martes, 9 de julio de 2013

LECTURA POSIBLE / 108

EL TESTIGO OCULAR, DE ERNST WEISS: HITLER, LA HISTERIA Y LAS RUINAS DE EUROPA

El periodista Konrad Heiden, corresponsal en Munich del Frankfurter Zeitung, era hijo de un alto cargo del Partido Social-Demócrata, y era lo que en el lenguaje de su época se llamaba “medio judío”, en virtud de los orígenes de su madre. En 1932 publicó la que se considera la primera historia del nacional-socialismo, a la que puso el título de Die Karriere einer Idee (La carrera de una Idea), que sería el primero de una larga serie de volúmenes dedicados al nazismo, el último de los cuales, El Führer: el ascenso de Hitler al poder, apareció en inglés, hallándose el autor ya en el exilio, en una editorial de Boston. El exilio se había iniciado para Heiden en 1933, y al año siguiente, hallándose en Zurich, se unió al llamado “Comité de Amigos de Carl von Ossietzky”, agrupación de intelectuales que propuso a este escritor, por entonces preso, como candidato al Nobel de la paz. Ossietzky era pacifista y director del semanario de izquierdas Die Weltbühne. Miembros de este comité, junto a Heiden, fueron Albert Einstein, Romain Rolland, los Mann (Thomas y Heinrich) y otros muchos opositores al Tercer Reich. La Academia noruega le concedió, en efecto, el Nobel, lo que sirvió de poco a Ossietzky, quien murió en prisión tres años más tarde.

Entre 1936 y 1937, Heiden publicó en Suiza los dos volúmenes de la primera biografía de Hitler, La edad de la irresponsabilidad y Un hombre contra Europa, de los que apareció simultáneamente una edición americana. Al inicio de la guerra, fue hecho prisionero e internado en un campo de concentración del que consiguió escapar con un pasaporte falso. Milagrosamente llegó a Lisboa y pudo embarcarse. Dedicó los siguientes años a denunciar la naturaleza y los métodos del nazismo, y sólo uno de sus libros, publicado en Inglaterra por el Left Book Club, alcanzó de inmediato unas ventas cercanas a los 60.000 ejemplares. Murió en el hospital del Bronx, en Nueva York, en 1966.

Otro exiliado, Ernst Weiss, conoció muy probablemente a Heiden en París, en vísperas de la ocupación alemana. De Weiss, autor de una obra importante, ya hemos hablado aquí a propósito de su relato Jarmila y de su novela El pobre derrochador. Para nuestro autor, el encuentro con Heiden fue toda una revelación, y le ofreció la posibilidad de obtener de primera mano abundante información acerca de los inicios de Hitler, cabo durante la Gran Guerra y vagabundo que, antes de fundar su partido, trataba de ganarse la vida como pintor en Viena.

El también escritor Walter Mehring da por seguro en su autobiografía que Weiss tuvo acceso al historial clínico de Hitler. ¿Se lo transmitió Heiden verbalmente? ¿Conoció a través de éste, en París, los documentos que habían sobrevivido al doctor que trató a Hitler en 1918? Es sabido que este doctor se llamaba Edmund Forster, que durante ese año prestó sus servicios en el hospital militar de Pasewalk y que allí atendió a Hitler de “ceguera histérica” y lo sometió a tratamiento psiquiátrico. Pero Forster se suicidó (o fue instigado a suicidarse) en 1933.* La única fuente de la que disponemos para conocer el origen de El testigo ocular son las cartas que Weiss envió desde París a Stefan Zweig, con el que mantenía amistad y una relación de admiración mutua. Weiss pudo sobrevivir en su exilio y dedicarse a trabajar en diversas obras gracias a la ayuda económica que recibía de Zweig y de Thomas Mann, y de la correspondencia que mantuvo con el primero de ellos se desprenden cuáles eran sus dudas durante la redacción de esta extraordinaria novela: “No es posible describir a un golem con el vigor necesario cuando uno se encuentra atrapado entre sus fauces. Tal vez el intento de reflejar la lucha de un individuo contra semejante personaje infernal sea un desafuero”.

La novela está escrita en primera persona. El narrador innominado, un médico, describe un período de su propia existencia que abarca desde la Gran Guerra hasta la Guerra Civil española. El narrador, siendo niño, sufre un accidente que le marcará de por vida. Tras introducirse en un cuartel militar, intenta dar de comer a unos caballos, pero uno de ellos le cocea en el pecho y él resulta malherido. La primera parte del libro narra la infancia del protagonista a la manera de una Bildungsroman o novela de formación, género que gozó de una noble tradición en las letras germánicas. El narrador se considera a sí mismo un simple testigo de los hechos que se suceden en su entorno, y de los que él tiene la voluntad de participar exclusivamente como médico, aliviando el dolor que conoce en sus propias carnes a causa de su accidente infantil y de la lenta y laboriosa recuperación que le siguió.

“Yo no podía ocuparme de todos los enfermos de mi sala. En general me limitaba a tomar notas con la intención de utilizarlas más adelante para escribir un estudio sobre la psicosis de la guerra. Sólo a unos pocos intenté estudiarlos, comprenderlos de verdad, tratarlos de alguna manera, curarlos. Entre estos se encontraba un paciente muy excitado que había perdido la vista en la guerra y al que el insomnio había dejado agotado. Era un cabo del regimiento bávaro List, el ordenanza de la plana mayor del regimiento, A.H.”

Siempre por las iniciales A.H. alude el narrador a su paciente, a quien conseguirá devolver la vista, cosa ésta de la que se culpará más tarde, cuando A.H. se convierta en “personaje infernal”. Por otra parte, en el relato tienen un papel destacado diversos personajes secundarios que contribuyen a dibujar una imagen bastante completa, a la vez que íntima, de la Alemania  de Hitler: el doctor judío Kaiser, padre de Victoria, con la que el narrador se casará; y otro personaje apellidado Kaiser, hombre de éxito, consejero y psiquiatra que será para el narrador una especie de protector y de figura paterna; además del hijo de éste, Helmut, amigo del narrador y más tarde fanático nazi. Un papel relevante en la progresión de la novela lo desempeña el historial clínico de A.H., que el narrador conserva a buen recaudo y que tratarán de obtener por todos los medios las autoridades del Reich. Resultado de esta persecución será el apresamiento del narrador, quien sufrirá torturas y que finalmente se verá despojado de sus documentos, a lo que seguirá, por medio de un subterfugio, la posterior huida al exilio. En éste, traicionado por todos, solitario, desengañado de su papel de “testigo ocular”, el narrador adoptará la decisión con la que concluye el libro: la de tomar partido, uniéndose como voluntario a la brigadas internacionales que combaten en España.

Hay unos pocos libros que son la prueba viviente, por así decirlo, de que ya en fecha tan temprana como 1936, sólo tres años después del ascenso de Hitler al poder, quienes estuvieran en disposición de no resignar su lucidez podían conocer enteramente, en su mayor profundidad, el sentido y el carácter del nazismo: uno es La tercera noche de Walpurgis, de Karl Kraus; otro es la biografía de Hitler escrita por Heiden citada más arriba; otro es este que comentamos, en el que Weiss supo plasmar no sólo la siniestra naturaleza del Reich, sino también el dilema moral que se planteaba a los intelectuales de la época, buenos conocedores de la realidad que se veían una y otra vez relegados y apartados a los márgenes, a menudo sin periódicos ni editoriales en donde publicar y enfrentados a un gigantesco y todopoderoso aparato propagandístico. Hasta el último momento, incluso bajo los golpes de sus torturadores, el narrador intenta comprender la conducta de estos, y en un párrafo memorable escribe: “Eran hombres como todos los demás, como tantos y tantos que había visitado cuando era médico de S. No sabía nada acerca de su carácter, de su temperamento, no había visto lo que tenían de espantoso. De no haber aparecido un día su Führer, su ídolo, su fetiche de dulzona brutalidad, habrían seguido siendo pequeños funcionarios, torneros de una fábrica, empleados forestales, cortadores de turba, suboficiales. Un diablo en persona los había transformado, y tal vez ellos ya no se entendían a sí mismos cuando, después de todo esto, volvían a reunirse con su mujer e hijos y a tomar cerveza. No se les puede llamar bestiales, como tampoco se puede dar tal denominación a un enfermo mental. Se cometería una injusticia con los animales; tal vez también con los sayones. Probablemente ni siquiera tenían el sentimiento de la ignominia. Lo que pasaba es que actuaban sin conciencia, sin razón. Y es que sólo se había hecho salir a la luz lo más bajo de su ser”.

Refiriéndose a El testigo ocular, su autor escribió en una carta de octubre de 1938 a su amigo Zweig: “He escrito una novela a la velocidad del rayo para el concurso de la Guild de Nueva York, y la he mandado a toda prisa, sin repasarla siquiera”. El concurso literario al que alude fue convocado por la American Guild for German Cultural Freedom, institución internacional concebida para ayudar a los escritores emigrados y de la que Weiss había recibido en ocasiones apoyo económico. En julio del año siguiente envió una versión más elaborada del manuscrito a una editorial y a la oficina londinense de la Guild, pero ahora con un nuevo título: El Kaiser de los locos. Esta segunda versión se ha perdido. Sólo en 1951, once años después del suicidio de Weiss (el mismo día que las tropas nazis entraron en París), apareció en Alemania el original de la primera versión, aunque ninguna editorial, ni en el Este ni el Oeste, se atrevió a publicarlo. Así, el libro tuvo que esperar en un cajón hasta 1963, cuando apareció en una pequeña editorial de Munich, Kreisselmeier. Por razones contractuales, no pudo editarse con su título original, que coincidía con el de la traducción al alemán de una novela (Le voyeur) publicada poco antes y de la que era autor Alain Robbe-Grillet, por lo que esa primera edición llevó el nombre de Ich, der Augenzeuge (Yo, el testigo ocular). Sólo años más tarde el libro ha podido presentarse con el título que le adjudicó su autor, en una edición que entre nosotros publicó en su día Siruela. No mucho más se conserva de Ernst Weiss, cuya maleta repleta de manuscritos se extravió a su muerte, y del que se desconoce dónde fue enterrado. Este hombre resume en una escena de su libro el sentido del mismo. Habiendo escapado de su cautiverio, y tras reunirse con su mujer y sus hijos, convertidos para él en extraños, el narrador se desnuda ante su hijo Robert para mostrarle su cuerpo desfigurado por las torturas que sufrió en el campo de concentración, y le dice: “Tú eres un muchacho valiente, ¿no es verdad?” Después, añade: “No le enseñé mi cuerpo para endurecerle contra los dolores y sufrimientos y convertirlo en un espartano, sino a fin de lograr que, mediante la vista, por el método directo de la enseñanza visual, aprendiera a respetar el dolor”. Dura enseñanza moral de un libro que es a la vez fiel y sobrecogedor testimonio de la ruina de Europa.
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* Dos libros inéditos en castellano y editados la pasada década, uno en alemán y otro en inglés, estudian la enfermedad de Hitler y su tratamiento por el doctor Forster en 1918: Bernhard Horstmann, Hitler in Pasewalk. Die Hypnose und ihre Folgen (Droste Verlag, 2004) y David Lewis, The Man Who Invented Hitler: The Making of the Führer (Bounty Books, 2005).

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