martes, 6 de enero de 2015

DISPARATES /121

THIERRY DISCEPOLO Y LA TRAICIÓN DE LOS EDITORES

A diferencia de lo que sucede con otras, la industria de la edición cuenta universalmente con la simpatía espontánea de los ciudadanos, sean estos lectores habituales o no lo sean. Amplios sectores se declaran en las encuestas contrarios a la fabricación de armamentos o de productos alimentarios transgénicos, pero ¿quién está en contra de la edición de libros? Esta industria tiene como todas un discurso propio que justifica y legitima sus actividades, pero con la ventaja de que la fraseología que constituye la mayor parte del mismo no entra en contradicción con los valores que forman parte del sentido común. Así, el libro resulta ser bueno por naturaleza, su divulgación es imprescindible en beneficio de una ciudadanía libre e ilustrada, y los inversores que arriesgan su capital dedicándose a la edición son esforzados paladines de la cultura, esa misma que en nuestro tiempo se ve progresivamente relegada a ámbitos más y más marginales. Tal vendría a ser, en general, la percepción que poseen los ciudadanos de la producción de libros.

El cuento, como suele ocurrir, empieza a resultar menos creíble cuando se indaga en él. Un recorrido por las mesas de novedades de las librerías nos dará una idea de la cantidad de libros superfluos que nos invade, eso por no hablar de los que son directamente dañinos o de los que obedecen en exclusiva a una lógica que no es otra que la del “mercado”. Esta noble palabra es una de las que hoy muestra más crudamente el grado de corrupción al que pueden llegar al unísono significantes y significados, sometidos ambos a un desmantelamiento perverso del lenguaje. No es casual que Thierry Discepolo nos recuerde en el libro que le ha dado justa fama una hermosa anécdota referida a Karl Kraus, a quien en el último año de su vida, en 1936, se le reprochó que en plena oleada de indignación por el bombardeo japonés de Shanghái permaneciera absorbido, puntilloso como era, por el descuido en que se hallaba el lenguaje escrito, zaherido sin descanso por los redactores de periódicos y los literatos. A tales reproches respondió Kraus que sabía que todo eso no tenía ningún sentido en un momento tan poco apropiado, “pero mientras sea posible de cualquier manera, tengo que intentarlo, porque si la gente que está obligada a ello se hubiese preocupado de que todas las comas estuviesen en su lugar, Shanghái no estaría ardiendo ahora mismo”. Y la anécdota es comentada así por Discepolo: “No podría explicarse con más contundencia la idea de que el ejercicio de una profesión es en sí misma una actividad política”. Tanto más cuanto que, a los ojos de Kraus, “los versos de autores como Shakespeare y Goethe contienen todo lo que hubiera tenido que leerse para poder entender, en 1933, las causas y las consecuencias de la llegada de los nazis al poder”. Motivo más que suficiente, como puede verse, para ser cuidadoso, sea uno escritor o sea editor, en el delicado acto político de poner una coma.

Discepolo tiene apellido de autor de tangos y un poco de tango hay en su libro La traición de los editores, que ha sido y es un revulsivo de amargo sabor en las letras francesas. El libro fue traducido al castellano en 2013 por la editorial Trama, única en España hasta donde llega mi conocimiento que en su catálogo dedica un espacio relevante a la reflexión y la discusión acerca de los asuntos relacionados con el mundo editorial. Por lo demás, Discepolo no es escritor, sino editor, pero un editor que nada contra la corriente y que sabe bien, por ello, de qué habla.

Thierry Discepolo fue uno de los fundadores de la revista Agone en 1990, publicación marsellesa dedicada a la crítica política, la filosofía y la historia social, y en la actualidad dirige una editorial que con el mismo nombre fue creada en 1998. La revista viene publicándose más o menos a razón de dos números por año (el número 55, dedicado a la hegemonía y el declive del imperio, aparecerá este mes), y entre sus firmantes figuran sindicalistas, filósofos, historiadores y activistas sociales de reconocido prestigio, lo que convierte a Agone en una referencia imprescindible en Francia del pensamiento crítico. Discepolo ha publicado, y a menudo presentado con textos propios, libros de Pierre Bourdieu, Noam Chomsky, Mark Twain y el mencionado Karl Kraus, y traducido otros de autores como Howard Zinn. De éste último publicó la editorial Agone en 2013 L’impossible neutralité, autobiographie d’un historien et militant, y el año pasado nuestro autor fue responsable junto a Philippe Olivera de la que se considera edición definitiva del clásico de Burnett Bolloten La guerre d’Espagne, révolution et contre-révolution, 1934-1939. Sin embargo, el título por el que Discepolo ha trascendido al gran público es este La traición de los editores que se publicó en Marsella en 2011 y que ahora comentamos.

El libro empezó a gestarse en unas jornadas consagradas a la edición independiente que se celebraron en Sion y Burdeos en 2006 y en las que Discepolo participó junto a André Schiffrin, quien por entonces ocupaba un cargo honorífico en The New Press, la editorial que había fundado en 1992 tras su renuncia como director en Pantheon Books. Personaje de los más influyentes de la edición en el siglo XX, Schiffrin era autor del libro La edición sin editores, que entre nosotros publicó Destino en el año 2000, y se había convertido por esos años en la voz contestataria de la industria editorial francesa. En dicho libro Schiffrin describía la progresiva transformación de la edición norteamericana, desde sus orígenes como difusora de conocimiento, hasta su conversión en máquina generadora de beneficios, y alertaba acerca del modo en que el capitalismo amenazaba con destruir la cultura. Si en el momento en que Schiffrin escribió su libro las advertencias contenidas en él podían resultar extrañas al lector europeo, la deriva del mundo editorial en los años inmediatos iba a provocar que sus argumentos empezaran a resultar familiares también aquí, primero en Francia y después en España. De su lectura se desprendía que al objeto que llamamos libro, cuya rentabilidad general no hacía mucho era del 3 o el 4%, se le exigía ahora una del 15%, lo que implicaba entre otras cosas que, como observó Hans Magnus Enzensberger, en todo el catálogo de Bertelsmann no había un solo título destinado a perdurar. Los editores ya no eran personas de un modo u otro vinculadas al mundo de la literatura, sino ejecutivos con sueldos millonarios que celebraban sus reuniones de negocios en Bermudas y eran llevados a restaurantes de lujo en coches con chófer.

De este estado de cosas, de cuya aparición en Francia fue testigo Discepolo, surge La traición de los editores, un libro nacido del escándalo y de la crítica y que describe con detalle las altas esferas internacionales en las que se desenvuelve en la actualidad la industria editorial. Que obviamente la crítica del libro se centre en el caso francés no le resta interés entre nosotros, pues no son pocas las conexiones comunes, bien por la vía directa o bien a través de ciertas corporaciones de origen italiano o norteamericano que operan a ambos lados de los Pirineos. El modelo, por lo demás, es el mismo, tratándose aquí de nuevo, como en otros sectores de la economía, de un entramado que vincula al libro con la industria del armamento, a ésta con las grandes compañías del transporte aéreo y a todas con los fondos de pensiones. Discepolo no ahorra al lector escabrosos pormenores de las bambalinas del negocio y pone a cada uno nombres y apellidos, a la vez que desenmascara a esa pretendida industria editorial independiente que en Francia se arroga el papel de la defensa de la cultura nacional frente a intereses foráneos, pero que en la práctica viene a reproducir las mismas formas, incluyendo sus estrechas relaciones con el poder político y su tendencia a la concentración de la propiedad.

La crisis de la industria editorial de la que ya habló Schiffrin, y en cuya exploración persiste ahora Discepolo, lleva a éste a analizar dos paradigmas de la edición, los representados por Hachette y Gallimard. Si el primero constituye un gran grupo de comunicación con intereses internacionales, el segundo se identifica a sí mismo como grupo editorial encargado de velar por unas supuestas esencias de la cultura, preferiblemente nacional. Ambos, sin embargo, tienen a su frente a herederos cuya función principal ha sido la de ampliar el negocio y absorber competidores. Pero no es sólo eso, ya que, como escribe Discepolo, “la distinción artificial entre ‘grupos de comunicación’ y ‘grupos editoriales’ oculta el papel fundamental de estas grandes empresas en una sociedad de masas: transformar a los lectores en consumidores y limitar la capacidad de acción de la mayoría”.

El libro nos ilustra acerca de una transformación de dimensiones aún mayores: la relativa al carácter de una industria que ya no se resigna a su papel de secular sumisión al poder político. Si de esto fue buen ejemplo la comisión de notables parisinos que, encabezada por los editores, acudió de visita al Elíseo en diciembre de 1851 para honrar a Napoleón III por el golpe de Estado que había servido para garantizar “el orden, la familia y la propiedad”, hoy resulta que los papeles se han invertido, y que es la industria, destacadamente la editorial, la que reclama del Estado una sumisión llamada a garantizar su beneficio y lo que considera su legítimo monopolio, aun por encima de la ley.

Lo que se llamó en su tiempo “el eterno combate por el control de los espíritus” dio lugar durante la Gran Guerra, como nos recuerda también Discepolo, a una sincera declaración por parte del periodista norteamericano Walter Lippmann, según el cual “había que repetir machaconamente el cuento de hadas del capitalismo para que sea lo único que la gente repita en cualquier circunstancia”. Y añadió que la realización de su ideal propagandístico debía resumirse en unos cuantos puntos de gran simplicidad: “Una minoría inteligente de hombres responsables tenía que mantener el control del juego político”, mientras los demás volvían al lugar que les correspondía, no como participantes, sino como espectadores, pues ellos, los ciudadanos, “están autorizados a apoyar a tal o cual responsable –es lo que se llama ‘unas elecciones’–, con tal de volver acto seguido a sus ocupaciones”. Dicho programa requiere el control de los medios, o lo que es lo mismo: el establecimiento y la difusión de una sola Verdad. A ésta, mucho antes, el filósofo Spinoza había opuesto lo que llamaba “la idea verdadera”, la cual sin embargo carecía de una fuerza intrínseca y de recursos para hacerse valer. Esta idea de que la verdad es muy débil “es una de las más tristes de toda la historia del pensamiento”, según escribió Pierre Bourdieu, quien añadió que “para no caer demasiado en contradicciones o en la desesperación debe reflexionarse sobre la manera de dar un poco de fuerza social a la verdad”. Un lugar principal en ese cometido corresponde hoy a los verdaderos editores independientes, que todavía quedan, de los que cabe esperar que contribuyan a dar fuerza a la verdad y a poner la coma en su lugar.

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