sábado, 9 de abril de 2016

DISPARATES / 153

LA GRAN COALICIÓN

“Si la mayoría de la gente piensa de forma contraria a los valores y normas institucionalizados en las leyes y reglamentos impuestos por el Estado, el sistema cambiará, aunque no necesariamente para cumplir las esperanzas de los agentes del cambio social”. Así se refería el sociólogo Manuel Castells a las sociedades en crisis en las que se ha creado una razonable expectativa de cambio en su libro Redes de indignación y esperanza, que se publicó en 2012. La reflexión general aquí expuesta por quien es profesor de la Universidad de Berkeley puede muy bien aplicarse a dos momentos de la historia moderna de España, los correspondientes a la segunda República y a la transición tras la dictadura, y de igual modo al momento presente. Si se observa el mapa de los resultados electorales de las elecciones que se celebraron en febrero de 1936 en las que venció el Frente Popular, y se compara con el que resulta de las últimas elecciones generales, las celebradas el pasado 20 de diciembre, podrá comprobarse que existen algunas variaciones y algunas constantes. Unas y otras nos revelan de manera diáfana cuál ha sido la evolución territorial de la sociedad española en los últimos ochenta años, y también la evolución, hasta hoy, de la ilusión puesta por los españoles en un cambio.

Entre las constantes hay una que resulta sorprendente pero que no se aprecia en los mapas, ya que no es de naturaleza territorial. Teniendo en cuenta las múltiples variaciones demográficas que se han operado aquí en los últimos ochenta años, debe de obedecer sin duda a una coincidencia el hecho de que el número de españoles que votó por la opción indebida en 1936, o sea, por el Frente Popular, sea muy aproximadamente el mismo de los que han votado no menos indebidamente en las últimas elecciones: en torno a cinco millones. A la vista de esto cabría preguntarse de qué sirvieron el golpe de Estado, la guerra consiguiente, los fusilamientos, las fosas comunes y toda un dictadura de nada más y nada menos que cuarenta años: ¿de qué sirvieron, en efecto, si esos cinco millones siguen ahí? Esos muertos que votaron indebidamente continúan hoy en las cunetas de nuestras carreteras, y lo hacen con un sentido práctico, para que aquello nunca vuelva a pasar, y sin embargo se diría que ahora, cual zombis de una mala película hollywoodiense, han vuelto a levantarse para cometer la misma atrocidad de entonces: la de votar. Quizá sea, como dicen, que la ilusión es terca.

Sin ir tan lejos, también sería útil comparar el resultado de las últimas elecciones generales con el de las primeras que se celebraron tras la dictadura, allá por 1977, unas elecciones de las que por cierto no se acuerda nadie, y que ni siquiera han servido para dar nombre al régimen político que ellas mismas fundaron, el cual ha durado, en números redondos, otros cuarenta años. Algún misterio cabalístico que no comprendo debe haber en España con eso de los cuarenta años y los cinco millones, pero poco importa, ya que gran parte de los españoles que votaron indebidamente el pasado diciembre no habían nacido en 1977. Que no hubieran nacido no les exime de ser hijos, por desgracia para ellos, del régimen fundado entonces, el único que conocen, un régimen que como sabemos ahora ha resultado ser una más que eficiente escuela: una escuela de cinismo.

En efecto, para esa generación que en gran parte, en diciembre, votó de manera indebida, el Frente Popular, la guerra civil y la dictadura son episodios históricos al mismo nivel que las guerras napoleónicas o las conquistas del imperio romano. En consecuencia, como Sigfrido, el héroe wagneriano, no saben lo que es el miedo, pues carecen del adoctrinamiento que recibimos por la fuerza sus mayores. El que han recibido ellos es otro adoctrinamiento: el de la escuela cínica. Maestros superiores del mismo han sido, y son todavía, los líderes del llamado régimen del 78, que ahí andan, ejerciendo obstinadamente su docencia y aun superándose, cada día, a sí mismos. Una pequeña historia de esa escuela de cinismo la encontramos en otro libro: La perestroika de Felipe VI, que se publicó el año pasado y del que es autor el especialista en demoscopia Jaime Miquel. Se trata en sus páginas, entre otras cosas, de la manera en que la política y la manera de hacer política de nuestros líderes ha moldeado en los últimos cuarenta años al español medio, y en consecuencia también al electorado. Veamos algunos ejemplos:

“De cada diez personas encuestadas en edad de votar, diez de ellas creen que existe corrupción política, casi diez que los partidos tapan a sus corruptos y ocho que los políticos crean problemas en lugar de resolverlos porque defienden sus intereses en lugar del interés general”.

Otro:

“Desde 2012 los partidos y los políticos son desaprobados por nueve de cada diez electores, el Parlamento y el Gobierno por ocho, y los ayuntamientos y los sindicatos por siete”.

Otro ejemplo, para contrastar:

“La percepción de que existe corrupción política en el promedio de los Estados africanos era del 72% en 2007”.

Otro:

“Según un estudio del CIS de ese mismo año, tres de cada diez entrevistados (nueve millones y medio de españoles mayores de edad) coincidieron en que ‘hay ocasiones en las que uno debe actuar según su conciencia aunque esto signifique infringir la ley’”. Nueve millones y medio de personas dispuestas a delinquir y a dar por buenos los delitos de los demás son muchas personas, pero “con estos principios” –escribe Miquel– “no vamos a ninguna parte. Las normas son las que digamos las personas y se hacen para cumplirse, ese es el camino que hay que seguir porque no hay otro”.

Un ejemplo más, tomado de un debate entre ex electores del PSOE que tuvo lugar en Valencia en 2011, y en el que se discutía acerca del proyecto gubernamental, más tarde abandonado, de reducir el número de municipios:

“La basura de este pueblo la recoge esta empresa que le cuesta más a la gente que cualquier otra y no la va a recoger ninguna otra aunque sea más barata, ni este pueblo se va a fusionar con el vecino porque allí la basura la recoge otra empresa en otro entramado de intereses”.

Y Miquel anota: “Sin referencias institucionales, la sociedad se desintegra”.

A eso mismo se refería el filósofo Cornelius Castoriadis cuando escribió que “ninguna sociedad puede perdurar sin crear una representación del mundo y, en ese mundo, de sí misma”. Los españoles algo veteranos tenemos la lección bien aprendida, y sabemos por ello que las promesas electorales no se hacen para cumplirlas, sino para ganar votos; que no hay que creer a los líderes a los que sin embargo votamos, porque mienten; que los partidos se financian ilegalmente, porque tiene que ser así; y que poco importa que el gato sea blanco o negro, con tal de que cace ratones. He ahí algunas perlas de nuestra escuela cínica, y sabemos de sobra a estas alturas que nada como la mierda se reproduce tan fácilmente.

No menos fácilmente, y como hace ochenta años, puede rastrearse la distribución del voto en los mapas, y comprobar así otra coincidencia, que quizá no debería sorprender a nadie: como entonces, el voto indebido procede ahora, sobre todo, de las provincias con una edad media de población más baja, es decir, de aquéllas en las que hay más jóvenes, si bien ninguna de ellas es la provincia española más joven, por la sencilla razón de que ésta ni existe ni figura en los mapas: es la provincia exterior, la de la emigración, a la que no han dejado votar.

Ahora se exige moralidad y decencia a los jóvenes, y se lo exigen sus maestros de la escuela cínica, porque están hartos y desengañados y porque han votado masivamente por el populismo. Para ellos, rebelarse contra los padres es rebelarse contra el cinismo que les han enseñado. Si los resultados electorales del 20 de diciembre no fueron los deseables, o dicho de otro modo: si por primera vez desde 1936 un buen número de españoles (en concreto cinco millones) no votaron como debían hacerlo, resultaba obvio que era preciso tomar medidas. Se tomaron, y se siguen tomando. Se pretende ahora inculcar disciplina a esa generación para que no vuelva a votar indebidamente, y esta ardua tarea debe realizarse en el tiempo record de dos meses, los que quedan hasta junio.

Para doblegar la voluntad, o torcer el brazo, era preciso ante todo obrar un milagro que tenía que exceder al de la multiplicación de los panes y los peces: convertir los mediocres resultados de Ciudadanos en mayoría absoluta. Propiamente el partido de Albert Rivera ya fue admitido en la gran coalición, como parte necesaria de la misma, antes de las elecciones, con motivo de los atentados de París y del resultante Pacto Antiyihadista. A ello sucedió ya tras las elecciones un paso más institucional que se dio a escondidas, como es costumbre: la formación de la mesa del Congreso. Pero la consumación del agigantamiento de los cuarenta escaños de Ciudadanos, y consiguientemente de la gran coalición, llegó más tarde, escenificada con la pompa que correspondía y mediante la firma de otro pacto, también negociado a escondidas y por la vía urgente. El llamado “Pacto Rivera-Sánchez” es en efecto el acta de bautismo de la gran coalición, nacido con el fin de modificar la equivocada impresión de que las elecciones las habían ganado las izquierdas y mostrar con meridiana claridad dónde está el PSOE realmente. Con este enjuague, realizado a la vista de todos mientras Rajoy, siempre oculto, espera, el partido del viejo patriarca Pablo Iglesias se ha cubierto activamente de gloria, para el presente y para el futuro.

El oculto Rajoy lee entretanto el Marca y las estimaciones electorales que le presentan, y de las que tendrá que deducir si en breve deberá dar su abstención a una investidura de Sánchez o convocar a la plebe a unas elecciones anticipadas a las que ésta acudirá de nuevo harta y desengañada, pero en menor número, lo que facilitará, esta vez sí, la consumación de una mayoría absoluta como Dios manda. Durante el proceso, malvive un Parlamento que no ha sido reconocido por el Gobierno y al que por tanto no debe dar explicaciones, y por si fuera poco, tal como ha reconocido el mismísimo Pedro J. Ramírez, un funcionario de los cuerpos de seguridad del Estado presiona a los jueces para que estos admitan por lo menos una de las querellas presentadas contra el populismo. ¿Zarzuela?, ¿sainete? A toda persona de más allá de los Pirineos todo esto le suena a chino, es cierto, pero es que allí no saben que España es un país predemocrático y ajeno a la cultura política de Occidente.

“La gran coalición” suena casi como “la gran ilusión”, pero no es lo mismo. La gran ilusión es una película de Jean Renoir que se estrenó en 1938, dos años después de que cinco millones constituyeran una mayoría en España. Hoy cinco millones no son mayoría, y en realidad no son nada, pues el valor real de esos votos disminuye a medida que se infla el de otros, aunque sean menos. Así, de la frase de Castells reproducida al inicio, y para saber a qué atenernos, conviene quedarse sólo con la segunda parte: “El sistema cambiará, aunque no necesariamente para cumplir las esperanzas de los agentes del cambio social”. Esto lo entendemos bien quienes hemos aprendido aquí, en la escuela cínica.

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