martes, 12 de febrero de 2013

LECTURA POSIBLE / 88


LA SIESTA DE M. ANDESMAS, DE MARGUERITE DURAS: UN EJERCICIO DE ESTILO DESDE EL ABISMO

Ya existió hace años una traducción de este libro, inferior a la presente, con el título de Una tarde de M. Andesmas. Conviene saber que el original, publicado en su día por Gallimard, se llama L’après-midi de Monsieur Andesmas, y que la traductora, Amelia Gamoneda, justifica el título elegido por aquello de La siesta de un fauno, nombre que la tradición ha consagrado entre nosotros para el poema de Mallarmé y para el así llamado “preludio” de Debussy, en origen también un après-midi. No estorba al libro que comentamos este guiño musical e impresionista, pues musical, y acaso impresionista, si es que tal adjetivo puede atribuirse a una obra literaria, es esta nouvelle que en sus escasas cien páginas de pura delicia constituye una obra maestra de este género de tan acreditado linaje en las letras francesas.

No está de más recordar que la autora de Un dique contra el Pacífico y Los caballitos de Tarquinia fue también una excelsa cultivadora de la nouvelle, de la que hay abundantes muestras en su extensa obra. Novelas cortas son Moderato cantabile, El vicecónsul, La amante inglesa, El arrebato de Lol von Stein y El amante; y en realidad casi toda su obra, incluyendo la que más o menos conscientemente fue creada para el cine, se inscribe en la narración breve. La razón de esto se encuentra en el propio estilo, en su preferencia por novelar escenas, momentos, preferencia que dominó por largo tiempo en su carrera, en especial cuando se sintió atraída por una rigurosa objetividad que algunos han llamado “behaviorismo”, y cuando sus exactas y con frecuencia minuciosas descripciones dieron pie a considerar a Duras parte integrante de la Nouveau Roman. A esta fecunda época pertenece el libro que comentamos.

Aparecida en 1960, La siesta de M. Andesmas (Demipage, 2011) narra unas pocas horas de una tarde veraniega, horas que el protagonista, cuyo apellido evoca a Antelme, Des Fôrets y Mascolo, amantes los dos primeros y amigo el último de la propia Duras, dedica a la espera. M. Andesmas es un rico hombre de negocios ya jubilado. Hace un año ha comprado tierras y una casa en algún lugar de provincias, ya que su hija quería vivir cerca del mar. Y junto a esta casa solitaria, situada al borde de un abismo desde el que se contempla, a sus pies, una pequeña población es donde le encontramos, sentado en un sillón de mimbre y aguardando a Michel Arc, el contratista con el que se ha citado para discutir el emplazamiento de una futura terraza. Al impuntual contratista no llegaremos a verle, pero sí visitarán al anciano una de sus hijas y, más tarde, su esposa. Antes ha pasado frente a M. Andesmas un perro rojizo, y poco más o menos esto, junto al lejano eco de una música de baile que procede del pueblo, es todo el movimiento, la acción, que compone el relato. Eventualmente el personaje cambia de posición, se incorpora, vuelve a sentarse, da una cabezada. Es al volver en sí después de una de esas cabezadas cuando ve ante la casa a la hija del contratista, una niña, aparentemente, aunque después sabremos que tiene casi diecisiete años. Ella presenta algún indefinido trastorno psíquico en virtud del cual carece totalmente de memoria inmediata, o al menos esto deduce M. Andesmas a juzgar por su conducta. A la muchacha le regala en efecto una moneda de cien francos, que ella deja caer y de la que se olvida completamente, aunque sólo para “encontrarla” poco después y de nuevo dejarla caer. Intercambian algunas palabras referidas a la tardanza del padre de la joven, y después ésta se marcha para no volver. De hecho, la única verdadera conversación del relato es la que mantendrá M. Andesmas con la madre de la muchacha.

Por esta conversación, y por algunos pensamientos captados aquí y allá en la mente de M. Andesmas, advertiremos el que viene a ser el tema de la novela, que es también, más allá de la espera del informal contratista, la principal preocupación del personaje. Y es que Valérie, pues así se llama la hija, tiene ya dieciocho años, y su padre, que ha puesto en ella todo su afecto y virtualmente todo el sentido de su vejez, ve muy contra su voluntad llegado el momento en que ella, por así decirlo, le abandonará “por otro hombre”. Así pues, la soledad física en que encontramos a M. Andesmas, literalmente “al borde del abismo”, es metáfora de su enorme soledad existencial, también ella al borde de un abismo desde el que para más pesar del hombre procede el sonido de la música de baile, un baile del que verosímilmente participa Valérie, y, encima, con el detestable Michel Arc. Cuando las lilas florezcan, amor mío / Cuando las lilas florezcan para siempre es la cantinela que, a modo de leitmotiv, procede una y otra vez de la plaza en la que la gente baila. Así, la espera del contratista se convierte en la mente y en el corazón del viejo M. Andesmas en la espera de su hija, devuelta imaginariamente a la infancia y por tanto al amor exclusivo de su padre. Devuelta a la infancia: exactamente igual que la niña-muchacha del contratista. Además, de la conversación con la esposa de éste, madre según parece de cinco hijos, se deduce que tampoco ella ha pasado por alto la posible relación entre su esposo y la bella y deseable Valérie. Cosa curiosa y sorprendente: una de las pocas narraciones de Duras (¡quizá la única!) que carece por completo de una perceptible y manifiesta carga erótica, apela a una relación presumiblemente erótica que aquí queda sin embargo fuera de la escena, insinuada, lo que al fin y al cabo, pues el erotismo es sobre todo insinuación, viene a hacer también de éste un relato erótico, aunque por vía indirecta, en elipsis.

Pues sucede, claro está, que M. Andesmas no puede amar sensualmente a Valérie, lo que le asemeja a otros personajes de carácter pasivo que aparecen a menudo en la obra de Duras, y sobre todo al protagonista de ese relato también magistral que es El mal de la muerte, cuyo héroe, que ha alquilado a una jovencita para pasar con ella algunas noches de placer, resulta que está enfermo, pero enfermo “porque no sabe amar”, lo que hace que la prostituta exclame: “Qué raro, un muerto”.

Y esa es la tragedia de M. Andesmas, que no puede amar; y sin embargo ama, pero de un modo imposible. Ciertamente él sabe que la casa, la futura terraza, el estanque que también proyecta comprar, que el mismo lugar en el que se encuentra, y hasta el mismo sillón, que todo eso no podrá disfrutarlo él con Valérie, sino que lo disfrutará, como a la propia Valérie, otro. De este modo el relato incorpora uno de los temas, junto al del erotismo, típicos de Duras: el dolor, un dolor callado cuya intensidad nos es dado conocer sin necesidad de que el narrador nos lo detalle y sin recurrir tampoco al socorrido monólogo interior, un dolor del que participamos, con el que nos identificamos y del que somos solidarios. Como también participa de él la esposa de Michel Arc. “Valérie me tiene muy preocupada”, dice. Y también: “Necesité un año entero para aclarar el enorme problema que suponía el deslumbrante esplendor rubio de su hija. Un año para, simplemente, aceptar su existencia, admitir tal acontecimiento: la existencia de Valérie, y para sobreponerme al pavor que me daba la idea de que aún había de ofrecerse sin reserva alguna a alguien, pero ¿a quién? ¿a quién?” Y todavía añade: “Poco a poco, día tras día, empecé a pensar en Valérie Andesmas, que enseguida iba a estar en edad de dejarle”. De este modo, es la mujer la que pone palabras al sufrimiento del protagonista.

Mientras hablan, el coche negro de Valérie asciende por la carretera, seguramente ocupado, además de por la propia Valérie, por el inefable contratista, y en efecto, poco después se oye en la cercanía el coche, que se detiene, y a continuación unas risas. De nuevo indirectamente, por medio primero de la música de baile, y después del movimiento de su coche y de las risas que se oyen fuera de la escena, tenemos localizada a Valérie en todo momento; localizada, pero inalcanzable. Y sin embargo, aún invisible para nosotros, alcanzamos a comprender también el preciso estado de su conciencia, la expectativa que entretanto se abre a su espíritu. A ello alude la esposa de Michel Arc refiriéndose al trastorno mental de su hija: “Mientras está buscando, no se siente desgraciada. Es si encuentra algo cuando se inquieta, es si encuentra lo que busca cuando se acuerda por completo de haber olvidado”. Buscar, encontrar, olvidar: buscar la vida adulta, encontrarla, olvidar la infancia. Encontrar es perder, nos dice Duras sin decirnos directamente nada en esta obra excepcional cuyo protagonista es el tiempo que fluye y cuyas apenas cien páginas, además de un prodigioso ejercicio de estilo, nos transmiten una visión completa de la decadencia, de la vida que continúa a pesar de todo, pero lejos de nosotros; y una emocionada, pese a la aparente frialdad de la que se sirve, visión del mundo. Páginas inolvidables de esta mujer que es uno de los pocos verdaderos clásicos del siglo XX.

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