jueves, 28 de febrero de 2013

DISPARATES / 61


ANDRÉ GORZ, EL TRAIDOR (y II)

ESCRIBIR PARA ENCONTRARSE

La renovada atención prestada por las letras francesas a la obra “juvenil” de Gorz, que incluye la reedición de El Traidor y el volumen colectivo André Gorz, un penseur pour le XXIème siècle, que, publicado en 2009, ha aparecido en edición de bolsillo hace unos meses, ha vuelto a poner en evidencia la originalidad de este autor que en España sólo es conocido (y apenas) por sus textos redactados ya en plena madurez y que contribuyeron a definir lo que el propio Gorz llamó “la ecología política”, un eficaz compendio de reflexiones y propuestas acerca de la crisis del capitalismo. A esta ecología política puede introducirse el lector en castellano a través del volumen Ecológica que recientemente ha editado entre nosotros Clave Intelectual, o bien por medio de obras ya clásicas como Adiós al proletariado (1980) y Miserias del presente, riqueza de lo posible (1997). Más difícil es que el mismo lector pueda acercarse a la llamada obra “juvenil” y en especial a El traidor, obra que habiendo sido editada en castellano en 1990 se encuentra en la actualidad descatalogada. Y eso a pesar de que El traidor es esencial para comprender al Gorz de los años ’80 y ’90, además de constituir por sí misma una de las obras más notables e influyentes de la literatura francesa del siglo XX.

La génesis de la misma la ha explicado Christophe Fourel en el prólogo a la edición de 2009: su adolescente autor (que aún no había adoptado el pseudónimo por el que ahora le conocemos) sufrió en su calidad de “medio-judío” el antisemitismo reinante en Austria en la época inmediatamente anterior a la Anexión al Reich, lo que le hizo experimentar su propia condición de manera conflictiva y en verdad desgarrada, y esto no sólo en la escuela en su relación con profesores y alumnos, sino también en el seno de su propia e igualmente desgarrada familia. Es en Suiza, país supuestamente neutral al que había sido enviado por su madre, donde Gorz empieza a redactar un texto que le llevaría escribir casi una década y que nace con la voluntad de hallar una explicación a su propio sentimiento de exilio y de extrañamiento, no sólo con respecto a su país y sus padres, sino también hacia el mundo y hacia sí mismo. En la confusa mente del joven, no está claro si lo que escribe es un ensayo o una novela, y solamente parece tener conciencia, en su calidad de autodidacta aprendiz de filósofo, de que es preciso “ponerse en claro a sí mismo antes que al hombre en general”. Las herramientas teóricas con las que Gorz se pone manos a la obra son dispares y se van enriqueciendo (y complicando) a medida que escribe, en particular porque en esos años devora con avidez cantidades ingentes de literatura y filosofía francesa, lo que le permitirá familiarizarse con autores contemporáneos que en esa época y en la postguerra marcarían la orientación del pensamiento europeo: Jean-Paul Sartre y Merleau-Ponty, a los que hay que añadir lo poco o lo mucho que el autor había retenido de sus iniciales lecturas de las obras de Marx y Freud. Con el tiempo, el trabajo literario se convierte en un auto-análisis cuyo objeto, como dice Fourel, no es otro que el de que su autor pueda permitirse decir “yo”. La obra adquiere así un sentido crítico en el que lo criticado es el propio autor, junto a todo su entorno. Ensayo o novela, la trama de El traidor es, pues, la (re) construcción de una personalidad propia a partir de los escombros y las cenizas del adolescente, una construcción que haga posible su estancia en el mundo y la comprensión del mismo: una filosofía, pero también una moral y, en suma, una razón de ser.

“Descubrió”, escribe Gorz, “que cuando un hombre es incapaz de vivir, o cuando la vida no tiene sentido para él, se inventa este recurso: escribir acerca del sinsentido de la vida, buscar el porqué, las causas, demostrar que no hay salidas, salvo una: la demostración de ello y de los recursos que ofrece contra la experiencia que desmiente”. Un valioso descubrimiento efectuado por Gorz en su exilio suizo es que él ya había sido antes un exiliado, que la contingencia de la historia ya había hecho de él un extraño antes de que los demás, por el procedimiento de señalar su condición medio-judía, le colocaran en la categoría de extraño. “No era ni judío, ni ario, ni austríaco, ni alemán, ni suizo: nada, en una palabra; esa nada que era. Pero también es verdad que antes de saber que era esa nada, había sido Nada para sí”. De este modo, no podía dejar de verse a sí mismo como “un hombre incomprensible, decididamente separado de la realidad, incluida la propia, convertido en el cirujano de la conciencia de toda realidad; un hombre ausente”. En esos años, concluido el bachillerato, Gorz emprende unos estudios de química que no le interesan lo más mínimo y no tarda en convertirse en colaborador de algunas publicaciones suizas y más tarde en periodista. En su nuevo oficio, Gorz empieza a prestar atención a algunos de los temas que le caracterizarían ya en la madurez, cuando elaborase los fundamentos de su ética y de su ecología política: los problemas demográficos, los recursos globales, todo ello, según escribe, “a fin de eludir al máximo los conflictos, las contradicciones, las angustias que le provoca la menor fisura en su caparazón de rutinas. Heme aquí en posesión de un diagnóstico sumario que rinde homenaje al psicoanálisis. He definido la intención profunda que organiza sus actos, he mostrado que se trata de conductas de fuga, que él es profundamente una conducta global de huida. ¿De qué huye, es decir, cuál es la causa de su huida?”

Gorz, que a lo largo del libro se refiere a sí mismo en tercera persona, descubre que “para ser mejor, tenía que convertirse en Otro y regir su conducta por criterios ajenos. Pero cuanto más se esforzaba, más mediocre se sentía, descubriendo que nunca igualaría a aquellos que imponían los criterios y de los cuales sólo podía ser el humilde imitador”. Y es que Gorz no se siente dueño de sus actos, lo que más adelante constituirá una de las generalizaciones, basadas en la experiencia y en su comprensión de la alineación del individuo a la que ya se refirió Marx, de su crítica del capitalismo: “Lo más tranquilizador que puede ocurrirle a un hombre es que la conducta a través de la cual enfrenta racionalmente los hechos no admita más que una sola significación y que su libertad se consiga a través de la valorización de esta conducta significativa; ser el hombre de una sola significación y de una sola tarea es algo de lo que todos tenemos nostalgia porque esta condición nos es negada. Intelectuales o no, vivimos en la contradicción, incapaces de unificar nuestra existencia en una acción clara, positiva, eficaz, corroídos por la mala conciencia o culpables de mala fe si pretendemos hacerlo, a pesar de la evidencia”. Frente a esa inanidad de la existencia, y a falta de los instrumentos teóricos que elaboraría más tarde, Gorz sólo encuentra significación en una escritura que no es sólo consoladora, sino también terapéutica, en la medida en que debe reconciliarle consigo mismo y convertirle en individuo social. “No escribía lo que pensaba o sentía, pues estaba convencido de que era tonto y falso; escribía para asir la sustancia lingüística de la Verdad de los otros, con la esperanza de que al fin de este aprendizaje, y a fuerza de hablar como ellos, también él tuviera pensamientos y sentimientos verdaderos: los suyos. Pacientemente, con su cuaderno azul y su gramática amarilla, se fabricaba un alma según normas ajenas que creía absolutas y eternas. Escribía para transformarse en Otro, para terminar consigo mismo. No sería verdadero para sí mismo más que transportándose por la escritura. Es posible que no terminara nunca de escribir, de fabricarse una verdad”.

La creación de la conciencia de sí es inseparable de la creación de la conciencia del mundo, el cual es preciso sufrirlo en su plenitud para alcanzar una socialización verdadera: “No habiendo tomado parte en ninguna lucha histórica, no había nada en nombre de lo cual entablar proceso al orden que lo rodeaba; no tenía nada que reprocharle, salvo su existencia”.

En medio de esta indagación de sí mismo se producen diversos acontecimientos que requieren otras tantas reacciones por parte del autor: su trabajo periodístico, su encuentro con Sartre en Ginebra y su relación con Dorine, a la que estaría unido durante casi sesenta años y a quien dedicaría la última de sus obras. Aquí Dorine aparece como “Kay”, y el autor no nos oculta las reticencias que suscitaba en su compañera, al inicio de su relación, la naturaleza de ese hombre atormentado y en conflicto con el mundo. “«Si estaremos juntos sólo por un momento –dijo Kay–, me gustaría más partir ahora y conservar el recuerdo de nuestro amor intacto.» Él había argumentado largamente. Después, esa noche, tuvo la revelación de que si dejaba partir a Kay, si debía acordarse toda su vida de que ella arrastraba a algún sitio, entre Roma y Bucarest, el recuerdo de él, buscando refugio en las enfermedades o en el deber hacia su familia, él no podría mirarse en un espejo. Si en tanto ‘filósofo’ rechazaba el ‘compromiso’, en tanto hombre él sería un traidor y un cobarde. Y por lo demás, si no estaba seguro de que sabría vivir con ella, sí lo estaba de que no quería perderla. Abrazó a Kay contra sí y le dijo, en una especie de iluminación: «Si te vas, te seguiré. No podría soportar haberte dejado partir.»
Y agregó, al cabo de un momento:
 –Nunca.
Hoy, sé que Kay era una de las instancias de la contradicción que existe para un hombre que no puede aceptar el mundo tal como es (sea porque ese mundo lo aplasta, sea porque le resulta ajeno) pero lo acepta y lo aprovecha en el detalle, aunque lo rechace en su conjunto. Lo acepta no por espíritu de compromiso, sino ‘porque no hay nada mejor que hacer’; porque lo poco que puede hacerse es, en el detalle, vivible aunque el todo no lo sea; y porque la aceptación del detalle permite actuar un poco en el sentido de la transformación del todo, aunque no lo bastante, sin embargo, para estar justificado. Esta contradicción creo que todos debemos vivirla”.

Y Gorz concluye: “Ya no creo que un hombre pueda cambiar radicalmente y ‘liquidar’ su elección original. Pero ahora estoy seguro, en cambio, de que a través de un análisis atento de su situación empírica puede descubrir que su elección original tiene significaciones potenciales que le permiten extraer de ella un partido positivo. En lugar de tener el mundo a distancia, como un enemigo al que no hay que enfrentarse, aprendí a ceder; a verlo, en principio; a gustar su densidad, mi presencia en él, a escuchar, hasta el fondo de su palabra, al hombre que había (en lugar de escuchar sólo superficialmente las palabras que dice). Aprendí a no sentirme muy mal en mi piel; a decir lo que se piensa, con la convicción de que se está tan poco seguro de la justicia de sus ideas como el interlocutor de la justicia de las suyas; a ser capaz de gozar de un momento que pasa, de una luz, de un olor, de una mirada y del rumor circundante; a vincularme a la vida, a quererla llena de todo aquello que hay para vivir, incluidas las contradicciones y los riesgos a los que no se puede escapar. No dejaría que nadie la viviera en mi lugar”.

Gorz y Dorine pasaron los últimos años de su vida en su casa de Vosnon, cerca de Troyes, en la que se suicidaron en 2007. En su último libro, Cartas a D. (2006), Gorz escribió: “Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca”. A la pregunta que se hizo en El traidor de si “hay necesidad de los intelectuales, verdaderamente los hombres menos importantes del mundo, unos saltimbanquis, aunque ellos mismos se crean importantes”, el propio Gorz respondió con una original obra de plena vigencia en nuestros días y que sin duda seguirá desempeñando un papel en la transformación del mundo en el siglo XXI, y no porque en nuestra sociedad la escritura sea la única realización posible para algunos hombres, como escribió, sino porque sin la reflexión intelectual el hombre no puede “reconocerse en la realidad de la figura que sus actos dibujan”. También por ello es necesario este libro, ensayo o novela, que como ensayo es un modelo de coherencia y como novela tiene la virtud de mostrar honestamente los entresijos, morales y personales, que, aun sustraídos por lo general al lector, son propios de toda invención literaria. Pues como Gorz escribió, “sé, sin embargo, que como muchos otros debo inventar los medios singulares de manifestar al hombre y que la mayor recompensa que puedo esperar reside en esta actividad de creación”.

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