martes, 2 de febrero de 2016

LECTURA POSIBLE / 203

THOMAS BERNHARD: EL BESO EN LA NUCA

Recientemente la edición digital de la revista Die Zeit publicó en su apartado literario un mapa en el que se puede viajar cómodamente por las ciudades a las que Thomas Bernhard agravió en sus libros. Señalados por un icono en forma de relámpago, el internauta puede identificar los lugares sobre los que cayó la ira del autor austríaco, a la vez que accede al pasaje literario correspondiente a la ciudad elegida. Con el título de Städtebeschimpfung (Ciudades insultadas), el mapa ha tenido un éxito considerable, y es fácil imaginar al lector de la obra de Bernhard planificando sobre él sus próximas vacaciones. Los rayos de la cólera llegan hasta Nueva York por el oeste; hasta Mosjøen, ciudad noruega famosa por sus auroras boreales, en el norte; hasta Polonia, por el este; y hacia el sur, a lugares insospechados de la geografía bernhardiana tales como El Cairo, Schiras en Irán y el Sahel en Nigeria.

La cantidad de lugares agraviados resulta impresionante, tanto más cuanto que el autor austríaco no fue un gran viajero. El mapa nos recuerda que París, adonde todo el mundo quiere ir, “es aberrante, para mí fue siempre la ciudad más fea, un desierto polvoriento”. Oslo, en cambio, es una ciudad aburrida y de gente poco espiritual, como todos los noruegos, habitantes de un país “totalmente filosófico en el que cualquier tipo de pensamiento es ahogado en el menor tiempo”. Diferente es el caso de Estocolmo, “ciudad desolada y destructiva” donde uno espera ver siempre las mejores representaciones de El pato salvaje y de las que uno sale siempre decepcionado. Los escenarios madrileños, por cierto, tampoco tienen mucha suerte, ya que en ellos puede verse el teatro “más horrible y polvoriento”. Sin embargo, todo eso son piropos en comparación con las diatribas que Bernhard dirigió en vida a su propio país y a sus habitantes. La concentración de pasajes encendidamente relampagueantes, si puede decirse así, excede con mucho a la dimensión del pequeño país centroeuropeo, con el que nuestro autor mantuvo como es sabido una querella permanente que se manifestó en forma de ataques en la prensa y de pleitos judiciales. Hoy, a casi tres décadas de su muerte, y si bien su obra sigue sin hacer las paces con Austria, da la impresión de que el empecinamiento de los austríacos hacia uno de sus mayores autores empieza a declinar, de lo que es prueba la reclamación efectuada por algunos de ellos de que su ciudad o su pueblo han sido inexplicablemente olvidados en el mapa de sus insultos. Para la columnista del Badische Zeitung Sabine Ehrentreich, que es natural de Lörrach, cerca de la Selva Negra, no hay duda de que la densidad de los municipios calumniados en su región es grande, lo cual puede deberse a que Bernhard poseía un “escaso conocimiento local”, según ha escrito en un artículo titulado Un poeta escupe su bilis. Según ella, en los alrededores hay sitios muy bonitos, como Lübeck, Trier o Ratisbona. Además, es posible que Bernhard, al calumniar su ciudad, la estuviera confundiendo con la Lörrach que se encuentra en la cercana Rheinfelden. Y en todo caso, concluye, “puede ser incluso útil en tiempos de comercialización de las ciudades el que hayan sido insultadas por un escritor célebre”.

A Bernhard, que en contra de las apariencias poseía un agudo y muy personal sentido del humor, es seguro que el asunto del mapa de Die Zeit y de las polémicas en torno al mismo le habría hecho gracia y quizá hasta le habría servido de inspiración para una nueva novela o pieza teatral. De ella cabría esperar que estuviera tan repleta de bilis como lo está toda su obra, pero también de la musicalidad y el ingenio que hicieron de él un autor tan admirado como huérfano de discípulos, pues estos no son admitidos en la visión del mundo de nuestro autor, cuya arrolladora personalidad literaria los habría reducido a la condición de burdos imitadores. Si hoy se acepta ya unánimemente que Bernhard era un exquisito estilista, un hombre musical que no pudo expresarse por medio de un instrumento o del propio canto como deseó en su juventud, y que en consecuencia volcó todo su ímpetu virtuosístico en la literatura, se le sigue negando en cambio la amplitud de registros que cabe esperar de uno de los verdaderamente grandes, quizá porque la bilis de su sátira no deja ver con claridad lo suficiente de otros rasgos presentes en su obra. Cierto es que nadie se quejó tan hermosa y profundamente de las ciudades y de sus habitantes, como también lo es que el estilo de Bernhard, y en especial lo que la música llama “el fraseo”, resulta a veces repetitivo y neurótico. También es cierto que entre sus personajes suele prevalecer una relación de dominación en la que hay una víctima, un enfermo, una mujer, y que tanto los dominados como los dominadores se hallan siempre en la proximidad del suicidio. Sin embargo, basta recordar la afirmación de Albert Camus, la de que el suicidio es en el fondo el único tema de la filosofía, para comprender que ese único tema lo abarca todo, que él y la posibilidad del mismo incluyen la totalidad de la experiencia humana, a la que pertenece también, obviamente, la categoría de lo lírico. Parece que nadie ha leído los libros de Bernhard como historias de amor.

Quizá ello se deba a que estas historias de amor son tristes, ya que se ha excluido de ellas el relato de lo que durante siglos ha suministrado alegría a todas las historias semejantes, en la vida y en la literatura: el relato del enamoramiento. Las relaciones que ocupan a Bernhard, en efecto, son sólo las que se encuentran sometidas ya a la fuerza de la costumbre o las que han llegado al tramo final, prolongado a veces durante décadas, de su descomposición. Ha escrito Miguel Sáenz, biógrafo de Bernhard y traductor de su obra al español, que hay solo un beso en la obra de nuestro autor. Éste tiene lugar en una de sus novelas tempranas, En las alturas, en la que hay tres personajes: un funcionario de los juzgados, una señorita judía y un catedrático arruinado. A ellos, claro está, hay que añadir la odiosa ciudad que siempre está presente en la obra de Bernhard, ya desde sus inicios. En este mundo que se compone cada vez de más fealdades, en el que “la indiferencia y la fealdad juntos producen un estado en el que todo significa lo mismo”, aparece repentinamente este único beso, el cual lo recibe un personaje en la nuca, “rasgo esencial”, ha escrito Sáenz, “de un solitario que se acostumbró a ver a la gente de espaldas”. Es esta posición la que caracteriza la obra entera de Bernhard, el cual encontró su propia voz, tras la grave enfermedad juvenil que truncó su carrera de cantante, dando la espalda a lo que la tradición entiende por poesía, novela y teatro, hallando un modo de expresión que las reunía en un contexto, más allá de la enfermedad pero también con ella, en el que conviven lo cotidiano con la trascendencia, el anhelo de belleza y la fealdad, la palabra con la música. Esa enfermedad es la vida.

Sucede así que Bernhard se constituye en rareza de las letras modernas, en su calidad no de autor de una obra literaria, sino de hombre que podía existir sólo literariamente, cosa de la que ya dejó constancia en una de sus novelas autobiográficas, El frío, en la que, tras relatar cómo sobrevivió a una neumonía, se refiere a los versos que empezó a escribir por entonces: “Esos versos, aunque sin valor, lo eran todo para mí, nada en el mundo tenía más significado para mí, y yo no tenía nada, no tenía nada más que la capacidad de escribir poesía”. Versos, como los de Bajo el hierro de la luna, que hoy conviene reexaminar si queremos comprender más cabalmente la obra de nuestro autor.

De Bernhard la editorial Alianza ha editado en libro de bolsillo la novela Maestros antiguos, uno de los textos más explícitos salidos de su pluma acerca del pesimismo hacia la cultura y de la necesidad del hombre de encontrar refugio en la naturaleza, único espacio ausente de artificio y de refinamiento humano. Reger, el protagonista, comprende tras la muerte de su mujer que ni toda la belleza creada por los antiguos maestros ni toda la cultura pueden consolarle de su pérdida, la cual le ha enfrentado al hecho cierto de su absoluta soledad. Resultan ser, pues, todas las obras del hombre, incluidas las más logradas del arte y del pensamiento, puros espejismos, ficciones inconsistentes incapaces de sustituir al sentimiento de complicidad que sólo es posible establecer con otro ser humano. Maestros antiguos es por lo demás una crítica del arte como producto que ha sido corrompido por el gusto y el interés de las élites dominantes con el objeto de engañar y adormecer conciencias. La obra, como todas las de Bernhard, es mucho más que virtuosismo del estilo y bilis: una sátira moderna acerca del hombre, su fragilidad y las trampas que se hace a sí mismo, trampas que nos embelesan y nos distraen de nuestra soledad, haciéndonos perder de vista la mayor de las tragedias: la falta de amor.

1 comentario:

  1. Un juicio absolutamente certero y lúcido sobre la figura de Thomas Bernhard, gracias por compartirlo.

    ResponderEliminar