definí entonces como una “superley para acabar con la ley”. Pues la aplicación de lo que se está negociando bajo esas siglas supondrá una transformación radical que no afectará sólo a la clase media, y que tendrá consecuencias en la manera que hemos tenido hasta ahora de entender cosas tan diversas como nuestros hábitos de consumo, nuestras instituciones democráticas, nuestra vida privada o el concepto mismo de nación, reducido todo ello a un trivial y desechable juguete sometido al interés de las grandes corporaciones. La constitución de éstas en un nuevo gobierno mundial es sin exageración el gran acontecimiento de nuestra época, un acontecimiento equiparable a la II Guerra Mundial, y que, si está pasando inadvertido para nosotros, será en cambio un capítulo mayor en las enciclopedias históricas de un próximo futuro.

Lo expuesto más arriba justifica el elocuente título del libro de Hernández, el cual, debe aclararse, alude directamente a la clase media tal y como ha sido conocida hasta la fecha, un estrato social ahora más atomizado y disgregado que nunca, desconcertado ante su futuro y ante la pérdida de sus referentes políticos y culturales. La conciencia de este grupo se caracterizaría hoy por una oscura sensación: la de que algo que le correspondía por derecho le ha sido sustraído sin explicación alguna.

Muestra de esa enrabietada sensación fue hace unos años el 15-M y lo es ahora la adhesión mayoritaria de la clase media a Podemos, adhesión que se produce en el tránsito de esta organización de su formato original de movimiento ciudadano a partido político, y cuando todavía su ideario concreto se desconoce. Esto último no ha impedido que en una reciente encuesta dicha organización aparezca como la primera en intención de voto, con un 27,7%, convertida ya en la primera fuerza política española. Sin embargo, es discutible el nivel de vinculación que estos potenciales votantes tienen con Podemos: decir hoy lo que votarán dentro de un año, en rigor, no compromete a nada, y más bien lo respondido a la encuesta puede interpretarse como una velada amenaza a los partidos a los que han venido votando hasta ahora. Efectuada en una semana en la que se dieron a conocer nuevos y graves casos de corrupción, más que como una genuina intención de voto, el resultado de la misma puede leerse como el fiel reflejo de un muy generalizado estado de ánimo.

La salvaguarda celosa de los bienes propios y del estatus no es, en principio, un buen equipaje para incorporarse a lo comunitario. Escucho en estos días no pocas expresiones de suspicacia con respecto a Podemos, basadas al parecer en el apoyo mediático que sus líderes reciben en algunos platós de televisión. Tales suspicacias se manifiestan como signos de un conocimiento elevado de la situación y del funcionamiento de los medios, los cuales pertenecen a grandes grupos empresariales y a la banca, como es sabido. Pero la pretendidamente sabia expresión del “no me fío” encierra aquí una pueril ingenuidad. Quien tenga algo de memoria recordará que grandes grupos empresariales y financieros que auspiciaron en su día la transición con el ánimo de que no cambiara nada financiaron con una mano a UCD y con la otra al PSOE, que por entonces se percibía como la promesa (y para muchos como la amenaza) de un cambio. En cualquier proceso político, incluso en los que ahora mismo se desarrollan en América Latina, hay poderosos sectores de la economía que se alían con partidos y gobiernos ideológicamente poco o nada afines, siempre que estos sean una garantía de crecimiento, como está ocurriendo acusadamente en Argentina y Ecuador, por poner dos ejemplos bien dispares. En contra de lo que suele decirse, el poder económico no es monolítico, no lo controla todo y sabe que debe guardarse las espaldas, jugando si es necesario con dos barajas. En el presente existe en España una más que justificada incertidumbre acerca del futuro del PP y del PSOE y del ciclo que han protagonizado históricamente. A nadie debería extrañar el pragmatismo de unos grupos empresariales que en resumidas cuentas no saben cuál será el caballo ganador. Ante la duda, un buen seguro de vida es apostar por éste y también por aquél, por si acaso.

Estas y otras reticencias semejantes, a mi juicio, son signo de un modo de pensar catastrofista al que tiende en épocas de cambio la clase media. También se manifestaron durante la transición. La idea es que el poder económico no tolerará jamás a Podemos, como en realidad no tolerará ningún cambio. De ello se deduce que la compatibilidad de Podemos con la economía es nula, y de ahí la predicción catastrófica. Que determinado poder económico se muestre complaciente con el partido de Pablo Iglesias constituye para algunos una sospechosa anomalía de difícil asimilación, la cual cuestiona de manera implícita la creencia de que un eventual triunfo de dicho partido acarrearía las plagas de Egipto. Se observa así, ya en el momento presente, la predisposición natural de una parte de la clase media a dar por buenas, por anticipado, las infamias que se dirán acerca de Podemos en este año electoral. Así, a la condición de sabios que ya se han adjudicado estos escépticos, podrán añadir el comentario de “ya lo decía yo”.

Porque no hay duda de que se dirán infamias. El repertorio de éstas lo conocemos bien desde las últimas elecciones generales griegas, en vísperas de cuya celebración se daba por seguro el triunfo de Syriza: desestabilización, inflación, pérdida de los ahorros, evasión de capital (cosa ésta que ya sucede sin necesidad de que ganen Syriza o Podemos), suspensión del crédito (en el caso de que vuelva a haberlo algún día), etc. 

Si algo sabe hacer el poder económico es transformarse y pactar. Para este poder acostumbrado a los cambios de gobierno y a lo que haga falta para su supervivencia Podemos entra en consideración, sí, pero sólo a título de recambio, un recambio que sería deseable evitar. En tal dirección iba el informe del banco Barclays que se conoció hace unas semanas y que ya ha sido debidamente aireado también en Estados Unidos. Los sectores económicos más próximos al PP y al PSOE, que son los bancos, pues su rescate se debe a ellos, como también se debe a ellos que ciertos banqueros sigan libres y ostentando cargos, harán lo imposible por evitar el triunfo de Podemos, tanto más cuanto que son los dueños de los medios de comunicación. Los interesados en la materia saben que para mover, o inmovilizar, a los votantes de clase media no hay mejor recurso que el miedo.

A los diversos espantajos ya conocidos va a añadirse en el caso de esta campaña electoral que ya ha comenzado el de la ruptura de España, asunto al que el partido gobernante, poco imaginativo como es, aplicará seguramente la misma estrategia simplona que ya tuvo éxito en su día con respecto a ETA: “Quien no esté conmigo, está con el otro”. La previsible batalla mediática que se avecina cosechará grandes éxitos de audiencia en las tertulias televisivas, y con ella se intentará explotar todo lo posible el bajo nivel de implicación que sus simpatizantes tienen con Podemos. Por el camino, inevitablemente, irán cayendo algunos: en primer lugar por la transformación del movimiento en partido, cosa que será difícil de digerir para ciertas mentes psicodélicas y asamblearias; en segundo, por la no menos inevitable configuración de un programa de gobierno, que a unos les parecerá demasiado y a otros demasiado poco. En última instancia, lo que resulta llamativo es que desde la fundación de Podemos no haya vuelto a realizarse ninguna movilización masiva, como si ya su sola existencia bastara para canalizar el deseo de un cambio. Razones para la movilización no faltan, y como ya escribí en otro lugar la fuerza de ese cambio no está en internet ni en los platós de televisión, sino en las calles y plazas en las que nació. La presencia y la comunicación ahí sí servirían para afianzar compromisos, más allá de una vaga intención de voto.

En España la mayor parte del dinero que recauda el fisco procede de las nóminas, o lo que es lo mismo: de la contribución de los asalariados, de (aunque la palabra ya no guste) los trabajadores. Cabría pensar que en un país con una tasa de paro del 26% y una clase media del 72% ésta última estaría formada en realidad por todos aquellos que poseen todavía un trabajo o algún ingreso regular, es decir, por los que tienen con qué ganarse la vida. Si los despolitizados trabajadores tienen la percepción de ser parte de la clase media es porque saben, o intuyen, que otros están peor. Sin embargo, esta arribada en masa a la clase media se produce, según el libro citado, cuando dicha clase naufraga, o cuando, al menos, se convierte en otra cosa. La clase media es una ilusión, una quimera, pero es también, como dice Esteban Hernández, “algo no cristalizado y sin expresión esencial” que se va desplegando de formas muy diversas en la historia. Esta clase representa unos valores de continuidad y estabilidad que ya no convienen al capitalismo, el cual ha resuelto no contar con ella como aliada, más aún: que ha decidido suprimirla. Así, quienes fueron los más leales servidores del orden podrían estar experimentando la necesidad de construir un proyecto autónomo, una politización y una irrupción en lo comunitario. Que este proyecto sea emancipador, o que adopte otras formas similares a las que triunfaron en las primeras décadas del siglo pasado, es la no pequeña cuestión que se decide ahora.

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