martes, 19 de abril de 2016

LECTURA POSIBLE / 208

FRIDERIKE ZWEIG: DESTELLOS DE VIDA

Cuenta Stefan Zweig en su autobiografía El mundo de ayer cómo al término de la Gran Guerra, con su patria aniquilada, tomó un tren que desde Suiza debía trasladarle a Salzburgo, donde pensaba establecerse. Al llegar a la estación fronteriza de Feldkirch advirtió un gran revuelo junto a otro convoy que permanecía estacionado, el cual también acababa de llegar a la estación pero circulaba en dirección contraria. Entre la gente que llena el andén, Zweig reconoce a un hombre de andar rígido y vestido de negro, acompañado de una mujer también vestida de negro: son Carlos, el último emperador de Austria, y su esposa, la emperatriz Zita, restos de una dinastía que había gobernado durante setecientos años y que entonces, obedeciendo una “invitación” de la nueva República, marchaban al exilio. De este modo solían producirse los acontecimientos históricos que Zweig, habitante de una Mitteleuropa que era como un modesto pueblo al pie de los Alpes, presenció de cerca y describió en su autobiografía. Junto a estos grandes hechos hubo no obstante otros que no han merecido pasar ni a sus libros ni tampoco a los de Historia, algunos de los cuales han sido narrados por quien fue su primera esposa y por otros testigos cuya experiencia han ido desvelando los estudiosos más tarde, incluso hasta el momento presente.

Al iniciarse la Gran Guerra, un grupo de intelectuales pacifistas, cuyos países estaban en guerra, se reunió en una Suiza neutral que en ese momento estaba siendo atravesada por columnas de refugiados, revolucionarios, espías y ladrones. Friderike, para entonces, tenía ya a su espalda algo de la historia de Europa y de sí misma. Durante algunos años había sido la señora Winternitz, por su matrimonio con un funcionario de Hacienda del que tuvo dos hijas: Alix y Suse. Con el nombre de Friderike Winternitz había publicado varias novelas (nunca traducidas al castellano), y con el mismo nombre había sido presentada en 1912 a Stefan Zweig. Dos años después de este encuentro, Friderike se divorció para casarse con Stefan, con el que mantendría una especie de alianza espiritual hasta el suicidio de éste en la lejana Petrópolis, en Brasil. Por cierto que para entonces Stefan Zweig estaba casado con quien había sido su secretaria, pero esa es otra historia.

En Suiza, durante la Gran Guerra, el grupo de intelectuales entre los que se encontraban los Zweig combatió en una guerra incruenta en la que, como hoy sabemos, iba a decidirse el destino de Europa, y que ellos perdieron (y nosotros). Se trataba de una guerra contra la guerra y a la vez de una reivindicación de la cultura europea, esa misma cultura que ya en el siglo anterior había sido presentida por un Beethoven, y que mucho antes había hecho posible que los actores de la Commedia dell’arte que hacían sus piruetas en la plaza de San Marcos de Venecia introdujeran en sus soliloquios palabras de origen eslavo, o griego, o portugués. Durante la guerra, en 1917, Stefan Zweig estrenó en Zurich su obra dramática en nueve cuadros Jeremías, dedicada al profeta que, en un contexto cristiano, heredó de Casandra el don de predecir el futuro, y también el de que sus predicciones no fueran creídas. Friderike nos ha dejado en su libro de recuerdos Destellos de vida (Papel de Liar, 2009) un testimonio de aquellos años en los que unos pocos se opusieron con sus obras, con sus actos, sus dudas y convicciones, a las atrocidades que se cometían en toda Europa, y que pusieron punto final no sólo al mundo que ellos habían conocido, sino también a uno mejor que aún no había nacido. Entre ellos estaban Rainer Maria Rilke, Romain Rolland y Frans Masereel, que cautivó a Friderike por su optimismo y su sensibilidad. Muchos años después, casi octogenaria, los recordaría a todos cuando escribió sus memorias en su exilio de Stamford, Connecticut, del que nunca volvió.

Las noticias de los Zweig que encontramos en el libro de Friderike se entrecruzan con las de infinidad de personas que aparecen en él fugazmente y cuyas historias se siguen recomponiendo todavía hoy, en una Europa en la que vuelve a sonar el tambor y que se amuralla contra sus propios miedos. De entre esos personajes salidos del anonimato sobresalen dos que proceden del distrito de Hürben, en Krumbach: Henry Morgenthau y Mike Nichols. En el mismo Hürben había nacido Peppi Landauer, quien junto a su marido, fabricante textil, se trasladó a Viena, donde tuvo dos hijas, una de las cuales, Ida, tras casarse con otro industrial del mismo ramo, dio a luz a Alfred y a Stefan Zweig. La abuela de Stefan era judía, como muchos de los habitantes de Hürben, y a ella se refería el autor de Novela de ajedrez cuando escribió que era “judío por casualidad”. A Henry Morgenthau se le recuerda hoy no sólo en Hürben por haber sido el inspirador, tras la Segunda Guerra Mundial, del llamado Plan Morgenthau, que elaboró siendo ministro de Hacienda y que tenía por objeto la reconversión de Alemania en un estado agrario, en respuesta a la hiperindustrialización alimentada por el Reich. No es preciso decir que el proyecto, que habría dado pie al desarrollo de una Alemania muy diferente de la que conocemos, se truncó pronto, a causa en gran parte de la oposición de los magnates de la industria.

Otro Landauer, el anarquista Gustav, estaba casado con Hedwig Lachmann, escritora alemana de origen polaco que en 1918 murió de neumonía y fue enterrada en el cementerio judío de Hürben. Gustav sólo la sobrevivió un año, pues en la primavera de 1919 fue asesinado en prisión por miembros del Freikorps, la organización paramilitar de extrema derecha que era ya por entonces el germen del nacional-socialismo. Brigitte, la hija de ambos, se casó en Berlín con el médico ruso Pavel Nicolaevich Peschkowsky, con quien tuvo un hijo en 1931: Michael. La familia emigró en 1938 a Nueva York, y allí Michael se convirtió en Mike Nichols, quien con el tiempo habría de convertirse en director de cine, autor de películas como ¿Quién teme a Virginia Woolf? y El graduado.

Y hay todavía un Lazar Morgenthau, habitante de Hürben, que se casó con Babette Guggenheim, once años más joven que él, y que marchó a Baviera para fundar una fábrica de cigarros, los cuales no estaban hechos con tabaco, sino, a causa de las estrecheces de la época, con un extracto de agujas de pino. Se hizo millonario y emigró a Estados Unidos, donde quiso ser comerciante de vinos y se arruinó. Como recuerdo, queda de todos ellos hoy una placa en Hürben, así como una parte del cementerio judío y un monumento que fue erigido en el lugar donde una vez se encontró la sinagoga.

Destellos de vida, como indica su subtítulo, es un libro de memorias. Evoca aquí Friderike su niñez en Viena, su primer matrimonio, sus trabajos literarios y sus treinta años de convivencia con Zweig. En la última de sus cartas a Friderike, aquél escribió: “Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso –la monarquía de los Habsburgo–, pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro. De manera que ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped en el mejor de los casos. Para mi profundo desagrado, he sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad; nunca jamás sufrió una generación tal hecatombe moral, y desde tamaña altura espiritual, como la que ha vivido la nuestra”. Y Friderike, por su parte, escribe que estas páginas “llevarán consigo el hálito del tiempo y darán fe de la época de incertidumbre en que vivimos”. Esta incertidumbre, a diferencia de Stefan, nunca la vivió ella como una pérdida de la seguridad, lo que no impide que dé inicio a su relato con el incendio que sufrió el Ringtheater de Viena dos años antes de su nacimiento, el día del estreno de Los Cuentos de Hoffmann. La inseguridad, la exposición y el desamparo de la propia vida ante los grandes acontecimientos que luego habrán de ocupar un lugar en los libros de Historia estaban ya en el ambiente y en la conciencia de Friderike, y ello en apacible convivencia con esa percepción provinciana y a la vez mundana de la vida que era propia de aquella vieja Viena, poblada por emperatrices y archiduques que eran como de la familia, y cuyas vicisitudes se celebraban o se lloraban en la intimidad de las casas burguesas. Por la de los Zweig en Salzburgo iban a pasar Romain Rolland, Albert Einstein, Thomas Mann, Arturo Toscanini y muchos otros que como la autora afirma “contribuyeron a modelar el perfil cultural y artístico de nuestro siglo”. Y de ellos, como de múltiples personajes anónimos cuya historia ha sido desvelada más tarde, queda constancia en estas páginas, en las que su autora quiso recrear su mundo de ayer “con vistas al futuro, de dentro hacia fuera y de fuera hacia dentro”. Un mundo, escribe Friderike, del que “no me siento llamada a decir más, ni tampoco menos”.

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