lunes, 24 de marzo de 2014

DISPARATES / 102

ADIÓS, ALFAGUARA

La noticia, el viernes pasado, del acuerdo entre Penguin Random House y PRISA, aunque no ha podido sorprender a nadie, ha servido para traerme a la mente (como imagino que también habrá ocurrido a otros, no muchos) algunas reflexiones que ya hice tiempo atrás y a las que me referí en distintos lugares, y otras que pertenecen al silencioso e íntimo género de lo que no puede publicarse. Baste decir que estos que corren son días negros para el libro.

Mi trayecto en Alfaguara abarcó un tiempo en el que se sucedieron cuatro directores: Luis Suñén, Gillermo Schavelzon, Juan Cruz y Amaya Elezcano. La mención de los nombres revela el alcance literario de la editorial hasta el momento en que su gestión empezó a ser desviada hacia derroteros más comerciales, forzados por la situación económica del grupo al que aquélla pertenecía y por la generalizada crisis del sector. Personalmente no podría dejar de constatar el compromiso que todos tuvieron con la literatura, en gran parte liberado de las consideraciones comerciales que hoy ahogan a todos los estamentos de la actividad literaria, actividad industrial, desde luego, pero también, y no en segundo lugar, actividad central en la cultura de un pueblo y de una lengua, una cultura que es indispensable para la salud de la sociedad y que no tiene por qué entender de finanzas ni de gráficos de beneficios.

Alfaguara, ubicada por entonces en la calle Juan Bravo, era lo que ya empezaba a llamarse “una editorial literaria”, como si fuera factible la existencia de editoriales conserveras o salchicheras. Estaba abierta a autores jóvenes, y para la selección de los originales remitidos existía un equipo fijo de lectores (algunos de ellos también excelentes escritores) armados de conocimiento y de buenos criterios literarios. Por propia experiencia puedo afirmar que sus informes eran muy respetables reseñas literarias, las cuales solían ser atendidas por la dirección. No en balde por allí había pasado Luis Suñén, que antes de dedicarse a la edición había llevado junto a Rafael Conte la añorada sección literaria de El País, llamada simplemente así: “Libros”, y que algunos recordarán. De este modo era posible que un joven autor del todo periférico, como era mi caso, tras enviar espontáneamente un original a Alfaguara, fuese llamado para publicarlo. Ello permitía que anualmente dos o tres de las novelas editadas fueran de un autor principiante o completamente novel. Esto a los autores nos parecía insuficiente, pero era una vía real de acceso al mundo literario y todo un lujo, en comparación con la calamidad actual.

En poco tiempo el artificioso concepto de “editorial literaria” pasó a identificarse, de manera interesada, con el de elitismo. La industria editorial, que seguía siendo uno de los sectores económicos mayores y a la vez más sólidos de nuestra sociedad se contagió de los excesos que empezaban a ser comunes en ésta. A la historia oculta de nuestra literatura pertenecen los contratos millonarios que las editoriales se dedicaron a firmar, por motivos que poco o nada tenían que ver con la literatura, con las grandes vedettes, de las que se esperaba el milagro de unas ventas masivas que nunca llegaron. En el caso concreto de Alfaguara la situación era peor, a causa de su dependencia respecto a PRISA, cuyos problemas económicos (y políticos) se iniciaron por algo tan escasamente relacionado con las letras y la edición como es el fútbol. También aquella guerra por los derechos de transmisión de los partidos de fútbol, por cierto, pertenece a la postmoderna historia de España que todavía está por escribirse.

Lo anterior es sólo un recorrido apresurado y arbitrario por la decadencia de nuestro sector editorial. Un sector al que en verdad ya no podemos llamar propiamente “nuestro”, lo que no dejará de tener sus consecuencias económicas y culturales.

Random House ha comprado Alfaguara por 72 millones de euros, casi un regalo. Alfaguara, además de la editorial que da nombre al grupo, incluye las editoriales Taurus, Aguilar, Suma de Letras, Punto de Lectura y alguna otra. Es de suponer en qué consistirá el proyecto editorial de los nuevos dueños del grupo, una multinacional que edita a Stephen King y a Ken Follet, y que sólo en España facturaba hasta ahora alrededor de 3.000 millones de euros al año. La pregunta de qué le puede importar a esta multinacional la promoción de la cultura española se responde por sí sola, lo que constituye una mala noticia, en especial para los escritores noveles, los cuales, como decía Juan Ángel Juristo el viernes pasado, tendrán que publicar sus libros “de manera no ya artesanal, sino casera”. Algunos otros deberán plantearse el exilio literario, por ejemplo a la editorial argentina Adriana Hidalgo, que tiene un excelente catálogo de autores contemporáneos en lengua castellana entre los que posiblemente no estorbaría algún autor español.

Entre las reacciones a la noticia, sólo unas pocas se han caracterizado por la sensatez. El resto ha oscilado, como era de esperar, entre la puesta en escena de un tardío rasgarse de vestiduras y el aplauso. Sucede que el de aplaudir es el único oficio que no tiene desempleo en este triste país.

La adquisición del grupo Alfaguara se inscribe en la tendencia de los últimos tiempos a la formación de un monopolio global, el de Penguin Random House-Bertelsmann-Pearson-Mondadori y sus sucursales, un monopolio del que no es rival, sino complemento, Amazon, compañía que se autocalifica “de servicios” y que acumula en su seno la venta y distribución mundial de libros de papel y electrónicos y la autoedición, en perjuicio de las editoriales independientes, de los distribuidores y los libreros. Algunos de los rasgos de esta globalizada deriva editorial ya fueron expuestos por Thierry Discepolo en su libro La traición de los editores (Trama, 2013), en el que ilustraba el modo en que estas maniobras especulativas aquejan gravemente a la democratización del saber, a la pluralidad de las opciones intelectuales y a la capacidad de los ciudadanos para construir su futuro. En las páginas de este libro se leía que “la distinción artificial entre ‘grupos de comunicación’ y ‘grupos editoriales’ oculta el papel fundamental de estas grandes empresas en una sociedad de masas: transformar a los lectores en consumidores y limitar la capacidad de acción de la mayoría”.

El daño mayor, irreparable, es para la cultura ya hecha, un pedazo importante de la cual se halla en los catálogos de las editoriales que ahora han sido mal vendidas, catálogo cuyo futuro hoy es incierto; pero todavía mayor para la cultura que está por escribirse y que aquí se va encontrar las puertas cerradas. Una mala inversión para el futuro.

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