martes, 13 de enero de 2015

LECTURA POSIBLE / 172

JOSEPH ROTH Y STEFAN ZWEIG: CORRESPONDENCIA (1927-1938)

Del esmero y la predisposición que reclaman las cartas, que vinculan materialmente al emisor y al receptor, carecen por completo las letras destinadas al soporte electrónico, en las que no existen huellas personales y parecen por ello llamadas a disolverse de inmediato en algún universo virtual. El viejo hábito de escribir y recibir cartas parece haberse perdido ya irremediablemente, y tal cosa ha sucedido en el breve plazo de una sola generación. El brusco cambio de costumbres no obedece a una dudosa revolución cultural, sino que ha sido provocado por la electrónica y por las compañías multinacionales que se enriquecen con ella, las cuales nos han dejado mudos ante el futuro, al que legaremos una pantalla que no habrá donde enchufar o, en el mejor de los casos, un mensaje de acceso denegado. Hoy es posible saber que hace dos mil años un soldado romano destinado en las Islas Británicas solicitaba a su señora que le enviase un pijama y unos zapatos. Eso es lo que solemos llamar “cultura”. Como herederos de un mundo inhabitado, inútilmente buscarán nuestros descendientes a los testigos de este tiempo.

Valga lo anterior como mínima e inevitable reflexión tras la lectura de este libro que, por medio de una correspondencia de algo más de diez años, nos informa de la amistad entre dos autores importantes del siglo XX, así como de sus diferentes actitudes ante las exigencias que a ambos les hicieron la vida y la época. De Zweig, también la editorial Acantilado nos había propuesto hace unos años su correspondencia con Hermann Hesse, y la misma editorial ha publicado un voluminoso libro con la mayor parte de las cartas escritas por Roth, algunas de las cuales, las dirigidas a su amigo vienés, reaparecen aquí en una nueva edición que ha estado a cargo de Madeleine Rietra y Rainer Joachim Siegel. El contenido del libro que comentamos es, pues, una novedad sólo en parte, y su publicación por Acantilado parecía obligada al menos por dos razones: por la especial relación que estos autores mantuvieron largo tiempo, que tuvo que ser principalmente epistolar a causa del estilo de vida que llevaba uno de ellos, y porque ambos son pilares fundamentales de su catálogo.

La correspondencia entre Stefan Zweig y Joseph Roth la inicia el segundo de ellos en septiembre de 1927, a propósito de un comentario elogioso que el primero había hecho a su libro Judíos errantes. Iban a tardar dos años en encontrarse, y para entonces ya existía una simpatía y un interés mutuos forjados al hilo de los libros que iban publicando y de los proyectos, en gran parte periodísticos en el caso de Roth, a los que se referían en sus cartas. El encuentro tuvo lugar en Salzburgo, en la casa de Zweig, y si la mayoría de las cartas enviadas a éste fueron dirigidas a esa casa de Kapuzinerberg, número 5, las remitidas a Roth debieron buscarle por media Europa. Ya esto nos dice bastante acerca de ambos personajes: un burgués y sedentario Zweig que, como antes hiciera Hofmannsthal, movía desde Salzburgo no pocos hilos de la cultura austríaca; y un nómada Roth que desde los dieciocho años carecía de domicilio fijo.

Como judíos, Zweig y Roth son paradigmas opuestos y, cosa rara, a la vez convergentes y divergentes de lo que fue su pueblo hasta que llegó el Holocausto. Zweig era vienés y pertenecía a una familia acomodada. Prototipo del asimilado, el dato biográfico de su origen era para él como mucho una olvidada y vaporosa referencia familiar, la cual, si no tenía la menor importancia para él, sí la tendría, decisivamente, para otros. La condición de Roth era bien distinta. De entrada su nacimiento lo situaba geográficamente en la periferia del Imperio Austrohúngaro, en la remota Brody, en Galitzia, cerca de la frontera rusa. Allí el judaísmo era algo más presente y más próximo. Además, la fuga de su padre pocos meses después de casarse le dio tempranamente una lección profunda del desarraigo, al ser criado por turnos por sus parientes paternos y maternos. Como ha escrito Claudio Magris, la existencia de Roth fue “una huida sin fin” siempre hacia Occidente, primero a la central Viena y después a París. El origen judío de Roth, si hay que creerle a él, resultaba ser también insignificante (“un color de pelo en lugar de otro”, dijo), pero hay motivos suficientes para suponer que tal cosa era más un deseo que una realidad. Difícilmente, de lo contrario, podrían explicarse algunos de sus libros, en especial Job, pero es que además el judaísmo estaba en el origen de una identidad que sólo parcialmente, y al final de manera frustrada, pudo ser reemplazada por otra. Esa identidad era la supranacional y cosmopolita que para Roth representaba el ser súbdito del Imperio, y que se derrumbó de la noche a la mañana tras la Gran Guerra. A partir de ese momento Roth adopta una patria portátil formada exclusivamente por tres maletas. Vive en hoteles y sobre todo en cafés, en los que escribe desaforadamente los artículos para la prensa, a la que detesta, que le paga por línea escrita y gracias a lo cual malvive. Trasnocha y bebe más de la cuenta, y cuando recibe alguna suma respetable en concepto de anticipo por alguno de sus libros la dilapida en el acto, a beneficio de las destilerías y los amigos. Como remate, se casa con una encantadora muchacha que enferma “de los nervios” al poco tiempo, mientras tiene la debilidad de acostarse con tal o cual conocida que le libra por un momento de sus preocupaciones. Su mujer tendrá que ser ingresada en un hospital psiquiátrico, que se llevará la mayor parte del dinero que Roth no consigue ganar. En medio de eso, padece trastornos del hígado, el corazón y el estómago, y cuando piensa que hay suficiente confianza entre ellos, a Zweig, al autor respetado y de éxito, cuyos libros se venden en todo el mundo, le pide dinero. Zweig le ayuda y le imparte sensatos consejos que el otro no puede escuchar. Morirá en París en 1939, alcoholizado, con la sensación de no haber tenido tiempo ni cabeza para escribir su mayor obra. Zweig, que sí la escribió, se quitaría la vida junto a su segunda esposa y ex secretaria más rápida y drásticamente en un lugar del mundo llamado Petrópolis, en Brasil, sólo cuatro años más tarde.

A caracteres tan diversos, y a biografías tan por lo demás distintas, a las que sin embargo aguardaba un mismo destino, el abismo, les correspondió dos maneras de contemplar el mayor acontecimiento de la época: el fascismo alemán. Roth entendió pronto el significado de éste y supo que había que irse; Zweig, en cambio, hombre de prestigio que creía con razón haber aportado algo de valor a la cultura alemana, creyó que sería posible congraciarse. Conviene detenerse en este episodio del que tenemos aquí un abundante intercambio epistolar, no sólo en lo relativo propiamente al nazismo, sino también a sus preparativos. La razón de la ceguera de Zweig respecto a lo que se avecinaba la da él mismo en una carta que envía a su amigo en 1929, en la que dice: “Me agobia, me atormenta y me desasosiega cargarme de obligaciones, me repugna el aluvión de correspondencia y de papel impreso. Un instinto nómada, innato en mí, que quizá viene de mi atavismo judío, se defiende contra esta forma de vida que se me impone, y quizá soy el único entre los famosos que se esfuerza con empeño en reducir su influencia. Ya no voy a ningún sitio, ya no doy conferencias, me asusta la idea, después de treinta años de literatura, de tener que ser un escritor fértil y versátil durante veinte años más, de modo que probablemente me escaparé una temporada, quiero volver a los veinticinco años y viajar, al Cáucaso tal vez… La verdadera vida es la doble vida. Sólo desde el anonimato se ve realmente el mundo”. Esa falta de anonimato, ese anhelo violento de evadirse del primer plano de la vida literaria y social, velaron a Zweig los ojos ante una realidad que para Roth, que vivía en la calle, dejaba pocas dudas. Tanto mayor debía de ser la desesperación de éste, quien, obstinado en huir, sabía que no había adónde huir. A las confesiones de Zweig, escritas como siempre en su buen estilo (el cual Roth, por cierto, no se abstenía de corregir de vez en cuando), responde el amigo a su manera desaliñada, como corresponde a una carta escrita a toda prisa en la mesa de un café: “Europa se suicida, y la manera prolongada y cruel de ese suicidio se debe a que quien lo comete es un cadáver. Esta decadencia tiene una endiablada semejanza con una psicosis. Parece el suicidio de una psicótica. El diablo gobierna realmente el mundo”.

Rasgo notable de la amistad de estos dos autores, que por falta de costumbre puede pasar inadvertido para el lector actual, es el de que ambos veían en el otro algo más que un excelente y eficaz urdidor de historias. Mucho más, a decir verdad, pues para ellos el escribir historias era sólo la parte manual, artesana, de un trabajo que era sobre todo intelectual y que consistía nada menos que en ser “testigos amistosos de la humanidad”, como escribe Roth en una de estas cartas. Carga difícil de sobrellevar, como hemos visto, sin la que sus vidas habrían sido más confortables y seguramente más largas, y a la que sin embargo ni supieron ni quisieron renunciar. Pues ello era lo que entonces solía entenderse por la palabra “escritor”. Éste, aunque fuera “mudo, torpe y desagradable”, como Roth se describía a sí mismo en vísperas de su primer encuentro con Zweig, sentía “que había mucho que decir para pasar del estadio de ser malentendido por completo al de serlo sólo en parte”, un malentendido que había que aclarar por los actos, con la propia obra, pese a que el autor estuviera urgido por la necesidad. Igualmente notable es que el deseo de testificar se plasmara en nuestros autores de forma tan dispar. Pues si ciertamente las historias de Roth carecen por lo general de lo que en la ideología burguesa se llama “el hogar”, tampoco se observa a simple vista en ellas el menor atisbo de añoranza del mismo. Muy al contrario, la marca de fábrica que está presente en toda la obra de Zweig es la de lo extraordinario que surge en lo cotidiano para romperlo y trastocarlo, como protesta, según escribe en una de sus cartas, “por llevar una vida tan llana, [y porque] en el fondo de mi ser no sólo no tengo miedo, sino también un misterioso anhelo de conmociones trágicas”.

La correspondencia entre Joseph Roth y Stefan Zweig es provechosa para comprender mejor sus respectivas obras y las convulsiones de la Europa en la que se gestaron, una Europa con la que ambos soñaron de manera diferente y que no ha llegado a ser. Pero es también la historia de una hermosa amistad en la que no faltan sus roces ni sus desencuentros. Y en fin, aunque no en último término, quizá sea una buena excusa para volver a considerar la posibilidad de escribir cartas.

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