miércoles, 13 de febrero de 2013

DISPARATES / 58


ADIÓS AL COCHE

Pocos inventos ha habido en la historia que hayan alcanzado un éxito tan fulgurante, hasta el punto de revolucionar por completo la forma de vida, y que a la vez estén llamados a disfrutar de un dominio tan breve como el automóvil. En efecto, a juzgar por las reservas petroleras todavía existentes, y por el estado en que se encuentra la aplicación a éste de otras fuentes de energía, podemos tener la seguridad de que al automóvil, como lo hemos conocido hasta ahora, le quedan como mucho dos generaciones, y la de que la humanidad de dentro de cien años se desplazará mayormente de otro modo (si es que para entonces existe humanidad y si es que deba desplazarse), muy probablemente por medio de vehículos de tracción animal. Esto, como debería ser obvio, supondrá el fin de nuestra sociedad y de nuestra civilización, lo que puede entenderse fácilmente si nos detenemos a observar la historia del coche, de su inesperado triunfo y de su predecible caída.

El automóvil fue concebido como un bien de lujo destinado a alegrar el ocio de una minoría de afortunados, los cuales podían servirse del mismo en sus desplazamientos por la ciudad, por ejemplo para ir a la ópera, y sobre todo para escaparse a sus casas de recreo los fines de semana. El funcionamiento del coche presentaba desde sus inicios tal grado de complejidad y exigía unos conocimientos mecánicos tan especializados que aquella élite automovilística, dispuesta a hacer frente a sus elevados costes de mantenimiento, tenía que depender necesariamente de un chófer, el cual a la vez era mecánico y como es natural formaba parte de la servidumbre de la casa, siendo en la jerarquía de la misma un privilegiado que disfrutaba de un buen sueldo y una envidiable libertad de movimiento, movimiento físico que a veces podía ser también social, si por ejemplo el chófer decidía emanciparse y poner sus conocimientos a su propio servicio, estableciendo por su cuenta un taller mecánico. Así, en un principio el automóvil pudo ser saludado por el proletariado urbano como una herramienta benéfica, en tanto que podía ser útil a su ascenso social.

Henry Ford vino a cambiar todo esto. Los coches dejaron de fabricarse artesanalmente, y la cadena de montaje requirió ejércitos de trabajadores no cualificados a los que el fordismo –la fabricación en serie– exigía una actividad monótona y de hecho robotizada. El trabajador ya no poseía ni conocimiento ni control sobre el producto, razón por la cual tuvo que resignarse a ver cómo se alejaba el horizonte de una mejora de su condición social. A cambio, se beneficiaba de un sueldo que era superior al de quienes habían quedado atrapados en la servidumbre doméstica, sueldo destinado a convertir al productor también en consumidor. Si el trabajo en la Ford Motor Company tenía en sí poco o ningún prestigio, en cambio el operario podía aspirar a igualarse a los señores convirtiéndose en propietario de un Ford, el cual le serviría para ir al trabajo y para organizar sus excursiones de fin de semana. Convertido el coche en un bien común, éste ya no podía ofrecerse al eventual comprador como la certificación de un alto nivel de estatus, pero sí (y esto es lo que promocionó la industria automovilística) como una garantía de independencia.

¿Era (y es) real esa independencia? Para empezar, el proletario que es dueño de un automóvil se encuentra ante la imperiosa exigencia, como el señor, de llenar periódicamente el depósito, lo que lo hace dependiente de las compañías petroleras; en segundo lugar, su desconocimiento de la mecánica del vehículo hace de él un cliente de los talleres mecánicos y de los suministradores de accesorios y piezas de repuesto, lo que, por la vía de los llamados “concesionarios oficiales”, sirve para incrementar los beneficios del fabricante, beneficios ahora galopantes en virtud de la súbita ampliación del mercado. Pero dicha ampliación tuvo otras consecuencias, entre ellas la de rediseñar por completo el paisaje urbano y el mismo concepto de ciudad vigente hasta la aparición del coche.

Un lujo deja de serlo cuando está al alcance de todos. El lujo del veloz desplazamiento por las calles de la ciudad termina abruptamente cuando éstas se encuentran colapsadas por infinidad de automóviles. Así, los posibles destinos de los mismos deben ser expulsados a la periferia, con lo cual la ciudad se vacía y deja de ser el espacio comunitario que fue durante milenios. Las escuelas, los hospitales, los cines, las fábricas, los centros de ocio, de negocios y comerciales, todo debe trasladarse al exterior, convirtiendo el uso del coche en obligatorio y aumentando una vez más las ganancias de las compañías automovilísticas y petroleras, todo ello con el resultado previsible de que el colapso de la ciudad se traslada también a las carreteras. Así lo explicó André Gorz en su artículo La ideología social del automóvil: “Cuando todo el mundo pretende avanzar a la velocidad privilegiada de los burgueses, el resultado es que ya nadie avanza, que la velocidad de circulación urbana –en Boston como en París, en Roma o Londres– cae por debajo de la del ómnibus a tracción, y que la velocidad media en carreteras de salida durante los fines de semana es inferior a la de un ciclista”.* El proceso de descentralización se convierte con el tiempo en una verdadera supresión de la ciudad, como sucede en Estados Unidos, donde éstas se extienden cientos de kilómetros a los lados de interminables carreteras. Esto ya lo vio el filósofo austríaco Ivan Illich, quien escribió que “el norteamericano tipo dedica más de mil quinientas horas al año a su coche; esto incluye las horas que pasa al volante, en marcha o parado; las horas de trabajo necesarias para pagar la gasolina, los neumáticos, el peaje, el seguro, las multas y los impuestos… Este americano precisa mil quinientas horas para recorrer (al año) 10.000 km. Seis kilómetros le llevan una hora”. O sea, concluye Illich, “la gente trabaja una buena parte de la jornada para pagar los desplazamientos que necesita realizar para ir al trabajo”.**

En la actualidad, al no ser ya un lujo, y al no ser tampoco útil para desplazarse por la ciudad, los fabricantes de automóviles vuelven a los tiempos anteriores al fordismo para producir vehículos artesanales susceptibles de devolver a la élite el estatus perdido. A la entrada y a la salida de urbanizaciones privilegiadas, y en las autopistas de acceso a los lugares más selectos de veraneo, pueden verse automóviles “exclusivos” de ochenta mil euros, capaces de alcanzar los 350 km por hora, parados en uno de los seis carriles de acceso o desplazándose a la misma velocidad que un peatón. Gorz escribe: “La industria capitalista ganó la jugada: lo superfluo se ha vuelto necesario. Ni siquiera es preciso persuadir a la gente para que desee tener un auto: su necesidad está inscrita en las cosas. ¿Qué queda, entonces, de las ventajas del auto? ¿Qué ocurre cuando, inevitablemente, la velocidad máxima en carretera se establece en relación con la que el vehículo más lento está en condiciones de alcanzar? Justa vuelta de tuerca: después de haber matado a la ciudad, el coche mata al coche.”

Ese agente del capitalismo infiltrado en nuestras vidas que es el coche ha creado los problemas de inhabitabilidad de las ciudades, de pérdida de tiempo en los desplazamientos y de contaminación del aire, pero ha tenido también la maquiavélica previsión de hacer imposible toda alternativa. Pues en efecto ciudades como Los Ángeles, Detroit, Houston, e incluso algunas europeas, como Bruselas, han dictaminado la irreversibilidad del coche. Ese alineamiento de viviendas en los bordes de la carretera, esas zonas residenciales vacías, desperdigadas, deshabitadas, significan que “estas calles están pensadas para circular tan rápido como sea posible, desde el lugar de trabajo al domicilio y viceversa. Son calles para pasar, no para estar. Una vez concluido su trabajo, las personas no tienen más que quedarse en su casa, y cualquiera que se encuentre de noche por la calle debe ser considerado sospechoso… En ciertas ciudades norteamericanas se considera un delito el hecho de vagar a pie por la calle de noche”.

La automatización, mientras tanto, ha modificado completamente el proceso de fabricación del coche, de forma que las factorías han reducido su tamaño y ya no son el vivero de actividad sindical que fueron en su día. El hombre-robot ha sido eximido de su embrutecedor trabajo, que ha asumido directamente el robot auténtico, y con ello el hombre ha sido enviado a la oficina de empleo. En la actualidad, muchos ex trabajadores ahora desclasados, a los que en el Reino Unido llaman peyorativamente “chavs”, no pueden ni soñar con ser propietarios de un automóvil, y pasarán (si no lo han hecho ya) a engrosar las crecientes listas de alguna sub-categoría social. El espectacular proceso de democratización del automóvil ha llegado a su fin, y si sus fabricantes todavía logran sostenerse es gracias a las ayudas del estado y a los bajos costes de producción del Tercer Mundo, donde todavía subsisten trabajadores industriales sobreexplotados tal como los creó el capitalismo hace más de un siglo.
  
El hombre no se librará del automóvil por voluntad propia, sino sólo por necesidad, cuando se agoten los combustibles fósiles. La alternativa a esto, por ejemplo el coche eléctrico, tendría al menos la virtud de no contaminar, pero hoy por hoy nadie considera que esta tecnología vaya a sustituir al coche con motor de gasolina, por una parte porque las petroleras se niegan en redondo, y por otra porque la industria automovilística no la considera rentable. Previsiblemente, a medida que se agote el petróleo, veremos cómo el automóvil, esta vez eléctrico o movido por alguna otra fuente de energía (limpia pero cara), se convierte de nuevo en un lujo al alcance de muy pocos, situación a la que las poblaciones de los países desarrollados tendrán que adaptarse… como puedan. En ese momento algunas grandes ciudades concebidas para el coche deberán ser abandonadas; otras, liberadas del colapso automovilístico, tendrán que volver a ejercer su función de ciudades, es decir, de comunidades capaces de subvenir a la totalidad o a la mayor parte de las necesidades de sus habitantes, o lo que es lo mismo: podrá prescindirse por completo del transporte privado. Para ello el territorio, la ciudad, el barrio, deberá ser sentido como propio, no ya como espacio circulable, sino habitable.

Gorz contaba en su artículo lo siguiente: en una ocasión, cuando le preguntaron qué iba a hacer la gente con su tiempo después de la revolución, una vez suprimido el derroche capitalista, Herbert Marcuse respondió: “Vamos a destruir las grandes ciudades y a construir otras nuevas. Eso ya nos llevará un buen tiempo”.
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*André Gorz, La ideología social del automóvil, Le Sauvage, 1973. Puedes leer el artículo completo en la revista Ecopolítica 
**Ivan Illich, Energía y equidad, Le Seuil, 1985 [Obras reunidas I, Fondo de Cultura Económica, 2006]

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