lunes, 6 de julio de 2009

CRÓNICAS TOLEDANAS / 3

AL CINE, SI SE PUEDE


Tengo la impresión de que mi ciudad, en las últimas décadas, y en contra de lo que nos dicen, se ha reducido. Lo ha hecho de manera insensible, callada, como si hubiera sido víctima de alguna enfermedad vergonzosa de esas de las que quienes las padecen no quieren hablar en público. Y todo este encogimiento toledano ha coexistido, y coexiste todavía, con la permanente sonrisa de las autoridades político-turísticas, tan diestras en el arte de poner al mal tiempo buena cara y en el de mirar hacia otro lado. La reducción se ha operado en muchos ámbitos y ha consistido básicamente en el brutal abandono de cualquier proyecto o expectativa razonable de un desarrollo humano y armonioso en la ciudad. Ahí está el Polígono mal llamado Industrial, que en efecto fue un centro de productividad y crecimiento económico (como antes lo fue la Fábrica de Armas), consagrado ahora casi por entero al sector servicios y convertido en un caótico gran almacén. No es posible negar la gravedad del hecho de que entre nosotros haya desaparecido casi toda actividad industrial, y sin embargo creo que los efectos de la reducción toledana son aún más graves en el campo del ocio, con lo que esto supone de pérdida de espacio para la ciudadanía, de anemia social.

Tal vez algunos recuerden la época en que todavía el río Tajo era una parte de nuestra vida cotidiana, un lugar de esparcimiento y mucho más, ya que llevaba aparejado el ejercicio de un sano intercambio social, una actividad higiénica que era tanto individual como colectiva. Aquel Toledo pobre de hace más de treinta años tenía el exquisito lujo del río y tenía, además, cines. Tampoco quedan cines, pero es que el acto social y cultual de ir al cine es uno de los que más ha cambiado en nuestra sociedad en las dos últimas décadas, y lo ha hecho a peor, siempre a causa de oscuros intereses económicos, propios y foráneos, y sin que hoy tal degradación (como la del Tajo) tenga aspecto de ser reversible.

Las multinacionales de la distribución de films nos han obligado a cambiar nuestros hábitos en las horas de ocio y a veces, sencillamente, nos han hecho renunciar al cine. La propuesta es bien conocida: uso indispensable del coche, centro comercial, film intrascendente (el repertorio oscila entre la comedia juvenil y los efectos especiales), y muchas palomitas. En todos los centros comerciales pueden verse siempre y exclusivamente los mismos films, y las cifras de asistencia a las salas de los multicines están hinchadas y son definitivamente falsas, como demuestra el hecho de que casi todas tengan que cerrar después de algunos años, lo que muy a menudo anuncia el cierre del centro comercial en el que están alojadas. Parece claro que la propuesta no funciona, pero no dejan de insistir en ella, como si no hubiera otras formas de ver cine. Esta obligatoriedad de ver los films de la forma que conviene a las compañías distribuidoras (que muchas veces son también productoras) se inscribe en una operación mucho mayor que tiene que ver con el modelo de ciudad presente y futura. Ya pasaron los tiempos en que la construcción de un nuevo núcleo de población iba acompañada de la exigencia de unos servicios que se consideraban imprescindibles: escuela, dispensario médico, mercado, centro cultural, instalaciones deportivas, zonas verdes. Hoy los barrios sólo necesitan para crecer un centro comercial, única infraestructura que parece realmente útil y que suele presentarse como un modelo de integración de servicios, aunque en rigor no cumpla ninguno. El centro comercial, con sus gadgets asociados (principalmente el coche), se lleva la mayor parte de nuestras horas de ocio, pero ocurre además que en él no es posible ningún intercambio social. En él las personas son reducidas a la categoría de usuarios, y como en una pesadilla orwelliana cada uno es un ser anónimo rodeado a su vez de seres anónimos, todos entregados a la tarea de darse la espalda, ser el primero en llegar al coche, evitar todo roce.

Cada vez son más los que no pasan por el aro. En estos días la Filmoteca Nacional está ofreciendo un ciclo del director Jean Eustache. Son films sin efectos especiales, inteligentes y bellos, y pese a que su nombre es casi desconocido para el público, y sus films no están protagonizados por estrellas con portada en las revistas del corazón, todas las proyecciones del ciclo se están haciendo con el aforo completo. Mientras tanto, también en Madrid, la próxima peatonalización de la calle Martín de los Heros, al lado mismo de la Plaza de España, permitirá seguir disfrutando del cine en sus salas de toda la vida. El llamado Barrio del Cine dispone de una librería especializada, además de un buen número de bares y restaurantes. El proceso de remodelación lo está efectuando el Ayuntamiento madrileño de común acuerdo con las salas de cine y los establecimientos hosteleros de la zona. Es un ejemplo de lo que puede y debe hacerse, y de que otra idea de ciudad es posible incluso en el colapsado Madrid de Ruíz-Gallardón.

Los cines de Toledo desaparecieron a causa de una eficaz combinación de desidia y especulación inmobiliaria. Hoy día sólo queda el cine-club municipal del Teatro de Rojas, que se convierte en sala de proyección una escuálida vez a la semana (y con frecuencia ni siquiera eso, cuando se imponen otras necesidades de programación). La eventual desaparición del cine-club, de la que todos los años se oyen rumores, significaría un paso más en el empequeñecimiento de Toledo, en la restricción de posibilidades para el ocio y la cultura y para el intercambio social. Cabe preguntarse qué gestionan nuestras autoridades político-turísticas: ¿una ciudad o una red de centros comerciales? El tiempo, que no perdona, dará pronto la respuesta. Esperemos que no sea la peor.

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